Discurso improvisado de Benedicto XVI a los sacerdotes de la diócesis de Aosta

Sobre algunas cuestiones candentes de la vida de la Iglesia

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INTROD, jueves, 28 julio 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la primera parte del discurso improvisado que dirigió Benedicto XVI a los sacerdotes de la diócesis de Aosta en la iglesia parroquial de Introd el pasado 25 de julio de 2005.

El Papa afrontó algunos de los temas que había tocado en su saludo el obispo diocesano, monseñor Giuseppe Anfossi, así como por los sacerdotes presentes.

* * *

Excelencia,

¡Queridos hermanos!

Ante todo querría expresar mi alegría y mi gratitud por esta posibilidad de encontrarme con vosotros. Siendo Papa se da el peligro de estar algo lejos de la vida real de cada día, sobre todo de los sacerdotes que trabajan en primera línea, en pleno valle, en tantas parroquias y ahora, como ha dicho Su Excelencia, con la falta de vocaciones, también en condiciones de empeño físico particularmente fuertes.

Así que para mí es una gracia poder encontrar en esta bonita iglesia a los sacerdotes y al presbiterio de este valle. Y querría deciros gracias porque habéis venido, pues también para vosotros es tiempo de vacaciones.

Veros unidos, y así verme unido a vosotros, estar cerca de los sacerdotes que trabajan día tras día para el Señor como sembradores de la Palabra, es para mí un consuelo y una alegría.

La semana pasada oímos dos veces, tres veces, me parece, esta parábola del sembrador que es una parábola de consuelo en una situación diferente, pero en cierto sentido también parecida a la nuestra.

El trabajo de Dios había empezado con gran entusiasmo. Se veía que los enfermos se curaban, todos escuchaban con alegría la palabra: «El Reino de Dios está cerca». Parecía que, realmente, el cambio del mundo y la llegada del Reino de Dios habrían sido inminentes; que, por fin, la tristeza del pueblo de Dios se habría transformado en alegría. Se estaba a la espera de un mensajero de Dios que habría tomado las riendas del timón de la historia. Pero luego vieron que, sí, los enfermos fueron curados, los demonios expulsados, y el Evangelio anunciado, pero por lo demás, el mundo se quedó como estaba. No cambiaba nada. Los romanos seguían dominando. La vida de todos los días era difícil, a pesar de estas señales, de estas bonitas palabras. Y así el entusiasmo se apagaba y, al final, como sabemos por el sexto capítulo de Juan, también los discípulos abandonaron a este predicador que predicaba pero no cambiaba el mundo.

¿Cuál es este mensaje?, ¿qué anuncia este profeta de Dios?, se preguntan todos al final. El Señor habla del sembrador que siembra en el campo del mundo. Y la semilla, al igual que su Palabra y sus curaciones, parece algo realmente pequeño en comparación con la realidad histórica y política. Como la semilla es pequeña, irrelevante, también lo es la Palabra.

Sin embargo, dice, en la semilla está presente el futuro, porque la semilla lleva en sí el pan de mañana, la vida de mañana. La semilla aparece como casi nada, sin embargo la semilla es la presencia del futuro, es ya promesa presente hoy. Y así con esta parábola dice: estamos en el tiempo de la siembra, la Palabra de Dios parece sólo palabra, casi nada. Pero ¡tened ánimo, esta Palabra lleva en si la vida! ¡Y lleva fruto!

La parábola también dice que buena parte de la semilla no lleva fruto porque ha caído en la calle, sobre la tierra pedregosa, etcétera. Pero la parte que ha caído sobre tierra buena produce treinta, sesenta, ciento veces más.

Esto nos da a entender que tenemos que ser valientes, aunque la Palabra de Dios, el Reino de Dios, parezca sin importancia histórico-política. Al final Jesús, en el domingo de Ramos, ha sintetizado en cierto sentido todas estas enseñanzas sobre la semilla de la Palabra: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. Y así ha dado a entender que Él mismo es el grano de trigo que cae en tierra y muere. En la crucifixión todo parece fracasado, pero justo así, cayendo en tierra, muriendo, sobre el camino de la Cruz, da fruto para cada momento, para todos los tiempos. Aquí tenemos tanto la finalización cristológica según la cual él mismo es la semilla, es el Reino presente, como también la dimensión eucarística: este grano de trigo cae en tierra y así crece el nuevo Pan, el Pan de la vida futura, la Sagrada Eucaristía que nos nutre y que se abre a los misterios divinos, para la vida nueva.

Me parece que en la historia de la Iglesia, en formas diferentes, siempre se dan estas cuestiones que realmente nos atormentan: ¿qué hacer? La gente parece que no nos necesita, todo lo que hacemos parece inútil. Sin embargo aprendemos de la Palabra del Señor que sólo esta semilla transforma siempre de nuevo la tierra y la abre a la verdadera vida.

Querría, brevemente en la medida de lo posible, contestar a las palabras de Su Excelencia, pero querría también decir que el Papa no es un oráculo; es infalible en situaciones rarísimas, como sabemos. Por tanto comparto con vosotros estas preguntas, estas cuestiones. Yo también sufro. Pero todos juntos queremos, por una parte, sufrir con estos problemas y, sufriendo, transformar los problemas, porque el sufrimiento es precisamente el camino de la transformación y sin sufrimiento no se transforma nada.

