CIUDAD DEL VATICANO, 23 julio 2003 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar el Salmo 146, canto al «Poder y bondad de Dios».
Alabad al Señor, que la música es buena;
nuestro Dios merece una alabanza armoniosa.
El Señor reconstruye Jerusalén,
reúne a los deportados de Israel;
él sana los corazones destrozados,
venda sus heridas.
Cuenta el número de las estrellas,
a cada una la llama por su nombre.
Nuestro Señor es grande y poderoso,
su sabiduría no tiene medida.
El Señor sostiene a los humildes,
humilla hasta el polvo a los malvados.
Entonad la acción de gracias al Señor,
tocad la cítara para nuestro Dios,
que cubre el cielo de nubes,
preparando la lluvia para la tierra;
que hace brotar hierba en los montes,
para los que sirven al hombre;
que da su alimento al ganado
y a las crías de cuervo que graznan.
No aprecia el vigor de los caballos,
no estima los jarretes del hombre:
el Señor aprecia a sus fieles,
que confían en su misericordia.
1. El Salmo que se acaba de entonar es la primera parte de una composición que comprende también el Salmo sucesivo, el 147, que el original hebreo mantiene en su unidad. Las antiguas versiones griega y latina dividieron el canto en dos Salmos distintos.
El Salmo comienza con una invitación a alabar a Dios y después enumera una larga serie de motivos de alabanza, expresados todos en presente. Se trata de obras de Dios consideradas como características y siempre actuales; sin embargo son de naturaleza muy diferente: algunas afectan a las intervenciones de Dios en la existencia humana (Cf. Salmo 146, 3.6.11) y en particular a favor de Jerusalén y de Israel (Cf. v. 2); otras afectan al universo creado (Cf. versículo 4) y de manera especial a la tierra con su vegetación y animales (Cf. versículos 8-9).
Describiendo a aquel en quien se complace el Señor, el Salmo nos invita a una doble actitud: de temor religioso y de confianza (Cf. versículo 11). No estamos abandonados a nosotros mismos o a las energías cósmicas; estamos siempre en las manos del Señor, según su proyecto de salvación.
2. Después de la invitación festiva a la alabanza (Cf. versículo 1), el Salmo se desarrolla en dos movimientos poéticos y espirituales. En el primero (Cf. versículos 2-6) se introduce ante todo en la acción histórica de Dios, presentado con la imagen de un constructor que está reedificando Jerusalén, que ha vuelto a la vida tras el exilio de Babilonia (Cf. versículo 2). Pero este gran artífice, el Señor, se revela también como un padre que se inclina sobre las heridas interiores y físicas, presentes en su pueblo humillado y oprimido (Cf. versículo 3).
San Agustín, en la «Exposición del Salmo 146», pronunciada en Cartago, en el año 412, comentaba así esta frase: «El señor cura al que tiene el corazón roto». «Quien no tiene el corazón roto no puede ser curado… ¿Quiénes tienen el corazón roto? Los humildes. Y, ¿quiénes son los que no lo tienen? Los soberbios. El corazón roto es curado; el corazón lleno de orgullo es abatido. Es más, con probabilidad, si se abate es precisamente para que, una vez roto, pueda ser enderezado, pueda ser curado… «Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas»… Es decir, cura a los humildes de corazón, a los que se confiesan, a los que expían, a los que se juzgan con severidad para poder experimentar su misericordia. A ése le cura. Sin embargo la salud perfecta sólo se podrá alcanzar al final del estado mortal presente, cuando nuestro ser corruptible se revista de incorruptibilidad y nuestro ser mortal se revista de inmortalidad» (5-8: «Exposiciones sobre los Salmos» –«Esposizioni sui Salmi»–, IV, Roma 1977, pp. 772-779).
