P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.
JUAN PABLO II A LA IGLESIA UNIVERSAL:
LA CARTA «NOVO MILLENNIO INEUNTE»
Madrid, 20 Diciembre 2003
Antes de hacer una reflexión sobre la carta apostólica Novo millennio ineunte, quisiera hacer alguna alusión sobre mi relación con Juan Pablo II y sobre el cargo de Predicador de la Casa Pontificia que cubro desde hace veinticuatro años. Precisamente ayer por la mañana tuve la última predicación de Adviento ante la presencia del Papa. Al final lo saludé, informándole de esta celebración en su honor, aquí en Madrid, a donde estaba para llegar y él me ha autorizado a transmitiros, incluso de viva voz, su saludo.
Hago esta premisa no para hablar de mí, sino porque esto manifiesta un aspecto de la persona del Papa que escapa, de ordinario, a la atención de los medios de comunicación social. El martes pasado, en el palacio del Parlamento italiano, en Montecitorio, se proyectó en primera visión un documental titulado «Juan Pablo II, testigo del invisible» destinado a pasar pronto por las pantallas de muchas televisiones europeas y no. El documental ha podido utilizar todo el repertorio de imágenes que posee el Centro Televisivo Vaticano.
Ver sintetizados en un hora veinticinco años de acontecimientos y de emociones que han tocado el mundo entero; imágenes impresas hasta ahora en la memoria colectiva e imágenes inéditas; el papa frente a multitudes inmensas y a tu por tu con un niño, con los amigos de infancia o con los enfermos… De muchos personajes se dice que son fuertes con los débiles y débiles con los fuertes». (Esto es al menos lo que en Italia los gobiernos de la izquierda reprochan a los de la derecha y los gobiernos de la derecha a los de la izquierda: ser fuerte con las categorías débiles y débil con las categorías fuertes). De Juan Pablo II se debe decir exactamente lo contrario. El ha sido fuerte con los fuertes, con los grandes de la tierra, y «débil», hasta la ternura, con los débiles, esto es con los pequeños, los pobres, los enfermos.
La impresión que se tiene al final es la de una personalidad gigantesca. Al final de la proyección, al saludar a uno de los cardenales presentes, el Card. Giovanni Battista Re, le he dicho: «Ahora, qué hacer, el Viernes próximo, para hablar a una tal persona?». Me ha producido un cierto temor la idea de tener que venir hoy a hablaros a vosotros de Juan Pablo II aquí en Madrid. Entonces he decidido escoger otro camino: de no hablaros del Juan Pablo II, hombre público que todos conocen, sino de un Juan Pablo II más íntimo y más cercano a nosotros, un cristiano entre otros cristianos.
Pocos saben que el papa cada viernes por la mañana, en Adviento y en Cuaresma, deja a un lado todo y a todos y se dirige a escuchar la predicación de un sencillo sacerdote de la Iglesia católica. El Predicador de la Casa Pontificia, llamado también Predicador Apostólico, tiene cada viernes, en Adviento y en Cuaresma, una meditación en presencia del Papa, Cardenales, Obispos, Prelados y Superiores Generales de las Órdenes Religiosas. Las predicaciones se tienen en la Capilla Redemptoris Mater, excepto el viernes santo cuando la predicación se tiene en la basilica de S. Pedro, durante la liturgia de la Pasion presidida por el Papa.
El nombramiento tiene lugar así: el superior general de la Orden de los Capuchinos presenta al Papa para su elección tres nombres y el Papa elige uno. Hace veinticuatro años, al comienzo de 1980, la elección recayó sobre mi. Quizás sólo porque me llamo Cantalamessa, un nombre tranquilizador para un Papa… Hasta el año anterior yo era Profesor de Historia de los orígenes cristianos en la Universidad Católica del Sagrado Corazón de Milán, pero había dejado la enseñanza para dedicarme a tiempo pleno a la predicación de la palabra y a la llegada del Reino. No imaginé jamás que el lugar donde debía comenzar a predicar el Reino de Dios fuese precisamente el Vaticano…
Realmente es el papa el que hace la predicación a mí y al resto de la Iglesia, con el aprecio que demuestra, de este modo, hacia la palabra de Dios. Él no falta nunca a la cita. Una vez faltó dos viernes porque estaba en viaje por América central. Volviendo la vez siguiente se separó de los secretarios y vino directamente a mí pidiendo disculpas por haber faltado a dos predicaciones. A veces pregunto a la gente en ni predicación: «Y vosotros, ¿habéis ido alguna vez a vuestro párroco a pedirle disculpas por haber faltado a la homilía del domingo anterior?».