Éste también es el sentido de la parábola del grano de trigo caído en tierra: sólo con un proceso de atormentada transformación se llega al fruto y se abre la solución. Y si para nosotros no fuera un sufrimiento la aparente ineficacia de nuestra predicación, sería una señal de falta de fe, de auténtico compromiso. Tenemos que tomar en serio estas dificultades de nuestro tiempo y transformarlas sufriendo con Cristo y así transformarnos nosotros mismos. Y en la medida en que nosotros mismos somos transformados también podemos contestar a la pregunta formulada antes, podemos ver la presencia del Reino de Dios y hacer que la vean los demás.

El primer punto es un problema que se plantea en todo el mundo occidental: la falta de vocaciones. He recibido, en las últimas semanas, las visitas «ad limina» de los obispos del Sri Lanka y la parte Sur de África. Aquí crecen las vocaciones, es más, son tantas que no pueden construir suficientes seminarios para acoger a éstos jóvenes que quieren hacerse sacerdotes.

Esta alegría lleva consigo también una cierta amargura, pues al menos una parte viene para alcanzar una promoción social. Siendo sacerdotes casi se convierten en jefes de la tribu, son privilegiados, tienen otra forma de vida, etcétera. Por tanto cizaña y trigo van juntos en este bello crecimiento de las vocaciones y los obispos tienen que estar muy atentos en el discernimiento y no contentarse simplemente con tener a muchos futuros sacerdotes, sino ver realmente cuáles son las verdaderas vocaciones, discernir entre cizaña y buen trigo.

Sin embargo se da un cierto entusiasmo de la fe porque están en un momento determinado de la historia, es decir, en la hora en que las religiones tradicionales ya no se revelan capaces. Y se comprende, se ve, que estas religiones tradicionales llevan en sí una promesa, pero esperan algo. Esperan una nueva respuesta que purifica y, digamos, asume en sí todo lo bello y libera de los aspectos insuficientes y negativos. En este momento de transición, en el que su cultura se proyecta hacia una nueva hora de la historia, las dos ofertas –cristianismo e islam– son las posibles respuestas históricas.

Por tanto en esos países se da, en cierto sentido, una primavera de la fe, pero en el contexto de la competencia entre estas dos respuestas, y sobre todo en el contexto del sufrimiento provocado por las sectas, qué se presentan como la mejor respuesta cristiana, la más fácil, la más cómoda. De modo que en una historia de promesa, en un momento de primavera, sigue siendo difíc
il la tarea de aquél que con Cristo tiene que sembrar la Palabra y, digamos, construir la Iglesia.

La situación en el mundo occidental es diferente, pues es un mundo cansado de su propia cultura, un mundo en que ha llegado el momento en el que ya no hay evidencia de la necesidad de Dios, aun menos de Cristo, y en el que por lo tanto parece que el hombre mismo podría construirse a él mismo.

En este clima de un racionalismo que se cierra en sí mismo, que considera a las ciencias como el único modelo de conocimiento, todo lo demás es subjetivo. Incluso la vida cristiana se convierte en una elección subjetiva, por lo tanto arbitraria, dejando de ser el camino de la vida. De este modo, creer se hace difícil y, si es difícil creer, mucho más difícil es ofrecer la vida al Señor para ser su siervo.

Ciertamente éste es un sufrimiento que yo día que está anclado en nuestra hora histórica, en la que se ve cómo las así llamadas grandes Iglesias aparecen como moribundas. Sobre todo en Australia, pero también en Europa, no tanto en los Estados Unidos.

Crecen, en cambio, las sectas que se presentan con la certeza de un mínimo de fe y el hombre busca certezas. Y por lo tanto las grandes Iglesias, sobre todo las grandes Iglesias tradicionales protestantes, se encuentran realmente en una crisis profundísima. Las sectas tienen ventaja porque se presentan con certezas simples, pocas, y dicen: esto es suficiente.

La Iglesia católica no está tan mal como las grandes Iglesias protestantes históricas, pero comparte naturalmente el problema de nuestro momento histórico. Yo pienso que no hay una receta para un cambio rápido. Tenemos que caminar, atravesar este túnel con paciencia, con la certeza de que Cristo es la respuesta y de que al final aparecerá de nuevo su luz.

Entonces la primera respuesta es la paciencia, con la certeza de que sin Dios el mundo no puede vivir, el Dios de la Revelación –y no cualquier Dios: vemos cómo puede ser peligroso un Dios cruel, un Dios no verdadero–, el Dios que ha mostrado en Jesucristo su rostro. Éste rostro que ha sufrido por nosotros, este rostro de amor que transforma el mundo como el grano de trigo caído en tierra.

Así pues debemos tener nosotros mismos esta profunda certeza de que Cristo es la respuesta y de que sin el Dios concreto, el Dios con el rostro de Cristo, el mundo se autodestruye. De este modo, aumenta la evidencia de que no es verdadero un racionalismo cerrado, que piensa que sólo el hombre podría reconstruir el auténtico mundo mejor. Al contrario, sin la referencia del Dios verdadero, el hombre se autodestruye. Lo vemos con nuestros propios ojos.

