CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 30 octubre 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención que pronunció Benedicto XVI este domingo a mediodía al rezar el Ángelus desde la ventana de su estudio junto a miles de peregrinos congregados en la plaza de San Pedro del Vaticano.
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¡Queridos hermanos y hermanas!
Hace cuarenta años, el 28 de octubre de 1965, se celebró la séptima sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II. Le siguió una rápida sucesión de otras tres, y la última, el 8 de diciembre, marcó la clausura del Concilio. En la fase final de aquel acontecimiento histórico eclesial, que había comenzado tres años antes, se aprobó la mayor parte de los documentos conciliares. Algunos de ellos son más conocidos y se citan con frecuencia; otros no son tan conocidos, pero todos merecen ser recordados, pues conservan su valor y revelan una actualidad que, en cierto sentido, incluso ha aumentado. Hoy quisiera recordar los cinco documentos que el siervo de Dios, el Papa Pablo VI, y los padres conciliares firmaron aquel 28 de octubre de 1965. Se trata del decreto «Christus Dominus», sobre el ministerio pastoral de los obispos; el decreto «Perfectae caritatis», sobre la renovación de la vida religiosa; el decreto «Optatam totius», sobre la formación sacerdotal; la declaración «Gravissimum educationis», sobre la educación cristiana y, por último, la declaración «Nostra Aetate» sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.
Los temas de la formación de los sacerdotes, de la vida consagrada y del ministerio episcopal fueron objeto de tres asambleas ordinarias del Sínodo de los obispos, celebradas respectivamente en 1990, en 1995 y en 2001. Han retomado y profundizado ampliamente las enseñanzas del Vaticano II, como testimonian las exhortaciones apostólicas postsinodales de mi amado predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II, «Pastores dabo vobis», «Vita consecrata» y «Pastores gregis». Es menos conocido, sin embargo, el documento sobre la educación. Desde siempre la Iglesia está comprometida en la educación de la juventud, a la que el Concilio atribuye una «máxima importancia», tanto para la vida del hombre como para el progreso social (Cf. declaración «Gravissimum educationis», Proemio). También hoy, en la época de la comunicación global, la comunidad eclesial experimenta la importancia de un sistema educativo que reconozca la primacía del hombre como persona, abierta a la verdad y al bien. Los primeros y principales educadores son los padres, ayudados, según el principio de subsidiariedad por la sociedad civil (Cf.n, 3). La Iglesia, a quien Cristo le ha confiado la tarea de anunciar «el camino de la vida», (Cf. ibídem) siente que tiene una especial responsabilidad educativa. De diferentes maneras trata de cumplir esta misión: en la familia, en la parroquia, a través de asociaciones, movimientos y grupos de formación y de compromiso evangélico y, de manera específica, en las escuelas, en los institutos de estudios superiores y en las universidades (Cf. 5-12).
La declaración «Nostra Aetate» también es de grandísima actualidad, pues afecta a la actitud de la comunidad eclesial ante las religiones no cristianas. Basándose en el principio según el cual «todos los pueblos forman una comunidad» y por el que la Iglesia tiene la misión «de fundamentar la unidad y la caridad» entre los pueblos (n. 1), el Concilio «no rechaza nada de lo que hay de santo y verdadero» en las demás religiones y anuncia a todos a Cristo «camino, verdad y vida» en quien los hombres encuentran la «plenitud de la vida religiosa» (n. 2). Con la declaración «Nostra Aetate», los padres del Vaticano II propusieron algunas verdades fundamentales: recordaron con claridad el vínculo especial que une a los cristianos con los judíos (n. 4), confirmaron su estima por los musulmanes (n. 3) y por los seguidores de las demás religiones (n. 2) y confirmaron el espíritu de fraternidad universal que prohíbe toda discriminación o persecución religiosa (n. 5).
Queridos hermanos y hermanas, mientras os invito a volver a tomar en vuestras manos estos documentos, os exhorto a rezar conmigo a la Virgen María para que ayude a todos los creyentes en Cristo a tener siempre vivo el espíritu del Concilio Vaticano II para contribuir a instaurar en el mundo esa fraternidad universal que responde a la voluntad de Dios sobre el hombre, creado a imagen de Dios.
[Al final del Ángelus el Papa dirigió este mensaje:]
Como todos sabemos, el 8 de octubre pasado un fuerte terremoto golpeó la región de Cachemira, especialmente en la zona paquistaní, provocando la muerte de más de cincuenta mil personas e ingentes daños. También en este caso han sido numerosas las formas de solidaridad, pero la necesidad parece más grande que las ayudas ofrecidas hasta ahora. Renuevo, por tanto, mi llamamiento a la comunidad internacional para que se multipliquen los esfuerzos en apoyo de estas poblaciones que tanto han sufrido.
[A continuación, el Papa saludó en varios idiomas a los peregrinos. En castellano dijo:]
Me es grato saludar cordialmente a los peregrinos de lengua española presentes en la oración mariana del Ángelus, entre ellos los participantes en la procesión del Señor de los Milagros. En particular, saludo a mis Hermanos Obispos de España, a las distinguidas autoridades, a los sacerdotes, a las Religiosas Celadoras del Culto Eucarístico y a los fieles, venidos de Urgell y de Andorra, de Madrid y de Mallorca, que han tenido el gozo de participar en la beatificación de los sacerdotes Josep Tàpies y seis compañeros, y de la Hermana María de los Ángeles Ginard Martí, que afrontaron el martirio a causa de la fe en Cristo. Ellos son para todos un verdadero ejemplo de reconciliación y de amor hasta el extremo, así como un estímulo para dar un testimonio coherente de la propia fe en la sociedad actual, con una actitud de paz y de convivencia fraterna.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]