La humildad y la simplicidad del papa en este contexto es increíble. Durante la segunda Cuaresma que prediqué a la Casa Pontificia, en 1981, tuve ocasión de tocar el tema del demonio. El Prefecto de la Casa Pontificia de aquel entonces, me confesó que, acompañando al papa después de la predicación a sus apartamentos, le dijo: «Ahora, Santidad, sabemos que el predicador cree en la existencia del demonio; es una buena señal, piensa como el papa». El papa le respondió: «La buena señal es que el papa piensa como el predicador».
A veces la gente me pregunta: ¿qué siente cuando debe predicar ante el papa? Respondo: «Si tuviese que predicar una doctrina mía sentiría pavor, pero predicando la palabra de Jesús estoy tranquilo. Sé que ésta es una palabra que merece escucharse; está siempre a la altura de las circunstancias; Él tiene palabras de vida eterna para todos».
Me preguntan también qué impresión se tiene de este papa cuando se está cerca de él. Dos cosas me han impresionado siempre de él. La primera es su constante actitud de oración. Parece que está siempre dialogando con una presencia invisible. La segunda es aquella que yo llamaría sobriedad. Incluso en los momentos de mayor éxito sobre la escena política mundial, cuando, incluso por su acción, caían uno tras el otro todos los regímenes totalitarios del Este, nunca ha dado un signo de complacencia o de embriaguez por el éxito. Ante cualquier tentativo de aludir a tal hecho, respondía: «Demos gracias a Dios, demos gracias a Dios».
Precisamente en aquel tempo recuerdo que en Cuaresma dediqué un ciclo de predicación al Éxodo y a la figura de Moisés. Estaba en la mente de todos que fuese él, en aquel momento, el Moisés de la situación, el que enfrentaba a los nuevos Faraones, con la única fuerza de la fe. Cité el canto negro spiritual que dice: «Go down Moses in Egypt land: tell old Pharao: Let my people go»: Ve, Moisés, baja a Egipto y dí al viejo Faraón: ¡Deja marchar a mi pueblo!» Después de la predicación, como de costumbre, el papa se entretuvo un poco para comentar. Repetía entre sí: «Let go my people, let go my people». Tuve que corregir al papa en su inglés: «No, Santidad: Let my people go». «Ah, es verdad: Let my people go».
2. La carta apostólica Novo millennio ineunte
Ahora sabéis por qué motivo he sido invitado a esta vuestra celebración por el XXV aniversario del pontificado de Juan Pablo II; podemos, por consiguiente, pasar a decir algo sobre el tema anunciado: «Juan Pablo II a la Iglesia universal: la carta Novo Millennio Ineunte». Escuchemos la introducción de la carta:
«Al comienzo del nuevo milenio, mientras se cierra el Gran Jubileo en el que hemos celebrado los dos mil años del nacimiento de Jesús y se abre para la Iglesia una nueva etapa de su camino, resuenan en nuestro corazón las palabras con las que un día Jesús, después de haber hablado a la muchedumbre desde la barca de Simón, invitó al Apóstol a ‘remar mar adentro’ para pescar: Duc in altum (Lc 5,4). Pedro y los primeros compañeros confiaron en la palabra de Cristo y echaron las redes. ‘Y habiéndolo hecho, recogieron una cantidad enorme de peces’ (Lc 5,6). ¡Duc in altum! Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos
invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro: ‘ Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre’ (Hb 13,8)».
