CIUDAD DEL VATICANO, 18 octubre 2001 (ZENIT.org).- La visita de este jueves del presidente mexicano Vicente Fox a Juan Pablo II constituye una ocasión oportuna para hacer un primer balance de las relaciones Iglesia-Estado, diez meses después de su llegada al poder.
Zenit lo ha hecho entrevistando a Jaime Septién, director de El observador ], semanario católico de México, punto de referencia obligado para conocer la actualidad religiosa en ese país.
–¿Cuáles son los aspectos positivos en la relación Religiones-Estado desde la toma de poder del presidente Fox?
–Jaime Septién: El cambio en México sí se ha producido. No cambiaron, digámoslo así, las reglas, sino el respeto por las reglas. La administración Fox está seriamente comprometida con el combate a la corrupción. Lo cual implica estar a favor de la justicia. Sin embargo, es poco el tiempo que lleva en el poder y mucho el lastre que se trae desde hace siete décadas.
–¿Cuáles son los aspectos negativos?
–Jaime Septién: La relación entre Iglesia y Estado ha quedado como en suspenso. Los obispos estaban muy satisfechos con el cambio de régimen; no por las garantías que pudieran tener de parte de Fox sino por el despertar de la nación, de la sociedad. El 2 de julio, el día de su victoria, fue, en verdad, una fiesta democrática. Pero algo pasó en la Secretaría de Gobernación; alguna fuerza del pasado se impuso. Y el secretario de Gobernación Santiago Creel Miranda decidió optar por el método convencional de entendimiento simulado que el PRI dominó a la perfección.
–Hay promesas sin cumplir, ¿se cumplirán?
–Jaime Septién: De parte del presidente Fox hubo un decálogo de promesas sobre libertad religiosa y asuntos puntuales de reconocimiento a la Iglesia y a las Iglesias, que no se ha cumplido ni mínimamente. Como si se le hubiera olvidado. A muchos católicos, y a buena parte de la jerarquía esto no pasa desapercibido. Creíamos que, por fin, el gobierno mexicano iba a reconocer la contribución real de la Iglesia católica a la sociedad de nuestro país. Pero todo quedó en una promesa. Y lo que es peor, en una promesa de campaña.
–Fox es quizá el primer presidente de México que se dice católico y además practicante. ¿La dimensión religiosa de Fox influye en su personalidad y acción política?
–Jaime Septién: Vicente Fox es, creo, un hombre bueno, un católico bastante claro, que no es lo mismo que comprometido… Tiene la impronta de los jesuitas, es decir, la huella de la formación para la acción social. Pero algo pasa en México que los católicos, cuando llegan al poder, les entra el pánico esénico. Es decir: inmediatamente se ponen en regla con el régimen de la simulación y del desconcierto del PRI y del juarismo. Hay señales claras de que un buen católico es un buen político, pero en México esas señales o no se perciben o se perciben bajo una óptica muy difusa. No lo queremos a Fox en la sacristía, pero sí definiendo su acción –sobre todo su acción social– desde la doctrina de la Iglesia.
–México se hizo famoso en el siglo XX por ser uno de los países en los que la Constitución y el gobierno eran más agresivos contra la religión en general y contra la Iglesia católica en particular. De hecho, durante décadas se violaron derechos fundamentales de libertad de culto (personalidad jurídica de las instituciones eclesiásticas y de los sacerdotes, etc). Con la llegada de Fox, ¿ha quedado atrás aquel anticlericalismo de los «dinosaurios» del PRI? ¿Podría regresar al poder esta mentalidad?
–Jaime Septién: La Iglesia católica en México tiene ante sí un futuro interesante, no tanto por la accesibilidad que le dé la actual administración, sino porque tras el documento «Del encuentro con Jesucristo vivo a la solidaridad con todos» (publicado el año pasado) se ha dado cuenta que puede influir sobre los católicos y sobre los hombres y mujeres de buena voluntad de México, sin necesidad de pasar por el filtro del poder.
Es decir, se dio cuenta de su inmenso poderío moral y de su independencia del poder político. Cabe aclarar que el ambiente es más distendido. Mucho más distendido. Fox jamás vería con malos ojos, por ejemplo, una celebración litúrgica fuera de los muros de una capilla.