¿Escuchará el gobierno cubano a la Iglesia?

Pregunta la revista «Palabra Nueva» de la arquidiócesis de La Habana

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LA HABANA, 23 julio 2003 (ZENIT.org).- Por su interés, publicamos este análisis publicado en la revista de la arquidiócesis de Cuba, «Palabra Nueva» (julio-agosto 2003), que ha comenzado a circular esta semana en la isla.

¿Será escuchada la Iglesia?
Por Orlando Márquez

Después de la reacción reprobatoria internacional como resultado de las detenciones y sanciones de opositores políticos en Cuba y del fusilamiento de tres jóvenes cubanos que secuestraron, sin éxito y sin derramamiento de sangre, una embarcación para emigrar, muchos miraron hacia el Vaticano esperando un pronunciamiento sobre el tema. Y el pronunciamiento ya se había emitido pero de forma privada (ver Palabra Nueva, Mayo 2003, N° 119). Hacerlo público, a partir de reclamos posteriores, fue reconocer que el mundo tenía derecho a saber qué pensaba el Papa sobre el asunto. La Iglesia en Cuba, por su parte, ya había emitido una declaración rechazando los fusilamientos y las duras condenas.

Durante los días del conocido diferendo con la Unión Europea por el mismo asunto, y todavía al calor de intercambios verbales, la Embajadora de Cuba ante la República de Italia, María de los Angeles Flores, en una conferencia de prensa en Roma, al tiempo que criticaba la posición del ejecutivo italiano, declaró –así lo dice el cable de AP con fecha 18 de junio– que «el Vaticano tiene una posición respecto de Cuba más positiva».

La «posición positiva» del Vaticano había quedado establecida por el cardenal Angelo Sodano al solicitar primero, del presidente Fidel Castro y en nombre del Papa, «un gesto significativo de clemencia hacia los condenados». Días después el cardenal hablaba de la «desilusión» del Papa por las condenas severas y los fusilamientos, al tiempo que mantenía la «esperanza» de que el Presidente cubano «pueda llevar a este pueblo hacia nuevas metas de democracia, respetando las conquistas que se han dado en estas décadas». Y para que no quedaran dudas respecto al modo en que la Iglesia actuaría, el también Secretario de Estado de la Santa Sede habló del «diálogo»: «El diálogo nunca se interrumpirá, porque en todos los hombres existe una base para conversar».

No se trataría sin embargo de un clásico diálogo político, aunque tuviera implicaciones políticas o esté motivado por acciones políticas y en medio de enfrentamientos políticos. Sería un diálogo distinto. Este actuar «distinto» de la Iglesia, que a veces confunde a algunos e irrita a otros, refleja precisamente esa «distancia crítica» que la Iglesia debe mantener respecto a la política activa y partidista. Precisamente el no compromiso con ninguno posibilita la capacidad de acercarse a todos, porque «distancia crítica» no es ausencia.

Pero el cardenal Sodano ha hablado concretamente de «democracia». La Iglesia –la Doctrina o Enseñanza Social de la Iglesia para ser más específicos– ofrece una percepción propia de la democracia. Los Papas del siglo XX aportaron sus ideas al respecto. Uno de ellos fue Pío XII, quien afirmó que el interés de la Iglesia sobre el asunto se dirige no tanto «a su estructura y organización exterior –las cuales dependen de las aspiraciones peculiares de cada pueblo–, cuanto al hombre como tal» que es «sujeto, fundamento y fin» de la sociedad. «Cuando se aboga por una «mayor y mejor democracia» –añadía el pontífice– semejante exigencia no puede tener otro significado que el de colocar al ciudadano en condiciones cada vez mejores de tener su propia opinión personal, y de expresarla y hacerla valer de manera conducente al bien común» («El Problema de la Democracia», radiomensaje de Navidad, diciembre 1944).