3. Pero la obra de Dios no se manifiesta sólo cuando cura al pueblo de los sufrimientos. Él, que rodea de ternura y cariño a los pobres, es juez severo de los impíos (Cf. versículo 6). El Señor de la historia no es indiferente ante los prepotentes que creen ser los únicos árbitros de las vicisitudes humanas: Dios hunde en el polvo de la tierra a quienes desafían el cielo con su soberbia. (Cf. 1 Samuel 2,7-8; Lucas 1, 51-53).
La acción de Dios, sin embargo, no se agota en su señorío sobre la historia; es también el rey de la creación, todo el universo responde a su llamamiento de creador. No sólo es capaz de contar toda la incontable serie de las estrellas, sino que puede atribuirles a cada una un nombre, definiendo por tanto su naturaleza y características (Cf. Salmo 146, 4).
El profeta Isaías cantaba: «Alzad a lo alto los ojos y ved: ¿quién ha hecho esto? El que hace salir por orden al ejército celeste, y a cada estrella por su nombre llama» (40, 26). Los «ejércitos» del Señor son las estrellas. El profeta Baruc añadía: «brillan los astros en su puesto de guardia llenos de alegría, los llama él y dicen: ¡Aquí estamos!, y brillan alegres para su Hacedor» (3,34-35).
4. Después de una nueva invitación gozosa a la alabanza (Cf. Salmo 146, 7), comienza el segundo movimiento del Salmo 146 (Cf. versículos 7-11). En la escena vuelve a aparecer la acción creadora de Dios en el cosmos. En un paisaje con frecuencia árido, como el oriental, el primer signo del amor divino es la lluvia que fecunda la tierra (Cf. versículo 8). De este modo, el Creador prepara la mesa para los animales. Es más, se preocupa de dar de comer a los seres vivientes más pequeños, como las crías de cuervo que graznan de hambre (Cf. versículo 9). Jesús nos invitará a mirar «las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta» (Mateo 6, 26; Cf. también Lucas 12, 24 con la referencia explícita a los «cuervos»).
Pero una vez más, la atención se dirige a la creación de la existencia humana. De este modo el Salmo se concluye mostrando al Señor que se inclina sobre el que es justo y humilde (Cf. Salmo 146, 10-11), como ya se había declarado en la primera parte del himno (Cf. versículo 6). A través de dos símbolos de potencia, el caballo y los jarretes del hombre, se presenta la actitud divina que no se deja conquistar ni atemorizar por la fuerza. Una vez más la lógica del Señor ignora el orgullo y la arrogancia del poder, poniéndose más bien de parte de quien es fiel y «confía en su misericordia» (versículo 11), es decir, quien se abandona a la guía de Dios, en su actuar y pensar, en sus planes y en su vida cotidiana.
Entre éstos tiene que colocarse también el orante, fundando su esperanza en la gracia del Señor, seguro de estar envuelto por el manto del amor divino: «Los ojos del Señor están sobre quienes le temen, sobre los que esperan en su amor, para librar su alma de la muerte, y sostener su vida en la penuria… En él se alegra nuestro corazón, y en su santo nombre confiamos» (Salmo 32, 18-19. 21).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, el Santo Padre hizo esta síntesis en inglés]
Queridos hermanos y hermanas:
El Salmo 146, que comentamos hoy, es una invitación a alabar a Dios. Hay muchos motivos para ello, pues Él manifiesta siempre su amor a través de sus numerosas intervenciones en favor del universo creado y, en particular de la historia de cada persona y de la humanidad en las más diversas circunstancias. Estos prodigios han de suscitar un sentimiento de confianza y de religioso temor al Dios todopoderoso.
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En especial los Miembros de la Obra Misionera Ekumene en el cincuenta aniversario de su fundación, así como a los participantes en el Campus Universitario promovido por la Archidiócesis de Valencia, y también a los fieles de México venido
s con la imagen del Inmaculado Corazón de María en este Año del Rosario. A todos os invito a hacer de vuestra vida una alabanza a Dios. Muchas gracias por vuestra atención.