ROMA, domingo, 5 junio 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del profesor Alfonso Carrasco Rouco (de la Facultad de Teología "San Dámaso", Madrid) sobre «La protección por el derecho de la doctrina y la moral» pronunciada en la XXXVI videoconferencia mundial sobre «El Derecho Canónico al servicio de los sacerdotes», organizada el 27 de mayo por la Congregación vaticana para el Clero (www.clerus.org).

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La protección por el derecho de la doctrina y la moral





1. La estructura del CIC 1983 [«Codex Iuris Canonici», por sus siglas en latín: «Código de Derecho Canónico», promulgado por la Autoridad de Juan Pablo II el 25 de enero de 1983. Ndr.] refleja una clara voluntad de recepción del magisterio del Concilio Vaticano II. Así, de acuerdo con los planteamientos de Lumen Gentium, tras la presentación de las "Normas generales", el Código da la precedencia al libro dedicado al "Pueblo de Dios" (libro II), y, siguiendo su descripción de la misión de la Iglesia con el esquema de los tria munera, dedica el libro tercero a la función de enseñar. A este respecto, por otra parte, la constitución Dei verbum había afirmado que la Iglesia transmite la revelación divina "con su doctrina, vida y culto, perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree". Situándose en estos horizontes teológicos, el CIC va a presentar desde el inicio a la Iglesia entera como sujeto de la función de enseñar, renovando los planteamientos del anterior Código, que tomaba como punto de partida el "magisterio eclesiástico".

Esta función está referida, en términos bíblicos y tradicionales, al "depósito de la fe". La relación con este depósito no es entendida, sin embargo, como una "posesión" más o menos estática, sino como una relación viva que implica dos momentos, la acogida y la transmisión. En efecto, la identidad eclesial está constituida por la acogida del "depósito de la fe", que busca su inteligencia íntima y el crecimiento en su comprensión, y por la misión de su comunicación a los hombres, que implica el anuncio y el esfuerzo de exposición, dando razones de la propia esperanza. Por eso, el Código habla de un derecho y un deber originario de predicar el Evangelio, que no son sólo expresión de la voluntad acorde de los miembros de la Iglesia, ni son concesión o están al arbitrio de una autoridad mundana, sino que provienen de la constitución del ser eclesial por Jesucristo mismo, de los dones y la misión que Él ha dado a sus discípulos.

Tras haber defendido así esta competencia originaria en la enseñanza de la fe cristiana, el Código precisa que a ello pertenece también la moral. No le parece necesario al legislador defender más largamente el derecho y deber de la Iglesia con respecto a la verdad revelada; explicita, en cambio, la competencia en cuestiones morales, porque ésta es puesta hoy en cuestión, a veces desde posiciones teológicas para las cuales la revelación no implicaría un conocimiento renovado de la naturaleza moral humana, a veces desde posiciones filosóficas o políticas que pretenden silenciar la voz de la Iglesia en la vida pública de la sociedad. Sin embargo, la revelación esclarece el misterio del hombre e ilumina el camino de la realización de su vida. Por ello, el Código afirma como derecho y deber de la Iglesia proclamar y defender los principios morales, particularmente cuando están en juego la dignidad de la persona humana, los derechos fundamentales y, por supuesto, el destino mismo de salvación del hombre. Dar este juicio en medio de la sociedad es responsabilidad de todos los fieles, y puede serlo en particular de los pastores de la Iglesia.

En esta tarea de anunciar y exponer la fe católica, salvaguardando la dignidad humana, la Iglesia sabe que "conecta con los deseos más profundos del corazón humano"; pues toda persona, por su naturaleza, tiene el derecho y el deber de buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios, y de conformar su vida según ella. Por ello, el Código establece explícitamente que el anuncio de la fe ha de respetar y promover siempre la conciencia y la libertad de todo hombre. En efecto, lo contrario sería contradictorio con los contenidos del depósito de la fe e impediría todo diálogo y toda acogida personal de la verdad anunciada, vanificando la función eclesial de enseñar.

Defiende así el Código la enseñanza tradicional sobre la competencia originaria de la Iglesia y de su magisterio en cuestiones de fide et moribus, en términos renovados por la doctrina conciliar sobre la participación de todo el Pueblo de Dios en la misión de Cristo, sobre la necesidad de su Evangelio para que el hombre se comprenda a sí mismo y se ilumine el camino de la existencia, o sobre la dignidad y la libertad religiosa de toda persona.