Estas palabras iniciales indican el tono y el estilo de este singular documento pontificio. Todo él, es una apasionada invitación a la confianza en Cristo y en el futuro de la Iglesia. Es como si el timonero de la barca de Pedro, antes de despedirse de su servicio, quisiera imprimir un enérgico empuje a la barca y a cuantos están enzima para lanzarlos al mar abierto, hacia una nueva temporada en la pesca de los hombres.
La carta se divide en cuatro partes. La primera parte –«La herencia del Gran Jubileo»- es una valoración de los resultados y de las gracias del Jubileo del Año 2000; la segunda parte –«Un rostro para contemplar»- está dedicada a Cristo en su misterio pascual de pasión y de resurrección; la tercera parte es una llamada apasionada de todos los bautizados a la santidad, fin último de toda la actividad pastoral de la Iglesia; la cuarta parte –«Testigos del amor»- está dedicada a la Iglesia, a su naturaleza y misión.
En ésta conversación me limito a ilustrar el tema central de la parte dedicada a la Iglesia que está más que nunca de actualidad en este momento – la Iglesia como comunión – para recoger finalmente la llamada al valor y a la confianza que concluye la carta, con el movimiento: «Caminemos con esperanza!».
3. La Iglesia es comunión
«Otro aspecto importante en que será necesario poner un decidido empeño programático, en el ámbito tanto de la Iglesia universal como de las Iglesias particulares, es el de la comunión (koinonía) que encarna y manifiesta la esencia misma de la Iglesia. La comunión es el fruto y la manifestación de aquel amor que, surgiendo del corazón del eterno Padre, se derrama en nosotros a través del Espíritu que Jesús nos da (cf Rom 5, 5), para hacer de todos nosotros «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32). Realizando esta comunión de amor, la Iglesia se manifiesta como «sacramento», o sea, «Signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano».
Con estas palabras de la carta apostólica Novo millennio ineunte, Juan Pablo II no solo recoge y sintetiza la doctrina del Vaticano II sobre la Iglesia como comunión, sino que le hace dar un paso adelante. «La comunión encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia», dice el Papa: la Iglesia es, pues, comunión.
Sabemos que no siempre fue así. En los años de mis estudios teológicos a la Iglesia no se la definía como comunión, sino como una «sociedad perfecta inmediata y voluntariamente instituida por Cristo». «Una sociedad humana –decía el Cardenal Belarmino – tan visible y palpable como la de la antigua Roma, o del reino de Francia o de la republica de Venecia».
Los textos que estudiábamos se habían redactado después de la encíclica Mystici corporis de Pío XII y, por consiguiente, no se pasaba por alto que la Iglesia es también cuerpo místico de Cristo y que ambas realidades están estrechamente unidas. Pero el modo de unión de estos dos aspectos no aparecía todavía muy claro y la Iglesia, en su aspecto visible y social, no se concebía esencialmente como comunión, sino como una «estratificación de clases y estados, unos más perfectos que otros, en sentido descendente desde la cumbre a la base». Era la idea llamada piramidal de la Iglesia. Antes de la comunión venía la jerarquía, y las varias distinciones entre Iglesia docente e Iglesia discente, clero y fieles, religiosos y laicos, superiores y súbditos.
Ahora, por el contrario, se pone el acento en la fundamental igualdad de todos los miembros del pueblo de Dios. Todos los fieles, sea cual sea su posición en la Iglesia, forman parte de este pueblo, por la común participación de los bienes salvíficos y en la misión. La unidad de la «existencia cristiana» y de la misión precede y funda la distinción de funciones y ministerios. El cuerpo de la Iglesia aparece como una comunión de hermanos, estructurada de acuerdo con la diversidad de vocaciones, pero en la cual, la distinción de funciones y carismas no anula la radical igualdad de las personas .