Para la Iglesia no se trata pues, de la batalla entre el capitalismo y el socialismo o entre revolucionarios y contrarrevolucionarios, criterios estos no tan objetivos sobre los cuales mantiene aquella «distancia crítica» que no siempre es entendida. Para la Iglesia se trata de la preeminencia de la persona humana sobre toda postura ideológica. La «desilusión» de Juan Pablo II referida por el cardenal Sodano no es motivada por la existencia en Cuba de un Gobierno que se declarara socialista, sino por la decisión tomada bajo este Gobierno para imponer duras sanciones a personas que expresaron o expresan «su propia opinión personal» y la hacen valer «de manera conducente al bien común», o por la decisión judicial, bajo este mismo Gobierno, que condenó a muerte a tres frustrados secuestradores.

La Doctrina Social de la Iglesia, que no es dogma y sí evoluciona al paso que evoluciona la sociedad humana, se sostiene en este principio invariable que coloca al hombre por encima de todo proyecto social, económico o político, «siempre», aún cuando algunos consideran, basados en presupuestos ideológicos, que no hay nada qué hacer.

Si esta acción pública de la Iglesia –la verdadera misión profética– no manifestara también esa paradójica convicción de creer siempre en la humanidad salvable de los hombres, en su capacidad regenerativa y su vocación superior, si la Iglesia no creyera en la posibilidad de buscar el bien que hay en todo ser humano –no en unos sí y en otros no, sino en todos–, aún cuando los mismos hombres cometan actos repudiables, ¿para qué predicar sobre el amor y la salvación, la fraternidad y la solidaridad, la misericordia y la reconciliación? ¿De qué Dios estaríamos hablando?

Ciertamente no sería del Jesús del Evangelio que fue crucificado para salvar a todos, que no hizo caso de Herodes «el zorro» ni se comprometió a encabezar una revuelta contra el Imperio romano.
Por otro lado, detrás de la «posición positiva» del Vaticano que mantiene abierta las puertas para el diálogo, está también la defensa de determinados valores humanos que constituyen el verdadero fin de la democracia: la libertad, la justicia y la participación de todos los ciudadanos en la búsqueda del bien común. «Son valores –ahora sí en palabras de Juan Pablo II– que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover» («Evangelium vitae», 71).

¿Serán escuchados los cubanos que, inspirados en el pensamiento cristiano o en otras concepciones filosóficas, desean comprometerse con el bien común y el futuro de la Patria? ¿Serán escuchados los obispos cubanos, cuyo más claro llamado al diálogo fue lanzado hace ya diez años? ¿Será escuchada la Iglesia, abierta al diálogo porque está convencida de que «en todos los hombres existe una base para conversar» y desea así ayudar a todos, tanto gobernantes como gobernados? ¿Será escuchado el Santo Padre y su oferta de diálogo ofrecida por el cardenal Angelo Sodano, quien tiene la esperanza de que el liderazgo cubano pueda «llevar a este pueblo hacia nuevas metas de democracia»?

Al menos hasta ahora no se ha respondido positivamente a la «posición positiva» del Vaticano que incluía la solicitud de «un gesto significativo de clemencia hacia los condenados»: las duras sanciones contra los disidentes fueron ratificadas.

Para el Gobierno cubano no hay país o gobierno en el mundo con la autoridad moral suficiente para condenar, cuestionar o criticar la política oficial cubana. Sólo el Papa y la Santa Sede han estado excluidos del rechazo oficial, hasta ahora. ¿Evidente reconocimiento de la autoridad moral del Papa? Tal vez. Quizás también porque el Estado Vaticano, por su misma naturaleza –«distinta»–, no condena ni critica en alianzas, no impone sanciones, rechaza el mal y no a las personas. Sin embargo, su influencia es moral y depende exclusivamente de la voluntad de quienes le escuchan, si le escuchan. Pero si el Gobierno cubano valorara como positiva la actitud del Vaticano, que no es diferente de aquella que desea manifestar la Iglesia en Cuba, habría esperanzas.