2. La determinación de los diferentes modos de participación de los fieles en la función de enseñar y, en particular, de la autoridad magisterial propia del ministerio jerárquico, constituye también una protección canónica eficaz de la doctrina y la moral cristiana, cuyos contenidos no podrán depender del arbitrio o del consenso humano. Pues también el Papa y el Colegio episcopal, los obispos y los sacerdotes, ejercen su ministerio al servicio de la Palabra de Dios, de la verdad revelada sobre Dios y sobre el hombre, sobre el designio de salvación.

La existencia de una autoridad magisterial se deriva de la autoridad del Evangelio, para cuyo servicio Jesucristo mismo eligió y envió a sus apóstoles. Ni éstos ni sus sucesores pueden disponer a su arbitrio del único Evangelio de Cristo, sino que han de recibirlo obedientemente y anunciarlo. Para ello reciben un don del Espíritu, que, según su oficio, llega a ser el de una asistencia que garantiza la infalibilidad de su magisterio.

Cristo ha querido garantizar en la historia la permanencia de sus enviados apostólicos en la verdad del Evangelio –lo que sucede siempre con la gracia del Espíritu– y constituirlos así testigos auténticos de su verdad. La correspondiente regulación canónica de la autoridad magisterial –completada recientemente por la Carta apostólica Ad tuendam fidem – protege la doctrina y la moral, precisando el modo sencillo en que todos los fieles están llamados a permanecer en la verdad del único Evangelio. A ello sirven también, en paralelo, los cánones que precisan la obligación de los fieles de acoger la enseñanza magisterial en sus diversos grados de vinculación, explicitando las exigencias propias de una verdadera vida de fe en Jesucristo, que siempre presupone acoger de corazón, de modo libre e inteligente, el anuncio de la verdad que viene de Cristo. Al único Maestro, al único Evangelio, han de seguir obedientemente todos los fieles, también los ministros jerárquicos, en particular para poder llevar a cabo su función de conservar y anunciar la Palabra del Señor y no la propia; lo contrario significaría no reconocerlo como Maestro, en nombre de la propia inteligencia humana.

Aunque la función de anunciar el Evangelio como testigos auténticos fue encomendada por Jesucristo a Pedro y los apóstoles, y a sus sucesores, el testimonio de la fe es tarea de todo fiel cristiano, derecho y deber que nace del bautismo y la confirmación, de toda la vida la vida sacramental en la Iglesia. Pues el fiel vive del don de Cristo, de la reconciliación y la comunión con Dios y con los hombres en que Él lo introduce, y no puede menos que manifestar con palabras y obras lo que es. Ello es necesario para la defensa de la doctrina y de la moral cristiana en el mundo, que es creíble y comprensible gracias también al testimonio de vida y santidad de todo el Pueblo de Dios. Y es necesario también para la vivacidad y la permanencia en la fe de cada fiel, pues la fe, y con ella la verdad de la doctrina y de la moral, vive en el movimiento de su realización en medio del mundo y de su comunicación al prójimo.

En este sentido, la función magisterial encomendada al sucesor de Pedro y al colegio episcopal ha de valorarse fundamentalmente como un servicio y una defensa de la fe de los cristianos. Pues la permanencia del fiel en la obediencia a la Palabra de Dios, en la unidad de la verdadera fe en Cristo, se realiza concretamente en las formas propias de la comunión de la Iglesia, guardando la unidad de la fe con el Papa y el Colegio episcopal y, de modo más cercano, con los presbíteros, que, como cooperadores de los obispos, anuncian el Evangelio en medio de la vida cotidiana al pueblo que les ha sido confiado. Salvaguardando así las formas en que los fieles viven la comunión concreta de la única Iglesia, el derecho defiende la verdad de la doctrina y de la moral, porque no es separable la fe en el Evangelio de la vida en la comunión con Cristo, que los apóstoles anunciaron y comunicaron desde el inicio.