El papa añade en su carta:
«Por tanto, así como la prudencia jurídica, poniendo reglas precisas para la participación, manifiesta la estructura jerárquica de la Iglesia y evita tentaciones de arbitrariedad y pretensiones injustificadas, la espiritualidad de la comunión da un alma a la estructura institucional con una llamada a la confianza y apertura que responde plenamente a la dignidad y responsabilidad de cada miembro del pueblo de Dios».
Como se ve, se ha invertido la relación entre comunión y jerarquía: la jerarquía es quien está al servicio de la comunión y no a la inversa. Se considera a la comunión como «el alma de la institución». Ésta pasará, lo que quedará eternamente de la Iglesia será la comunión. En el lenguaje de S. Agustín, cesará la communio sacramentorum, quedará la communio sanctorum.
Otro punto en el que se puede medir el camino recorrido por la eclesiología en este medio siglo, y recibido por el Papa en su carta, consiste en la fuente y modelo último de la comunión eclesial. El prototipo de la comunión eclesial no es ya sólo Cristo, es decir la unión en él de la humanidad y divinidad, es la misma Trinidad. El Papa dice que la unidad de Cristo con el Padre es «el lugar de donde nace la unidad de la Iglesia y como don perenne que, en él, recibirá misteriosamente hasta el fin de los tiempos».
El modelo cristológico se integra con el modelo trinitario y, en consecuencia, con el pneumatológico. Así como en la Trinidad el Espíritu es una especie de «nosotros» divino, en el que se unen el «yo» del Padre y el «tú» del Hijo, del mismo modo en la Iglesia él es el que hace de una multitud de personas una «sola persona mística».
Se descubre el papel vital del Espíritu Santo como «alma de la Iglesia», con todo lo que esto comporta en el modo de concebir la Iglesia. Esta no viene considerada solo como institución, sino también como misterio. Se reafirma así la importancia de los carismas en la construcción de la Iglesia y, por consiguiente, de los laicos que son los portadores .
Es como si fueran reactivados, en la práctica, los dos pulmones de la Iglesia. Son reafirmadas las dos direcciones desde las que sopla el Espíritu: desde arriba, a través de los sacramentos instituidos por Cristo y confiados al ministerio apostólico, y desde abajo, desde las células del cuerpo, que son lo miembros de la Iglesia. Sabemos que de esta manera los carismas no han entrado sólo en la teología, sino también en la vida de la Iglesia. Los movimientos eclesiales, y entre ellos la Renovación carismática, son signos de esta novedad en la Iglesia post-conciliar.
5. Una espiritualidad de comunión
La carta del Papa exhorta a pasar de las discusiones y clarificaciones doctrinales a la actuación práctica y a construir una espiritualidad de comunión. Dice:
«Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades».
En este contexto la carta toca también el problema de la comunión en la cima de la Iglesia. Escribe:
«¿Cómo no pensar, ante todo, en los servicios específicos de la comunión que son el ministerio petrino y, en estrecha relación con él, la colegialidad epis
copal? Se trata de realidades que tienen su fundamento y su consistencia en el designio mismo de Cristo sobre la Iglesia, pero que precisamente por eso necesitan de una continua verificación que asegure su auténtica inspiración evangélica.
También se ha hecho mucho, desde el Concilio Vaticano II, en lo que se refiere a la reforma de la Curia romana, la organización de los Sínodos y el funcionamiento de las Conferencias Episcopales. Pero queda ciertamente aún mucho por hacer para expresar de la mejor manera las potencialidades de estos instrumentos de la comunión, particularmente necesarios hoy ante la exigencia de responder con prontitud y eficacia a los problemas que la Iglesia tiene que afrontar en los cambios tan rápidos de nuestro tiempo».
En esto campo, en el que entra también la colegialidad episcopal, se ha hecho mucho, pero -come parece reconocer el texto apenas citado – mucho queda aún por hacer.
La comunión eclesial, en su sentido teológico, es más objetiva que subjetiva. Esto es: no es algo que construimos nosotros, es comunión en los bienes objetivos de la salvación que se resumen todos -sacramentos y carismas- en el don del Espíritu Santo. Nuestra tarea fundamental respecto a la misma, no es añadir algo, sino de remover obstáculos que impiden la libre circulación del Espíritu en el organismo de la Iglesia.