Tenemos que tener nosotros mismos una renovada certeza: Él es la Verdad y sólo caminando tras sus huellas vamos en la dirección justa y tenemos que caminar y conducir a los demás en esta dirección.

El primer punto de mi respuesta es: en todo este sufrimiento, no sólo no hay que perder la certeza de que Cristo es realmente el rostro de Dios, sino que además hay que profundizar en esta certeza y en la alegría de conocerla y de ser por tanto realmente ministros del futuro del mundo, del futuro de cada hombre. Y hay que profundizar esta certeza en una relación personal y profunda con el Señor. Porque esta certeza también puede crecer con consideraciones racionales. Verdaderamente me parece muy importante una reflexión sincera que convence también racionalmente, pero que se convierte en personal, fuerte y exigente en virtud de una amistad vivida personalmente cada día con Cristo.

La certeza, por lo tanto, exige esta personalización de nuestra fe, de nuestra amistad con el Señor y así también crecen nuevas vocaciones. Lo vemos en la nueva generación, tras la gran crisis de esta lucha cultural desenfrenada de 1968, donde realmente parecía superada la era histórica del cristianismo. Vemos que las promesas del ’68 no resisten y renace, por decirlo de algún modo, la conciencia de que hay otro camino más complejo porque exige estas transformaciones de nuestro corazón, pero más verdadero, y así también nacen nuevas vocaciones.

Y nosotros mismos tenemos que encontrar también la fantasía para ayudar a los jóvenes a encontrar este camino también para el futuro. También era evidente esto en el diálogo con los obispos africanos. A pesar del número de sacerdotes, muchos son condenados a una soledad terrible y moralmente muchos no sobreviven.

Así pues, es importante tener alrededor de sí mismo al presbiterio, a la comunidad de sacerdotes que se ayudan, que están juntos en un camino común, en una solidaridad en la fe común. También esto me parece importante, porque si los jóvenes ven a sacerdotes muy aislados, tristes, cansados, piensan: si éste es mi futuro yo no soy capaz. Se tiene que crear realmente esta comunión de vida que les demuestra a los jóvenes: «sí, éste también puede ser un futuro para mí, así se puede vivir».

Me he alargado demasiado. Por lo que se refiere al segundo punto, creo que ya he dicho algo. Es verdad: a la gente, sobre todo a los responsables del mundo, la Iglesia les aparece algo anticuado y nuestras propuestas no les parecen necesarias. Se comportan como si pudieran, como si quisieran vivir sin nuestra palabra y siempre creen que no nos necesitan. No buscan nuestra palabra.

Esto es verdad y nos hace sufrir, pero también forma parte de esta situación histórica de una cierta visión antropológica, según la cual el hombre tiene que hacer las cosas como dijo Karl Marx: la Iglesia ha tenido 1800 años para enseñar que era capaz de cambiar el mundo y no ha hecho nada, ahora lo hacemos nosotros solos.

Ésta es una idea muy difundida y apoyada con filosofías y así se comprende la impresión de mucha gente de que se puede vivir sin la Iglesia, la cual aparece como algo del pasado. Pero resulta cada vez más claro también que sólo los valores morales y las convicciones fuertes dan la posibilidad con sacrificio de vivir y de construir el mundo. No se puede construir de modo mecánico como propuso Karl Marx, con la teoría del capital y la propiedad, etcétera.

Si no se dan las fuerzas morales en los espíritus y si no hay disponibilidad para sufrir por estos valores, no se construye un mundo mejor, al contrario, el mundo empeora cada día, el egoísmo domina y lo destruye todo. Y viendo esto surge de nuevo la pregunta: pero, ¿de dónde vienen las fuerzas que nos hacen capaces de sufrir por el bien, de sufrir por el bien que me hace daño ante todo a mí, que no tiene una utilidad inmediata? ¿Dónde están los recursos, los manantiales? ¿De dónde viene la fuerza para llevar adelante estos valores?

La moralidad en cuanto tal no vive, no es eficiente si no tiene un fundamento más profundo en convicciones que realmente dan certeza y dan también fuerza para sufrir porque, al mismo tiempo, forman parte de un amor, un amor que en el sufrimiento crece y es la sustancia de la vida. Al final, en efecto, sólo el amor nos hace vivir y el amor siempre es también sufrimiento: madura en el sufrimiento y da la fuerza para sufrir por el bien, sin tenerme en cuenta en este momento actual.

Me parece que esta conciencia crece porque ya se ven los efectos de una condición en la que faltan esas fuerzas que provienen del amor, que es la sustancia de mi vida, y que me da la fuerza para llevar adelante la lucha por el bien. También en esto, naturalmente, necesitamos paciencia, pero una paciencia activa, es decir, hacer entender a la gente: necesitáis esto.

