CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 30 junio 2004 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación la homilía pronunciada por Juan Pablo II el martes pasado, durante la Eucaristía que presidió en la Plaza de San Pedro (Vaticano) en la solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, con la participación del Patriarca (ortodoxo) Ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I.
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1. «Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Interrogado por el Señor, Pedro, también en nombre de los otros Apóstoles, hace su profesión de fe.
En ella se afirma el fundamento seguro de nuestro camino hacia la plena comunión. Si, de hecho, queremos la unidad de los discípulos de Cristo, debemos recomenzar desde Cristo. Como a Pedro, también a nosotros se nos pide confesar que Él es la piedra angular, Cabeza de la Iglesia. Escribí en la Carta encíclica «Ut unum sint»: «Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad» (n. 9).
2. Ut unum sint! He aquí de dónde surge nuestro empeño de comunión, en respuesta al ardiente deseo de Cristo. No se trata de una vaga relación de buena vecindad, sino del vínculo indisoluble de la fe teologal por el que estamos destinados no a la separación, sino a la comunión.
Aquello que en el curso de la historia ha roto nuestro vínculo de unidad en Cristo, lo vivimos actualmente con dolor. En esta perspectiva, nuestro encuentro de hoy no es sólo un gesto de cortesía, sino una respuesta al mandato del Señor. Cristo es Cabeza de la Iglesia y nosotros queremos juntos seguir haciendo cuanto sea humanamente posible para superar lo que aún nos divide y nos impide comulgar el mismo Cuerpo y Sangre del Señor.
3. Con estos sentimientos deseo expresarle vivo reconocimiento a usted, Santidad, por Su presencia y por las reflexiones que ha querido proponernos. También me alegra celebrar junto a usted el recuerdo de los Santos Pedro y Pablo, que este año cae en el 40º aniversario del bendito encuentro, ocurrido en Jerusalén, el 5 y 6 de enero de 1964, entre el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras I.
Santidad, deseo agradecerle de corazón que haya acogido mi invitación a hacer visible y reafirmar hoy, con este encuentro nuestro, el espíritu que animaba a aquellos dos singulares peregrinos, quienes dirigieron sus pasos el uno hacia el otro, y eligieron abrazarse por primera vez justamente en el lugar donde nació la Iglesia.
4. Aquel encuentro no puede ser sólo un recuerdo. ¡Es un desafío para nosotros! Nos indica el camino del recíproco redescubrimiento y reconciliación. Camino ciertamente no fácil, ni privado de obstáculos. En el conmovedor gesto de nuestros predecesores en Jerusalén, podemos encontrar la fuerza para superar todo malentendido y dificultad, para consagrarnos sin descanso a este compromiso de unidad.
La Iglesia de Roma se ha dirigido con firme voluntad y con gran sinceridad por la vía de la plena reconciliación mediante iniciativas que se han revelado, de vez en vez, posibles y útiles. Deseo hoy expresar el deseo de que todos los cristianos intensifiquen cada uno por su parte, los esfuerzos a fin de que se apresure el día en que se realice plenamente el deseo del Señor: «Que sean uno» (Jn 17, 11.21). ¡Que la conciencia no nos reproche haber omitido los pasos, haber descuidado las oportunidades, no haber intentado todos los caminos!
5. Bien lo sabemos: la unidad que buscamos es ante todo don de Dios. Somos conscientes, sin embargo, de que el apresuramiento de la hora de su plena realización depende también de nosotros, de nuestra oración, de nuestra conversión a Cristo.
Santidad, en lo que me concierne, me urge confesar que en el camino de la búsqueda de la unidad siempre me he dejado guiar, como por una segura brújula, de la enseñanza del Concilio Vaticano II. La carta encíclica Ut unum sint, hecha pública pocos días antes de la memorable visita de Vuestra Santidad a Roma en 1995, reafirmaba justamente cuanto el Concilio había enunciado en el Decreto sobre el ecumenismo «Unitatis redintegratio», del que este año se celebra el 40º aniversario de promulgación.
Otras veces he podido subrayar, en circunstancias solemnes, y lo recalco también hoy, que el compromiso asumido por la Iglesia Católica con el Concilio Vaticano II es irrevocable. ¡A él no se puede renunciar!
6. A completar la solemnidad y el gozo de la celebración de hoy, a hacerla más rica de contenidos espirituales y eclesiales, contribuye el rito de la imposición del Palio a los nuevos metropolitanos.
Queridos hermanos, el Palio, que hoy recibiréis en presencia del Patriarca Ecuménico, nuestro hermano en Cristo, es signo de la comunión que os une a título especial al testimonio apostólico de Pedro y de Pablo. Os liga al obispo de Roma, Sucesor de Pedro, llamado a desempeñar un peculiar servicio eclesial ante todo el colegio episcopal. Gracias por vuestra presencia y felicidades por vuestro ministerio a favor de Iglesias metropolitanas diseminadas en varias naciones. Os acompaño gustosamente con el afecto y con la oración.
7. «¡Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo! ». ¡Cuántas veces vuelven a mi oración diaria estas palabras, que constituyen la profesión de fe de Pedro! En el precioso icono regalado por el Patriarca Atenágoras I al Papa Pablo VI el 5 de enero de 1964, los dos Santos Apóstoles, Pedro el Corifeo y Andrés el Protóclito, se abrazan en un elocuente lenguaje de amor, por debajo de Cristo glorioso. Andrés fue el primero en situarse en el seguimiento del Señor, Pedro fue llamado a confirmar a sus hermanos en la fe.
Su abrazo bajo la mirada de Cristo es una invitación a proseguir en el camino emprendido hacia la meta de unidad que juntos intentamos alcanzar.
Que ninguna dificultad nos frene. Sino más bien vayamos adelante con esperanza, sostenidos por la intercesión de los Apóstoles y por la materna protección de María, Madre de Cristo, Hijo del Dios vivo.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]