Conocemos el peligro que suponen para el cuerpo humano las oclusiones, embolias y estrechamiento de las venas…La embolia más peligrosa en el organismo de la Iglesia es el egoísmo y el protagonismo. También la carta del Papa hace una alusión:
«En fin, espiritualidad de la comunión es saber «dar espacio» al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (Gal 6, 2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias».
6. ¡ Remar mar adentro’
La Novo millennio ineunte concluye, decía, con un vibrante grito de esperanza. La misma comunión eclesial se ve como uno de los motivos de esta confianza en el futuro de la Iglesia. Dice:
«Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo…¿No ha sido quizás para tomar contacto con este manantial vivo de nuestra esperanza, por lo que hemos celebrado el Año jubilar?… Nuestra andadura, al principio de este nuevo siglo, debe hacerse más rápida al recorrer los senderos del mundo. Los caminos, por los que cada uno de nosotros y cada una de nuestras Iglesias camina, son muchos, pero no hay distancias entre quienes están unidos por la única comunión, la comunión que cada día se nutre de la mesa del Pan eucarístico y de la Palabra de vida» .
El papa ¿hubiera hablado así, si su carta hubiese sido escrita algunos meses después, es decir después del 11 de septiembre2001? Yo estoy convencido de que sí, aun cuando las palabras y las exhortaciones del papa después de los acontecimientos recientes y la guerra en Irak han asumido tonos afligidos y preocupados. ¡Ay si en estas circunstancias la Iglesia hubiese dejado de hablar al mundo de esperanza! Sería como dejar de hablar de Dios, porque el Dios cristiano, dice Pablo, es «el Dios de la esperanza» (Rom 15,13).
La Iglesia nace de un movimiento de esperanza. Fue la «esperanza viva» inaugurada por la resurrección de Cristo (cf. 1 Pt 1,3) la que hizo volver a los apóstoles a estar juntos y gritar con júbilo el uno al otro: «¡Ha resucitado, está vivo, se ha aparecido, lo hemos reconocido!». Fue la esperanza la que hizo dar media vuelta a los desconsolados discípulos de Emaús y los encaminó de nuevo hacia Jerusalén. Es preciso despertar de nuevo hoy este movimiento de esperanza si queremos dar un nuevo impulso a la fe.
Sin la esperanza no se hace nada. Un poeta creyente, Charles Péguy, escribió un poema sobre la esperanza teologal. Dice que las tres virtudes teologales son como tres hermanas: dos de ellas son mayores, y una, en cambio, es una niña pequeña. Avanzan juntas de la mano, con la niña esperanza en el centro. Al verlas, parece que son las mayores las que llevan a la niña, sin embargo, es todo lo contrario: es la niña la que lleva a las dos mayores. Es la esperanza la que lleva a la fe y a la caridad. Sin la esperanza todo se detendría .
Lo observamos también en la vida diaria. Cuando llega un momento en que una persona ya no espera nada, se levanta por la mañana y está como muerta. Con frecuencia se quita la vida de verdad, o se deja morir lentamente. Así como, cuando una persona está a punto de desmayarse, le hacemos respirar enseguida algo fuerte, para que reaccione, del mismo modo, cuando vemos que alguien está a punto de desanimarse y abandonar la lucha, tenemos que ofrecerle un motivo de esperanza, mostrarle algo que sea para él una posibilidad, a fin de que se reanime y recobre el aliento.
Cada vez que en el corazón de un ser humano nace un brote de esperanza, es como un milagro: todo se vuelve distinto, a pesar de que nada ha cambiado. Lo mismo ocurre con una comunidad, una parroquia, una orden religiosa, incluso en una nación: si vuelve a florecer en ellas la esperanza, se recuperan, vuelven a atraer nuevas vocaciones y despiertan nuevas energías. No hay ninguna propaganda que pueda hacer lo que consigue hacer la esperanza.
