CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 4 julio 2005 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras que dirigió este lunes el cardenal Antonio María Rouco Varela, arzobispo de Madrid, a los dos mil peregrinos de esa archidiócesis que vinieron en peregrinación a Roma al concluir el Sínodo diocesano.
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Santo Padre:
Llenos de alegría por haber podido renovar estos días junto a los sepulcros de San Pedro y San Pablo el don casi bimilenario de nuestra fe católica, acudimos hoy a esta Audiencia con Su Santidad un numeroso grupo de peregrinos de la Archidiócesis de Madrid, presidida por su Arzobispo con sus Obispos Auxiliares, sumamente agradecidos y gozosos por habernos recibido como hijos en la casa del Padre.
¡Gracias de corazón, Santo Padre! ¡Os saludamos con todo el afecto filial que los hijos de la Iglesia en Madrid y en España han guardado siempre para el Papa, y muchos más ahora en estos momentos tan difíciles y a la vez tan esperanzadores de nuestra historia!
Nuestra peregrinación a Roma quiere ser el momento culminante de nuestro III Sínodo Diocesano, cuyos trabajos finalizaron el 14 de mayo último, vísperas de la solemnidad de Pentecostés y de la Fiesta del Patrón de Madrid, san Isidro Labrador.
La experiencia de una comunión eclesial, auténtica, espiritualmente fresca y estimulante que habíamos vivido durante los dos años de preparación del Sínodo en los cinco mil grupos de oración y reflexión cristianas, y en este último e intensísimo curso de la Asamblea Sinodal con más de seiscientos participantes, nos parecía que cuajaría plenamente en frutos de verdadera renovación de la vida cristiana y de una nueva evangelización si la verificábamos con la profesión de la fe apostólica en las Basílicas de los Príncipes de los Apóstoles y, sobre todo, muy cerca, ¡al lado mismo! del Sucesor de Pedro: ¡el que nos confirma e ilumina en la fe y alienta incansablemente nuestra esperanza y nuestra caridad!
El III Sínodo de la joven de la Archidiócesis de Madrid ha tenido como objetivo e hilo conductor la urgencia de transmitir la fe recibida a nuestros conciudadanos y, singularmente, a las jóvenes generaciones de los madrileños. En Madrid la Iglesia vive y está joven en el mejor sentido de la expresión tal y como Vuestra Santidad lo constataba para la Iglesia Universal al inicio de vuestro ministerio petrino.
Pero, precisamente, por ello se siente llamada con una vocación evangelizadora, cuya realización no admite demoras, a sembrar el Evangelio de Jesucristo, el Salvador del hombre, en una sociedad fuertemente tentada por una cultura relativista y unas propuestas de vida radicalmente secularistas, planteadas como «si Dios no existiese» y a espaldas de la historia interior –de la intrahistoria, como diría Ortega y Gasset, uno de nuestros más famosos pensadores del siglo XX– de la ciudad de Madrid y de nuestra patria España, como si no estuvieran profundamente transidas y marcadas ininterrumpidamente desde sus inicios por el «sí» a Cristo profesado por incontables generaciones de sus hijos e hijas, ¡de sus familias!, en el seno de la Iglesia católica, con unos rasgos marianos extraordinariamente entrañables.
No sólo se niega la fe sino también la misma razón humana, como se puede ver en la reciente legislación sobre el matrimonio y la familia.
Vuestro antecesor, nuestro querido e inolvidable Juan Pablo II que visitó por última vez España en los días 2 y 3 de mayo del año 2003 para la canonización de cinco santos españoles del siglo XX, precedida de un encuentro memorable con los Jóvenes de España en el madrileño aeródromo de Cuatro Vientos, acostumbraba a llamarla «tierra de María». En Madrid la invocamos bajo el título histórico de Nuestra Señora de la Almudena.
Cuando convocamos el III Sínodo Diocesano de Madrid, lo hicimos bajo un lema, cifra y síntesis de nuestra oración y de nuestros anhelos espirituales y eclesiales más íntimos, y que decía: en Madrid «alumbra la Esperanza».
Estoy seguro, Santo Padre, que hoy vuestra persona, vuestras palabras, vuestra cercanía de Padre, harán que verdaderamente en el alma y en el corazón de vuestros hijos de Madrid ¡alumbre la esperanza!
¡Muchas, muchísimas gracias, Santo Padre, de corazón, por habernos concedido tan pronto y tan paternalmente esta audiencia!