Y aunque no se conviertan enseguida, al menos se acercarán al círculo de los que, en la Iglesia, tienen esta fuerza interior. La Iglesia siempre ha contado con este grupo fuerte interiormente que lleva realmente la fuerza de la fe y luego hay personas que por decir así se unen a ellos, se dejan llevar, y así participan.

Pienso en la parábola de Dios sobre el grano d
e mostaza sumamente pequeño, pero que luego se convierte en un árbol tan grande en el que los pájaros del cielo encuentran cobijo. Y diría que estos pájaros pueden ser las personas que no se convierten todavía, pero que al menos se posan sobre el árbol de la Iglesia. Me he hecho esta reflexión: en el tiempo de la Ilustración, momento en el que la fe estaba dividida entre católicos y protestantes, se pensó qué hacía falta conservar los valores morales comunes dándoles un fundamento suficiente. Se pensó: tenemos que hacer que valores morales sean independientes de las confesiones religiosas para que éstas se rijan «etsi no Deus daretur» [como si Dios no existiera, ndr.]

Hoy estamos en la situación contraria, se ha invertido la situación. Ya no hay evidencia de los valores morales. Sólo se hacen evidentes si Dios existe. Por tanto, he sugerido que los laicos, los así llamados «laicos», deberían reflexionar sobre si para ellos no es válido lo contrario: tenemos que vivir «quasi Deus daretur» [como si Dios existiera, ndr.] , aunque no tengamos la fuerza de creer, tenemos que vivir con esta hipótesis, porque si no el mundo no funciona. Y sería éste, me parece, un primer paso para acercarse a la fe. Y veo por muchos contactos que, gracias a Dios, crece el diálogo con al menos una parte del laicismo.

El tercer punto es el de la situación de los sacerdotes que son pocos y que tienen que trabajar hasta en tres, cuatro y a veces hasta en cinco parroquias y, por tanto, están exhaustos. Creo que el obispo, junto a su presbiterio, está buscando cuáles pueden ser los medios mejores. Cuando era arzobispo de Munich crearon este modelo de liturgias de la Palabra sin sacerdote para, por así decir, tener a la comunidad presente en la propia iglesia. Y dijeron: cada comunidad se queda y donde no hay sacerdote celebramos esta Liturgia de la Palabra.

Los franceses han encontrado la palabra apta para estas asambleas dominicales «en absence du prêtre», y después de cierto tiempo han entendido que también puede salir mal, porque se pierde el sentido del sacramento, se da una «protestantización» y, al final, si no hay más que la Palabra, entonces yo también puedo celebrarla en mi casa.

Esto me recuerda al gran exegeta Kelemann, de cuando yo era profesor en Tubinga, no sé si conocéis su nombre, alumno de Bultmann. Fue un gran teólogo, y aunque era un protestante convencido, no fue nunca a la iglesia. Decía: yo también puedo meditar en casa en las Sagradas Escrituras.

Los franceses han transformado esta fórmula «Assemblée dominicale en absence du prêtre» por la fórmula «Assemblée dominicale en attente du prêtre». Es decir tiene que ser una espera del sacerdote y normalmente diría que la Liturgia de la Palabra debería ser una excepción en un domingo, porque el Señor quiere venir corporalmente. Ésta por tanto no tiene que ser la solución.

Se instituyó el domingo porque el Señor ha resucitado y ha entrado en la comunidad de los apóstoles para estar con ellos. De este modo entendieron que el día litúrgico ya no es el sábado sino el domingo, en el que el Señor quiere estar corporalmente con nosotros siempre de nuevo y alimentarnos con su cuerpo, para que nos convirtamos nosotros mismos en su cuerpo en el mundo.

No me atrevo a dar recetas ahora sobre la manera en que se puede ofrecer a muchas personas de buena voluntad esta posibilidad. En Munich siempre dije, pero no sé aquí la situación cual es –y ciertamente es un poco distinta– que nuestra población es increíblemente móvil, flexible. Los jóvenes hacen cincuenta kilómetros o más para ir a una discoteca, ¿porqué no pueden hacer también cinco kilómetros para ir a una iglesia? Pero esto es algo muy concreto, práctico, y no me atrevo a dar recetas. Pero se tiene que transmitir al pueblo un sentimiento: ¡necesito estar junto a la Iglesia, estar con la Iglesia viva y con el Señor!

De este modo hay que dar esta impresión de importancia y si yo lo considero importante, esto crea las premisas para una solución. Pero tengo que dejar abierta la cuestión, Excelencia.

[Sucesivamente tomaron la palabra algunos sacerdotes. El Para respondió así a las preguntas sobre los temas de la educación de los jóvenes, del papel de la escuela católica y de la vida consagrada:]

Son preguntas muy concretas, a las que no es fácil dar respuestas que sean igualmente concretas.

Querría dar las gracias ante todo por haber llamado nuestra atención sobre la necesidad de atraer a la Iglesia a los jóvenes, que se sienten en cambio fácilmente atraídos por otras cosas, por un estilo de vida bastante alejado de nuestras convicciones. La antigua Iglesia eligió el camino de crear comunidades de vida alternativas, sin necesidad de fracturas.

