MADRID, 29 julio 2003 (ZENIT.org).- El viernes pasado, la ministra de Sanidad en España, Ana Pastor, anunció la reforma de la Ley sobre Técnicas de Reproducción Asistida (1988) a fin de «llenar el vacío legal existente» para los embriones crioconservados de más de cinco años.

La reforma, que pretende además reducir el número de óvulos fecundados en cada procedimiento de fecundación «in vitro», pone en manos de los padres biológicos la decisión sobre el destino de los embriones sobrantes. Éstos podrían ser utilizados para la investigación en caso del consentimiento de los progenitores.

El semanario Alfa y Omega publicó recientemente un artículo en el que Ramón Lucas Lucas, L.C. miembro de la Academia Pontificia para la Vida, constata la limitación de la modificación --puesto que se refiere sólo a los embriones crioconservados-- y destapa el callejón sin salida al que han conducido las Técnicas de Reproducción Asistida.

Por su interés, reproducimos el texto íntegro del artículo.

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La crioconservación de embriones
Una interferencia abusiva

Circunscribiendo la reflexión a la crioconservación de embriones, quiero hacer algunas observaciones que clarifiquen el estado de la situación, y coloquen la propuesta de modificación de la Ley sobre técnicas de reproducción asistida en su justa perspectiva.

La crioconservación es una suspensión del desarrollo embrionario. Mediante congelación en nitrógeno líquido, individuos humanos generados son conservados a temperaturas muy bajas en una inmovilidad biológica. Esto constituye una interferencia abusiva sobre el ciclo vital. Una vida humana, una vez originada, debe seguir su curso natural, que nadie puede interrumpir ni suspender. La continuidad temporal e histórica es un bien intrínseco a la vida humana, propia de la persona, y un derecho. La edad es más que una connotación temporal: es una coordenada de la vida personal que la identifica en la condición corpórea (espacio-temporal). Alterarla, provocando un vacío de tiempo en la existencia de una persona, es un arbitrio y una imposición. Detener el ciclo vital de un embrión humano es expresión de voluntad de poder, con el que unos poderosos deciden sobre otros, débiles e indefensos. La crioconservación no interrumpe la vida: ésta está allí –congelada, depositada– como un producto de consumo, al lado de muchos otros, preparada para cuando haga falta. Su dignidad se reduce al valor de uso, sujeto también a caducidad, desde el momento que nadie puede garantizar la integridad física y la misma vitalidad de un embrión congelado, a causa de los tiempos y de las modalidades de congelación. Así al poder le sucede la violencia con que éste se libera de vidas caducas, inservibles, o inviables.

Descongelación de embriones

Creo que, para poder hacer un juicio ético equilibrado, hay que distinguir bien los actos humanos. Un acto es la crioconservación otro acto distinto del anterior es la descongelación. Este segundo acto –independiente del primero– puede ser negativo –como el primero– si se hace para manipular o eliminar al embrión; será, por el contrario, positivo si se hace para devolverle su estado normal de desarrollo en el útero materno. Frente a la falta de un útero materno, la permanencia en estado de crioconservación parece la única alternativa para preservar el bien primario que es la vida del embrión.

En la adopción de embriones, también hay que distinguir bien los actos que el hombre realiza: uno es la crioconservación; otro, el abandono por parte de los padres naturales; otro, la posible adopción por parte de los padres que libremente lo soliciten.

Cada uno de los tres actos es independiente de los otros. El criterio que rige es el bien primario y principal: la vida del embrión. A dos actos ya negativos en sí (crioconservación y abandono), no se puede impedir que siga uno positivo, ni se le puede a éste último atribuir el carácter negativo, por el hecho de que los otros lo sean. Cierto que a nadie se le puede imponer la adopción, pero tampoco impedir. Tampoco este acto de amor adoptivo implica justificación de los actos negativos anteriores; es diferente de ellos y se hace como medio extremo para salvar el bien principal: la vida de un ser humano. Del mismo modo que la adopción de adulto no justifica el abandono hecho por los padres, ni tampoco una desestima de la maternidad natural, tampoco en el caso de la adopción de embriones.

La adopción no parece una solución práctica del problema de los miles de embriones congelados. De hecho, no se puede obligar a nadie a adoptar embriones congelados; algunos embriones quedarían congelados y seguiríamos sin saber qué hacer con ellos. Todo esto es verdad y muestra el callejón sin salida al que lleva la crioconservación. Pero también aquí hay que distinguir lo práctico de lo ético. Evidentemente, hay que buscar una solución para todos los embriones congelados. Pero, puesto que el mal ya está hecho, cualquier solución comporta riesgos negativos. Se trata de ver cuál, de todas las posibles, es la menos mala. Y habrá que ponerla tanto cuanto sea posible. Y cuando no sea posible dar esa solución, buscar la siguiente menos mala. Por otra parte, el no poder resolver el problema por completo no implica que no se pueda hacer, y debe hacerse lo posible para resolver, al menos, parte del problema. Una cosa es ser la única solución aceptable y otra ser la menos mala. Si partimos de que el mal está ya dado, ninguna solución es aceptable como buena, sino como mal menor.

Lo práctico... y lo ético

Creo que es desde esta perspectiva, desde donde hay que ver el proyecto de ley que el Gobierno quiere aprobar. Es loable la intención de reducir el daño y de dar solución práctica a un problema grave. Aunque tardío, hay que apreciar el esfuerzo por dar solución a situaciones de inseguridad jurídica y a problemas de un calado ético y sanitario considerable, causados por la ley 35/1988. Es, finalmente, de alabar que se intervenga de un modo que, en la situación nacional actual, quizás sea la única manera concreta de intervenir. Pero no se engañe el Gobierno: los ciudadanos y los electores nos damos cuenta de lo que es práctico y de lo que es ético. El ideal ético es el respeto a todos nuestros semejantes y la no experimentación con ellos. Aunque sea por etapas, hacia ahí hay que caminar. En la etapa actual, la no experimentación debería quedar garantizada, tanto más, cuando la ciencia nos ofrece hoy alternativas válidas para lograr los resultados terapéuticos que se pretenden mediante la experimentación con embriones.

Ramón Lucas Lucas, L.C.
Miembro de la Academia Pontificia para la Vida
Profesor de Antropología Filosófica y Bioética en la Universidad Pontificia Gregoriana (Roma)