Pero supongamos que no se abren nuevos espacios de participación democrática y económica para los ciudadanos. Cuba seguirá teniendo disidentes, más activos o menos activos, con o sin apoyo exterior, simplemente porque no todos pensamos igual sobre la realidad social; y tendremos más «agentes» infiltrados y más desconfianza prolongando esta especie de «guerra fría» interior; tendremos más condenados a largas sanciones y se acumulará el descontento, quizás no para todos pero sí para una parte importante de los cubanos, nunca despreciable aunque fuera pequeña, y no es fuerte una sociedad donde se habla de «nosotros» y «ellos». En lo económico, Cuba es un país con grandes recursos humanos, con una población instruida y técnicamente capacitada para nuevos retos, pero limitada para crear mayores riquezas económicas. Si nada cambiara, entonces Cuba seguirá siendo un país pobre acumulando su deuda que, para mantener las actuales estructuras sociales y políticas –aunque no para crecer económicamente– dependerá más de los vaivenes del turismo internacional, de las inversiones extranjeras –que seguirán siendo insuficientes–, de más ayudas humanitarias y más envíos de dólares de los que emigraron; y habrá una población que mayormente sobreviva con escasez de alimentos, ropa y otros renglones de primera necesidad; continuaría así creciendo el robo y la corrupción, que son males generados por la miseria económica y también moral.

Lo contrario, mayor apertura democrática y económica, no traería el paraíso. No existe en la Tierra. Pero se renovaría la esperanza en el futuro, la confianza entre las personas y el compromiso social, y así menos cubanos desearían emigrar. Los nuevos problemas que surjan, inevitables en cualquier sociedad, serían resueltos entre cubanos, soberanamente, por leyes o por otras vías civilizadas en un mayor nivel de cohesión social, que no significa consenso total. El potencial de una población instruida podría generar mayores riquezas y la sociedad sería más justa. Sí, más justa. ¿No hablaban más o menos de esto aquellas cinco «leyes revolucionarias» que se hubieran pronunciado si el ataque al Cuartel Moncada, hace cincuenta años, hubiera tenido éxito?: 1) devolver al pueblo la soberanía y proclamar la constitución de 1940 como la verdadera ley suprema del Estado…; 2) conceder la propiedad inembargable e intransferible de la tierra a todos los colonos, subcolonos, etc., que ocupasen parcelas de cinco o menos caballerías de tierra…; 3) otorgar a los obreros y empleados el derecho a participar del treinta por ciento de las utilidades en todas las grandes empresas…; 4) conceder a todos los colonos el derecho a participar del cincuenta y cinco por ciento del rendimiento de la caña…; 5) confiscar todos los bienes a todos los malversadores de todos los gobiernos… (Fidel Castro, «La Historia me absolverá»). No sé si en la práctica todo esto hubiera sido posible, pero de la justicia de estas «leyes» no implementadas no tengo dudas.

No se trata de volver al pasado, como algunos rápidamente suelen interpretar. Al pasado no volveremos jamás, es imposible. Tampoco el pasado debe secuestrar el presente ni el presente hipotecar el futuro, porque nos debe preocupar una ley que castiga el disentir respetuoso o que tantos deseen emigrar y otros no quieran expresar lo que piensan por temor a sufrir prisión o marginación. Se trata de darnos una mejor oportunidad a nosotros mismos, a todos, sin exclusión, ahora.

No sé si de esto se hablaría en un supuesto diálogo ofrecido por la Santa Sede; es sólo mi opinión como católico y como cubano. En este momento particular se trata ante todo de una cuestión moral, que sólo es política en el amplio sentido de la palabra: el bien común. Y éste no se logra por un igualitarismo que resta humanidad ni por la suma de determinados bienes sociales. El bien común es el fruto que surge de un entramado de condiciones sociales que permite a los individuos y a todos los grupos de la sociedad vivir a plenitud, donde nadie queda olvidado o marginado porque cada uno es responsable del otro.

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ZENIT Staff

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