Yo diría que es importante que los jóvenes puedan descubrir la belleza de la fe, que es bello tener una orientación, que es bello tener un Dios, amigo, que nos sabe decir realmente lo esencial de la vida.

Este factor intelectual tiene que estar acompañado luego por un factor afectivo y social, es decir, por una socialización de la fe. Porque la fe sólo puede realizarse si hay un cuerpo y eso implica al hombre en sus formas de vida. Por esto antaño, cuando la fe era determinante por la vida común, podía ser suficiente con enseñar el catecismo, que sigue siendo también hoy importante.

Pero dado que la vida social se ha alejado de la fe, y que las familias no ofrecen con frecuencia una socialización de la fe, debemos ofrecer modos de una socialización de la fe para que haga comunidad, ofrezca lugares de vida y convenza en un ambiente de pensamiento, de afecto, de amistad de la vida.

Me parece que estos niveles tienen que caminar juntos, porque el hombre tiene un cuerpo, es un ser social. En este sentido, por ejemplo, es bello constatar que muchos párrocos se encuentran con grupos de jóvenes para pasar juntos las vacaciones. De este modo los jóvenes comparten la alegría de las vacaciones y la viven junto a Dios y con la Iglesia, en la persona del párroco o del vicepárroco. Me parece que la Iglesia de hoy, también en Italia, ofrece alternativas y la posibilidad de una socialización, donde los jóvenes, juntos, puedan caminar con Cristo y hacer Iglesia. Y por esto tienen que estar acompañados con respuestas inteligentes a las cuestiones del nuestro tiempo: ¿necesitamos todavía a Dios? ¿Todavía es algo razonable creer en Dios? Cristo, ¿no es más que una figura de la historia de las religiones o realmente es el rostro de Dios del que necesitamos todos? ¿Podemos vivir bien sin conocer a Cristo?

Hace falta entender que construir la vida, el futuro, exige también la paciencia y el sufrimiento. La Cruz no puede faltar en la vida de los jóvenes y dar a entender esto no es fácil. El montañero sabe que para hacer una buena experiencia de escalada tendrá que afrontar sacrificios y entrenarse, así también el joven tiene que entender que en la escalada al futuro de la vida es necesario el ejercicio de una vida interior.

Así pues personalización y socialización son las dos indicaciones que tienen que compenetrar las situaciones concretas de los desafíos de hoy: los desafíos del afecto y los de la comunión. Estas dos dimensiones permiten abrirse al futuro y mostrar que el Dios de la fe, que a veces es difícil, es también mi bien en el futuro.

Sobre la escuela católica puedo decir que muchos obispos que han venido en visita «ad limina» han subrayado más de una vez su importancia. La escuela católica, en situaciones como la africana, se convierte en un instrumento indispensable para la promoción cultural, para los primeros pasos de la alfabetización y para una elevación del nivel cultural en el que se forma una nueva cultura. Gracias a ésta, es posible responder a los desafíos de la técnica que tiene que afrontar una cultura pre-t
écnica, destruyendo antiguas formas de vida tribal con su contenido moral.

En nuestra realidad la situación es diferente, pero lo que me parece importante es una formación intelectual que en su conjunto dé a entender bien que hoy el cristianismo no está separado de la realidad.

Como hemos dicho en la primera parte, siguiendo la Ilustración y la «segunda Ilustración» del 1968, muchos han pensado que la hora histórica de la Iglesia y de la fe se ha acabado y que hemos entrado en una nueva era, en la que estas cosas se podrían estudiar como la mitología clásica. Al contrario, hace falta dar a entender que la fe tiene una actualidad permanente y una gran sensatez. Se trata por tanto de una propuesta intelectual en la que se entiende también la belleza y la estructura orgánica de la fe.

Ésta fue una de las intenciones fundamentales del «Catecismo de la Iglesia Católica», condensado ahora en el «Compendio». No tenemos que pensar que se trata de un paquete de reglas, que cargamos sobre los hombros como una mochila pesada en el camino de la vida. Al final la fe es sencilla y rica: ¿creemos que Dios existe, que Dios que cuenta? ¿Pero de qué Dios hablamos? Un Dios con un rostro, un rostro humano, un Dios que reconcilia, que vence el odio y da esa fuerza de la paz que nadie más puede dar. Necesitamos dar a entender que en realidad el cristianismo es muy sencillo y por consiguiente muy rico.

La escuela es una institución cultural, de formación intelectual y profesional: por tanto hace falta hacer entender el carácter orgánico, lógico, de la fe y conocer por sus grandes elementos esenciales, entender qué es la Eucaristía, qué sucede en el domingo, en el matrimonio cristiano. Naturalmente hace falta dar a entender que la disciplina de la religión no es una ideología puramente intelectual e individual, como quizás ocurra en otras disciplinas: en matemáticas, por ejemplo, sé cómo hacer un determinado cálculo. Pero también otras disciplinas al final tienen una orientación práctica, una orientación a la profesionalidad, a su aplicación en la vida. Del mimo modo hace falta entender que la fe esencialmente crea asamblea, une.

Esta esencia de la fe nos libera precisamente del aislamiento del yo y nos une en una gran comunidad, una comunidad muy completa –en parroquia, en la asamblea dominical– y universal, en la que yo me convierto en un familiar de todos.

