MÉXICO, 2 de noviembre de 2005 (ZENIT.org–El Observador).- Este miércoles el centro y el sur de México, como cada año, honraron a sus muertos con una fiesta de hondas raíces prehispánicas y católicas que se funden en el origen de los tiempos de este país de 105 millones de habitantes.
El Día de los Muertos o la fiesta católica de los Fieles Difuntos ha tenido sus citas más celebradas en la isla de Janitzio, al centro del lago de Pátzcuaro (Michoacán), en Oaxaca capital y en el poblado de Mixquic, muy cercano al Distrito Federal, declarado por la UNESCO como Patrimonio Oral o Inmaterial de la Humanidad.
Han sido diversos los actos, mezcla de religiosidad popular, paganismo y catolicismo, que llevan a cabo las familias y las comunidades de la vasta porción central y sureña de México. En particular, destacan los «altares» en los que las familias o los barrios recuerdan a sus difuntos.
Un «altar» tradicional –aunque ya se han ido borrando de la memoria de miles de mexicanos– está confeccionado en siete niveles, cada uno forrado de tela de color negro que representa los siete pecados capitales que, en vida, habría cometido el difunto.
Se llega hasta él por un camino de arena, rodeado de veladoras encendidas. Espejos y agua son dos elementos que no pueden faltar en los «altares» mexicanos. El espejo para que el muerto –que ha de venir el 2 de noviembre– vea su reflejo y el agua para que la beba y retome fuerza tras el viaje.
Al «altar» se le pone la imagen de un santo, generalmente el santo de la devoción propia del fallecido o de su familia, su comunidad, su barrio o su ciudad. También una cruz realizada, tradicionalmente de frutas como el tejocote o la lima, objetos personales, comida predilecta, una fotografía de la persona muerta y el pan de muerto.
Éste último es una tradición gastronómica que florece cada año con mayor fuerza. Se trata de un pan redondo, de harina, azúcar, huevo y manteca al que se adorna con figuras que asemejan fémures en la parte superior. Se le ofrece a los muertos y a los vivos, en señal de comunidad y de participación de la vida en la muerte o de la muerte en la vida.
La noche del 2 de noviembre transcurre entre rezos cristianos y cantos de la antigüedad prehispánica en un memorial profundo y sobrecogedor de los muertos, reminiscencia de la creencia indígena de que a los difuntos se les tenía que agasajar para que pudieran contentar a los dioses que dirigían el mundo hasta en sus últimas determinaciones.
A partir de la conquista y la evangelización española (siglo XVI) el Día de los Fieles Difuntos ha sido una cita obligatoria en el calendario litúrgico del país.
Quizá el color más representativo de estas fiestas es el amarillo que proviene de la flor de cempasúchil, una flor de tono amarillo casi rojizo que era usada por los aztecas en las ceremonias con las que enterraban a sus muertos.
También llamada «la flor con cuatrocientas vidas» el cempacúchil, según la tradición prehispánica, representaba a los muertos y su aroma era el camino para que éstos fueran y regresaran desde la tierra al lugar donde se encontraban sus almas.
La Iglesia católica en México ha intentado y sigue intentando evangelizar la fiesta, aunque se constatan todavía en algunos ambientes costumbres paganas. No ha tratado de atropellar las costumbres y tradiciones indígenas, sino más bien transformarlas y darles un sentido cristiano.
Por esto se sigue la costumbre de visitar los panteones y llevar flores a las tumbas, ya no porque se crea que los muertos regresarán con su visita, sino porque se quiere expresar el afecto por la persona fallecida y sobre todo para dedicar oraciones a Dios por su alma.
Lo mismo sucede con los «altares» de muertos a los que las familias cristianas han añadido un crucifijo –en recuerdo de su muerte y resurrección–, así como una imagen de la Virgen, que participa ya de la vida eterna con Jesús. Veladoras encendidas simbolizan la fe en Cristo, que es la Luz del mundo.
Al «bautizar» estas tradiciones la Iglesia ha tratado de iluminar con la fe cristiana la pena que deja la muerte de un ser querido, orar en familia por su alma, y reflexionar sobre la vida y la muerte a la luz de luz de la eternidad en el amor de Cristo.
Un mensaje que ha cobrado una candente actualidad ante la llegada de la fiesta de origen celta de «la noche de brujas» o el «Halloween», tan celebrada en el vecino país del Norte.