3. En el ejercicio de la función magisterial, el CIC va a otorgar el primer lugar a la predicación de la Palabra de Dios, que es presentada como tarea central del ministerio en su misión de congregar al Pueblo de Dios en la unidad. De esta manera, se explicita de nuevo el sentido fundamental de la función de enseñar como servicio a la vida de la fe de los fieles cristianos. En efecto, el mantenimiento de la memoria viva de Cristo en los fieles no puede nunca darse por descontado; sin embargo, de ello depende el cumplimiento de la vocación del cristiano y de la misión de la Iglesia en las diferentes circunstancias de la historia. Por eso, el Código defiende el depósito de la fe cuando establece la prioridad del anuncio y de la predicación del Evangelio, como servicio imprescindible para que la fe de los fieles permanezca viva y verdadera, capaz de dar forma a la existencia cristiana del fiel y responder a las necesidades y desafíos de los hombres y sociedades con los que camina la Iglesia en cada momento.

Con esta misma finalidad, tras la afirmación de la prioridad de la predicación, el libro tercero presenta a la catequesis como dimensión también esencial del munus docendi. Se trata, en efecto, de un instrumento primordial para la educación en la fe de los fieles, para que alcancen el estado de adultos en la fe, de modo que su formación doctrinal y su experiencia cristiana se hagan vivas, explícitas y operativas, para bien del fiel y su misión en el mundo. Se afirma, por tanto, que el cuidado de la catequesis es un deber grave de los pastores de la Iglesia, aunque todos los fieles han de sentirse responsables de esta tarea educativa, y particularmente los padres.

En este horizonte, se comprende el conjunto de normas con las que el CIC quiere defender la transmisión verdadera de la doctrina y la moral cristianas a través de la predicación y de la catequesis, buscando asegurar que éstas se lleven a cabo siempre en la comunión de la única fe, tal como se transmite "en la Sagrada Escritura, en la Tradición, en la liturgia, en el magisterio y en la vida de la Iglesia".

4. La exigencia primera que se sigue de este significado fundamental de la predicación y de la educación en la fe es la de poder llevar a cabo estas tareas en libertad, también a través de formas asociativas organizadas. La afirmación por el derecho canónico de la libertad de la Iglesia en el anuncio del Evangelio, en su tarea catequética y educativa, en la organización de escuelas y centros de enseñanza católicos de todo nivel, constituye sin duda una defensa de la presencia de la doctrina y de la moral cristiana en el mundo, y, con ello, una defensa del hombre mismo.

De modo correspondiente se asegura que ninguna escuela o universidad pueda llamarse católica sin el consentimiento de la autoridad eclesiástica o que no pueda impartirse enseñanza de religión católica sin nombramiento o aprobación por parte del Ordinario del lugar, para garantizar los derechos de los fieles a una educación en la verdad de la fe católica. Se defiende así, de nuevo, la doctrina y la moral cristianas ante posibles deformaciones o manipulaciones interesadas.

Esta defensa jurídica de la verdad católica alcanza formas precisas en los ámbitos educativos universitarios, determinando concretamente el modo en que han de salvaguardar la plena comunión con la Iglesia, por lo que se refiere a la integridad de la doctrina y de la vida, aquellos que tienen una misión de enseñanza en disciplinas teológicas o canónicas.

La enorme relevancia que han adquirido los medios de comunicación en la conformación del pensamiento y de la vida de los hombres de nuestra época, justifica ampliamente la presencia, por fin, de un título propio dedicado a ellos. El Código se centra especialmente en los libros, por el significado objetivo que tienen para la transmisión de la verdad revelada en la Iglesia las ediciones de las Sagradas Escrituras, de los libros litúrgicos, de los catecismos, de los textos magisteriales o canónicos, así como las de textos teológicos o referidos directamente al depósito de la fe. Pero se tiene en cuenta también ya la necesidad de anunciar y proteger la fe y las costumbres de los fieles cristianos en todos los medios de comunicación, aspecto que será ampliamente desarrollado en el posterior magisterio de la Iglesia.

En conclusión, el libro tercero del Código tiene como finalidad primera la defensa del depósito de la fe, de su salvaguardia y transmisión fiel –sea en cuestiones de fe o de costumbres. Establece para ello una serie de normas canónicas que son consecuencia de la naturaleza propia de la verdad revelada y de su exigencia intrínseca de ser vivida en la plena comunión de la Iglesia. En continuidad con el concilio Vaticano II, el CIC valora la responsabilidad de todos los fieles en esta tarea, según la diversidad de sus vocaciones, y, a su servicio, la función propia del magisterio eclesial.

En su conjunto, el libro De Ecclesiae munere docendi testimonia ante todo el reconocimiento por la Iglesia de la autoridad del único Evangelio de Cristo, su conciencia de existir por la acogida obediente, la conservación y la transmisión fiel de la Palabra de Dios.