Hace falta entender esta dimensión católica de la comunidad que se congrega cada domingo en la parroquia. Por tanto si, por una parte, conocer la fe es un objetivo, por otra parte socializar en la Iglesia o «eclesializar» significa introducirse en la gran comunidad de la Iglesia, lugar de vida, en el que sé que también en los grandes momentos de mi vida –sobre todo en el sufrimiento y en la muerte– no estoy solo.

Su Excelencia ha dicho que hay mucha gente que parece no tener necesidad de nosotros, pero los enfermos y los que sufren sí. Y deberían entenderse desde el principio que nunca más estaré solo en la vida. La fe me redime de la soledad. Siempre estaré sostenido por una comunidad, pero al mismo tiempo tengo yo tengo que ser portador de la comunidad y enseñar desde el inicio la responsabilidad por los enfermos, por los aislados, por los que sufren y así se intercambia el don que yo hago. Por lo tanto, hace falta despertar en el hombre, en el que se esconde esta disponibilidad al amor y al don de sí mismo, este gran don y así dar la garantía de que también yo tendré hermanos y hermanas que me apoyan en estas situaciones de dificultad, en las que necesito una comunidad que no me abandona.

Sobre la importancia de la vida religiosa, sabemos que ante el estrés de este mundo la vida monástica y contemplativa atrae, y se muestra como un oasis en el que se puede vivir realmente. Ahora bien, ésta es una visión romántica y es necesario el discernimiento de las vocaciones. Sin embargo, la situación histórica confiere una cierta atracción a la vida contemplativa y no tanto a la vida religiosa activa.

Esto se ve mejor en la rama masculina, donde se ven religiosos, y también sacerdotes, que hacen un apostolado importante en la educación, con los enfermos etc. Se ve menos, lamentablemente, en las vocaciones femeninas, donde la profesionalidad parece hacer superflua la vocación religiosa. Hay enfermeras diplomadas, hay maestras de escuela diplomadas, por tanto ya no parece una vocación religiosa y esa cierta actividad será difícil de recomenzar si la cadena de las vocaciones se interrumpe.

Sin embargo vemos cada vez mejor que para ser una buena enfermera la profesionalidad no es suficiente. Es necesario el corazón. Es necesario el amor por la persona que sufre. Esto tiene una dimensión profundamente religiosa. Lo mismo pasa en la enseñanza. Ahora tenemos nuevas formas como los institutos seculares, cuyas comunidades demuestran con su vida que se trata de una manera buena de vivir para la persona, pero sobre todo necesaria para la comunidad, para la fe y para la comunidad humana. Por tanto pienso que, aunque cambien las formas –gran parte de nuestras comunidades activas femeninas vienen del siglo XIX, con el reto social preciso de aquel momento y hoy los retos son un algo distintos–, la Iglesia da a entender que servir a los que sufren y defender la vida son vocaciones con una profunda dimensión religiosa y que hay nuevas formas para vivir estas vocaciones. Crecen nuevos formas, hasta el punto que hay motivos para esperar en que el Señor conceda también hoy vocaciones necesarias para la vida de la Iglesia y del mundo.

[Ante la intervención del capellán en una cárcel local, en la que viven 260 personas de más de 30 nacionalidades, Benedicto XVI respondió:]

Gracias por sus palabras muy importantes y también muy conmovedoras. Poco antes de irme tuve oportunidad de hablar con el cardenal Martino, presidente del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz, que está elaborando un documento sobre el problema de nuestros hermanos y de nuestras hermanas encarcelados, que sufren, se sienten a veces poco respetados en sus derechos humanos, se sienten hasta despreciados y viven en una situación en la que realmente hay necesidad de la presencia de Cristo. Y Jesús, en el Evangelio de «Mateo» 25, en la anticipación del último juicio, habla explícitamente de esta situación: estuve en la cárcel y no me visitaste; estuve en la cárcel y me visitaste.

Así pues le estoy agradecido por haber hablado de estas amenazas a la dignidad humana en tales circunstancias, para aprender que tenemos que ser también sacerdotes hermanos de estos «mínimos» y porque ver en ellos al Señor que nos espera es de gran importancia. Tengo la intención, junto al cardenal Martino, de decir una palabra también pública sobre estas situaciones particulares, pues es una obligación para la Iglesia, para la fe, para su amor. Finalmente le agradezco el que haya dicho que no es tan importante lo que haces como lo que eres en nuestro compromiso sacerdotal. Sin duda tenemos que hacer muchas cosas y no ceder a la pereza, pero todo nuestro empeño da fruto solamente si es expresión de lo que somos, si en nuestro actuar aparece nuestra unión profunda con Cristo –instrumentos de Cristo, boca por la que Cristo habla, mano por la que Cristo actúa–. El ser convence y el hacer sólo convence en cuanto realmente es fruto y expresión del ser.