Es la esperanza la que mueve a los jóvenes. En el seno de la familia ocurre lo mismo: estamos en ella, o volvemos a ella de buena gana, si encontramos la esperanza. Así como los fieles, al salir de la Iglesia, antiguamente se pasaban de mano en mano el agua bendita, del mismo modo los cristianos tienen que pasarse de mano en mano, de padre a hijo, la divina esperanza.
Ser sembradores de esperanza es la vocación de los creyentes, su don a la sociedad entera. Después de haber visitado a un enfermo, escribe Kierkegaard, un médico puede recitarle varias medicinas, pero ninguna medicina tendrá sobre el enfermo el efecto benéfico de las palabras del médico: «Yo tengo buenas esperanzas para tu curación!». Para los hombres de hoy, desorientados y «aterrorizados» la Iglesia debe ser el médico que repite: «Yo tengo buena esperanza para tí». Una Esperanza que no viene de los hombres, sino de Dios y que por eso «no desilusiona» (Rom 5,5).
Juan Pablo II ha sido para el mundo entero este «médico» que da esperanza al enfermo. El inició su magisterio pontificio con el grito: «No tengáis miedo: abrid las puertas a Cristo!» y ha dado a su libro autobiográfico, publicado en octubre del 1994, el título «Cruzando el umbral de la esperanza».
En estos días se está fatigosamente tratando de delinear la fisionomía constitucional de la futura Europa unida. El destino de Europa sin embargo no se decide sobre el papel, sino en los corazones, y el corazón de los europeos de nada tiene tanta necesidad como de esperanza. También España, en este momento de su historia, necesita de esperanza. Se dan muchas explicaciones de la tremenda caída de la natalidad en naciones como Italia y España, pero el motivo de fondo es, a mi parecer, la falta de esperanza.
Termino con un recuerdo personal. El día que mi superior general me dio el permiso para abandonar la enseñanza universitaria y dedicarme a tiempo lleno a la predicación del reino, había, en el oficio de lectura un pasaje del profeta Ageo. Dios dijo al sumo sacerdote y a todo el pueblo una vez que éstos habían comenzado a reconstruir el templo:
«¡Mas ahora, ten ánimo, Zorobabel, oráculo de Yahvé; ánimo, Josué, hijo de Yehosadaq, sumo sacerdote, ánimo, pueblo todo de la tierra!, oráculo de Yahvé. ¡A la obra, que estoy yo con vosotr
os!» (Ag 2, 4-5).
Era un lluvioso día de otoño y la plaza de San Pedro, en donde me había retirado a orar al Apóstol, estaba desierta. Sentí el impulso, no se por qué, de alzar la vista hacia la ventana del Santo Padre y me puse a decir fuerte (no había ninguno en los alrededores): «¡Ánimo, Juan Pablo II, sumo sacerdote, ánimo pueblo todo de la tierra, y a trabajar porque yo estoy con vosotros, dice el Señor!».
Pero no todo terminó allí. Tres meses después fui nombrado Predicador de la Casa Pontificia y cuando me encontré por primera vez en la presencia del Papa no pude hacer menos que recordar dicho acontecimiento. Lo compartí con todos y repetí de nuevo aquellas palabras, no como una cita, mas como palabra viva para aquel momento y aquel lugar: «¡Ánimo, Juan Pablo II, sumo sacerdote, ánimo Cardenales y Obispos de la Iglesia católica, ánimo pueblo todo de la tierra, y a trabajar porque yo estoy con vosotros, dice el Señor!».
Si existe un hombre en el mondo al cual no sea necesario recordarle el coraje, todos saben que es precisamente Juan Pablo II, pero yo lo hice de la misma manera. Desde aquel día he repetido muy a menudo las palabras del profeta, en mis giras por el mundo. Hoy tengo la dicha de repetíroslas aquí a vosotros: «¡Ánimo obispos de España, ánimo sacerdotes, ánimo pueblo todo de esta tierra de santos, y al trabajo, porque yo estoy con vosotros, dice el Señor!»