[ Otro sacerdote planteó el tema de la comunión a los fieles divorciados y vueltos a casar. Esta fue la respuesta del Santo Padre: ]

Sabemos todos que éste es un problema particularmente doloroso para las personas que viven en situaciones en las que son excluidas de la comunión eucarística y naturalmente para los sacerdotes que quieren ayudar a estas personas a amar a la Iglesia, a querer a Cristo. Esto plantea un problema.

Ninguno de nosotros tiene una receta, en parte porque las situaciones son si
empre diferentes. Diría que es particularmente dolorosa la situación de los que se casaron por la Iglesia, pero no eran realmente creyentes y lo hicieron por tradición, y luego, encontrándose en una nueva boda no válida se convierten, encuentran la fe y se sienten excluidos por el sacramento. Éste realmente es un sufrimiento grande y cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe invité a muchas Conferencias episcopales y especialistas a estudiar este problema: un sacramento celebrado sin fe. No me atrevo a decir si realmente se pueda encontrar aquí un motivo de invalidez porque en el sacramento faltó una dimensión fundamental. Personalmente yo lo pensé, pero con las discusiones que hemos tenido he comprendido que el problema es muy difícil y que tiene que todavía hay que profundizar en él. Ahora bien, dada la situación de sufrimiento de estas personas, es necesario profundizar en ello.

No me atrevo a dar ahora una respuesta, en cualquier caso me parecen muy importantes dos aspectos. El primero: aunque no puedan recibir la comunión sacramental no están excluidos del amor de la Iglesia y del amor de Cristo. Una Eucaristía sin la comunión sacramental inmediata ciertamente no es completa, falta algo esencial. Sin embargo también es verdad que participar en la Eucaristía sin comunión eucarística no es igual a nada, implica estar siempre implicados en el misterio de la Cruz y de la resurrección de Cristo. Siempre es participación en el gran sacramento en su dimensión espiritual y pneumática; también en su dimensión eclesial, aunque no estrictamente sacramental.

Y puesto que es el Sacramento de la Pasión de Cristo, el Cristo doliente abraza de modo particular a estas personas y se comunica con ellas de otro modo, pueden sentirse así abrazadas por el Señor crucificado que cae a tierra y muere y sufre por ellos, con ellos.

Hace falta, pues, dar a entender que aunque desafortunadamente falta una dimensión fundamental, no están excluidos del gran misterio de la Eucaristía, del amor de Cristo aquí presente. Esto me parece importante, como es importante que el párroco y la comunidad parroquial hagan experimentar a estas personas que, por una parte, tenemos que respetar el carácter indivisible del sacramento y, por otra parte, que queremos a estas personas que también sufren por nosotros. Y tenemos que sufrir con ellos, porque dan un testimonio importante, porque sabemos que en el momento en que se cede por amor se comete una falta contra el mismo sacramento y entonces la indisolubilidad aparece cada vez menos verdadera.

Conocemos no sólo el problema de las comunidades protestantes sino también de las Iglesias ortodoxas que son presentadas a menudo como modelo en el cual se tiene la posibilidad de volverse a casar. Pero sólo la primera boda es sacramental: también ellos reconocen que los otros no son sacramento, son matrimonios en modo reducido, redimensionados en una situación penitencial: en cierto sentido pueden ir a la comunión pero sabiendo que ésta es concedida «en economía» –como dicen– por un acto de misericordia que, sin embargo, no quita el hecho de que su boda no es un sacramento.

Otro punto que afecta a las Iglesias orientales sobre estos matrimonios es que han concedido la posibilidad de divorcio con gran ligereza y, por lo tanto, el principio de la indisolubilidad, verdadera sacramentalidad del matrimonio, queda gravemente herido.

Por una parte, pues, están el bien de la comunidad y el bien del sacramento que tenemos que respetar y por la otra el sufrimiento de las personas a las que tenemos que ayudar.

El segundo punto que tenemos que enseñar y también hacer creíble para nuestra misma vida es que el sufrimiento, forma parte necesariamente de nuestra vida en muchas formas. Y éste es un sufrimiento noble, diría yo. De nuevo hace falta hacer entender que el placer no lo es todo.

El cristianismo nos da alegría, como el amor da alegría. Pero el amor también es siempre renuncia a sí mismo. El mismo Dios nos ha dado la fórmula de qué es amor: quien se pierde a sí mismo se encuentra; quien asegura su vida se pierde.

Siempre es un éxodo y por lo tanto también un sufrimiento. El gozo verdadero es una cosa diferente del placer, la alegría crece, madura siempre con el sufrimiento en comunión con la Cruz de Cristo. Sólo aquí nace el gozo verdadero de la fe, de la que tampoco están excluidos si aprenden a aceptar su sufrimiento en comunión con el de Cristo.

[A los sacerdotes que pidieron explicaciones acerca de la administración del sacramento del Bautismo en situaciones particulares y sobre el «Compendio» del Catecismo el Santo Padre respondió:]

La primera cuestión es muy difícil y ya tuve la posibilidad de trabajar sobre ella cuando fui arzobispo de Munich, porque tuvimos casos de este tipo.

Se tiene que aclarar antes cada caso individual: si el obstáculo contra el Bautismo es tal que no se podría administrar sin faltar al sacramento o si la situación permite de pensar, incluso en un contexto de problemas, que este hombre realmente se ha convertido, tiene toda la fe, quiere vivir la fe de la Iglesia, quiere ser bautizado.

Yo pienso que dar ahora una fórmula general no respondería a la diversidad de las situaciones reales: busquemos naturalmente hacer todo lo posible para ofrecer el Bautismo a una persona que lo pide con plena fe, pero digamos que los detalles tienen que ser estudiados en cada caso particular.

El deseo de la Iglesia debe ser el de favorecer el sacramento, si una persona realmente se muestra convertida y quiere acceder al Bautismo y dejarse incorporar en la comunión de Cristo y la Iglesia. La Iglesia debería estar abierta, si no hay obstáculos que realmente hicieran contradictorio el Bautismo. Entonces, se debe buscar la posibilidad y, si la persona realmente está convencida y cree de todo corazón, entonces no caemos en el relativismo.

Segundo punto: sabemos todos que, en la situación cultural e intelectual de la que hemos hablado al inicio, la catequesis se ha hecho mucho más difícil. Por una parte necesita nuevos contextos para ser entendida y ser contextualizada para que se pueda ver como algo verdadero y que atañe al hoy y al porvenir y, por otra parte, se ha hecho una contextualización necesaria en los Catecismos de las muchas Conferencias Episcopales.

Ahora bien, son necesarias respuestas claras para que se pueda ver que ésta es la fe y lo demás son contextualizaciones, modos de darlo a entender. Así surgió una «disputa» dentro del mundo de la catequesis, entre el catecismo en el sentido clásico y los nuevos instrumentos de catequesis. Es verdad por una parte –ahora sólo hablo de la experiencia alemana– que muchos de estos libros no han llegado hasta su objetivo: siempre han preparado el terreno, pero estuvieron tan ocupados en preparar el terreno sobre el cual avanza la persona que al final no han llegado a dar la respuesta. Por otra parte los catecismos clásicos aparecieron tan cerrados en sí que la respuesta verdadera ya no tocaba la mente del catecúmeno de hoy.

Finalmente tomamos este compromiso pluridimensional: elaboramos el «Catecismo de la Iglesia Católica» que, por una parte, da las necesarias contextualizaciones culturales, pero también ofrece respuestas precisas. Lo hemos escrito con la conciencia de que desde éste Catecismo hasta la catequesis concreta todavía hay un camino nada fácil que recorrer. Pero también hemos entendido que las situaciones, sean lingüísticas, culturales o sociales, son tan diferentes en los distintos países, e incluso dentro de los mismos países en las distintas clases sociales, que el obispo o la Conferencia episcopal y el mismo catequista deben recorrer este camino último. Por tanto nuestra posición es decir: éste es el punto de referencia para todos, aquí se ve lo que cree la Iglesia. Luego las Conferencias Episcopales
crean los instrumentos que ayudan a la aplicación de la situación cultural y dan el paso que todavía falta. Y finalmente el mismo catequista tiene que dar los últimos pasos y quizás también se ofrecen los instrumentos aptos para estos últimos pasos.

Después de algunos años tuvimos una reunión en que los catequistas de todo el mundo nos dijeron que el Catecismo quedó bien, que fue un libro necesario, que ayuda dando la belleza, la organicidad y la plenitud de la fe, pero que necesitaban una síntesis. El Santo Padre Juan Pablo II, tomando acta de aquella reunión, encargó una comisión para hacer este Compendio, es decir, una síntesis del Catecismo grande, al que este se refiriera, extrayendo de él lo esencial. Inicialmente en la redacción del Compendio quisimos ser más breves aún, pero al final comprendimos que para decir realmente, en nuestro momento, lo esencial, el material necesario que serviría a todo catequista es el que hemos preparado. También hemos añadido algunas oraciones. Y pienso que realmente es un libro muy útil, en el que se encuentra la «suma» de lo que está contenido en el Catecismo grande, y en este sentido me parece que puede corresponder hoy al «Catecismo» de Pío X.

Siempre es necesario el empeño de los obispos individuales y de las Conferencias Episcopales para ayudar a los sacerdotes y a todos los catequistas en el trabajo con este libro y para hacer de puente a un determinado grupo, porque el modo de hablar, de pensar y de entender no sólo es muy diferente entre Italia, Francia y Alemania, África, sino también dentro de un país es acogido de manera muy diferente. Así pues, quedan como instrumentos para la Iglesia universal el «Catecismo de la Iglesia Católica» y el «Compendio», esencia del Catecismo.

Además necesitamos siempre el trabajo de los obispos que ayudan, en contacto con los sacerdotes y los catequistas, a encontrar todos los instrumentos necesarios para poder trabajar bien en esta siembra de la Palabra.

[ Finalmente el Santo Padre dirigió estas palabras a los presentes: ]

Querría dar las gracias por vuestras preguntas, que me ayudan a reflexionar sobre el futuro, y sobre todo por esta experiencia de comunión con un gran presbiterio de una bella diócesis. Gracias.

[El encuentro concluyó con el canto «Je te salue, Marie»]

[Traducción realizada por Zenit]

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ZENIT Staff

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