CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 16 de noviembre de 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la catequesis que dirigió Benedicto XVI este miércoles durante la audiencia general dedicada a comentar la segunda parte del Salmo 135 (versículos 10 a 26), «Himno pascual».

El hirió a Egipto en sus primogénitos:
porque es eterna su misericordia.

Y sacó a Israel de aquel país:
porque es eterna su misericordia.

Con mano poderosa, con brazo extendido:
porque es eterna su misericordia.

El dividió en dos partes el mar Rojo:
porque es eterna su misericordia.

Y condujo por en medio a Israel:
porque es eterna su misericordia.

Arrojó en el mar Rojo al faraón:
porque es eterna su misericordia.

Guió por el desierto a su pueblo:
porque es eterna su misericordia.

El hirió a reyes famosos:
porque es eterna su misericordia.

Dio muerte a reyes poderosos:
porque es eterna su misericordia.

A Sijón, rey de los amorreos:
porque es eterna su misericordia.

Y a Hog, rey de Basán:
porque es eterna su misericordia.

Les dio su tierra en heredad:
porque es eterna su misericordia.

En heredad a Israel su siervo:
porque es eterna su misericordia.

En nuestra humillación, se acordó de nosotros:
porque es eterna su misericordia.

Y nos libró de nuestros opresores:
porque es eterna su misericordia.

El da alimento a todo viviente:
porque es eterna su misericordia.

Dad gracias al Dios del cielo:
porque es eterna su misericordia.



1. Volvemos a reflexionar sobre el himno de alabanza del Salmo 135 que la Liturgia de las Vísperas propone en dos etapas sucesivas, siguiendo la distinción de temas que ofrece la composición. De hecho, la celebración de las obras del Señor se perfila en dos ámbitos: el del espacio y el del tiempo.

En la primera parte (Cf. versículos 1 a 9), que fue objeto de nuestra meditación precedente («De la belleza de la creación a la belleza de Dios»), aparecían las acciones divinas realizadas con la creación: dieron origen a las maravillas del universo. En esa parte del Salmo se proclama la fe en Dios creador, que se revela a través de sus criaturas cósmicas. Ahora, sin embargo, el gozoso canto del salmista, llamado por la tradición judía «el gran Halel», es decir, la alabanza más alta elevada al Señor, nos pone ante un horizonte diferente, el de la historia. La primera parte, por tanto, habla de la creación como reflejo de la belleza de Dios; la segunda habla de la historia y del bien que Dios nos ha hecho en el transcurso del tiempo. Sabemos que la Revelación bíblica proclama repetidamente que la presencia de Dios salvador se manifiesta de manera particular en la historia de la salvación (Cf. Deuteronomio 26, 5-9; Génesis 24, 1-13).

2. Pasan ante los ojos del orante las acciones liberadoras del Señor que tienen su momento central en el éxodo de Egipto, al que está íntimamente unido el difícil viaje por el desierto del Sinaí, que desemboca en la tierra prometida, el don divino que Israel experimenta en todas las páginas de la Biblia.

La famosa travesía del Mar Rojo, dividido «en dos partes», como desgarrado y domado cual monstruo vencido (Cf. Salmo 135,13), da a luz a un pueblo libre, llamado a una misión y a un destino glorioso (Cf. versículos 14-15; Éxodo 15, 1-21), que tendrá su interpretación cristiana en la plena liberación del mal con la gracia bautismal (Cf. 1 Corintios 10,1-4). Se abre después el itinerario del desierto: en él, el Señor es representado como un guerreo que, continuando la obra de liberación comenzada en la travesía del Mar Rojo, defiende a su pueblo golpeando a sus adversarios. Desierto y mar representan, entonces, el paso a través del mal y la opresión para recibir el don de la libertad y de la tierra prometida (Cf. Salmo 135, 16-20).

3. Al final, el Salmo se asoma a ese país que la Biblia exalta con entusiasmo como «tierra buena, tierra de torrentes, de fuentes y hontanares que manan en los valles y en las montañas, tierra de trigo y de cebada, de viñas, higueras y granados, tierra de olivares, de aceite y de miel, tierra donde el pan que comas no te será racionado y donde no carecerás de nada; tierra donde las piedras tienen hierro y de cuyas montañas extraerás el bronce» (Deuteronomio 8, 7-9).

Esta celebración enfática, que va más allá de la realidad de esa tierra, quiere exaltar el don divino, dirigiendo nuestra expectativa hacia el don más elevado de la vida eterna con Dios. Un don que permite al pueblo ser libre, un don que nace --como repite la antífona que salpica cada uno de los versículos-- del «hesed» del Señor, es decir, de su «misericordia» de su fidelidad al compromiso asumido en la alianza con Israel, de su amor que sigue revelándose a través del «recuerdo» (Cf. Salmo 135, 23). En el momento de la «humillación», es decir, durante las sucesivas pruebas y opresiones, Israel siempre descubrirá la mano salvadora del Dios de la libertad y del amor. En el momento del hambre y de la miseria el Señor también intervendrá para ofrecer a toda la humanidad la comida, confirmando su identidad de creador (Cf. versículo 25).
<br> 4. En el Salmo 135 se entrecruzan por tanto dos modalidades de la única Revelación divina, la cósmica (Cf. versículos 4-9) y la histórica (Cf. versículos 10-25). Ciertamente el Señor es trascendente como creador y árbitro del ser; pero se acerca también a sus criaturas, entrando en el espacio y en el tiempo. No se queda lejos, en el cielo lejano. Por el contrario, su presencia entre nosotros alcanza su cumbre en la Encarnación de Cristo.

Esto es lo que la interpretación cristiana del Salmo proclama claramente, como los testimonian los padres de la Iglesia que ven la cumbre de la historia de la salvación y el signo supremo del amor misericordioso del Padre en el don del Hijo, como salvador y redentor de la humanidad (Cf. Juan 3, 16).

De este modo, san Cipriano, mártir del siglo III, al comenzar su tratado «Sobre las buenas obras y sobre la limosna», contempla maravillado las obras que Dios ha realizado en Cristo, su Hijo, a favor de su pueblo, prorrumpiendo en un reconocimiento apasionado de su misericordia. «Hermanos queridos, son muchos y grandes los beneficios de Dios, que la bondad generosa y copiosa de Dios Padre y de Cristo ha realizado y realizará por nuestra salvación; de hecho, para preservarnos, para darnos una vida y podernos redimir, el Padre mandó al Hijo; el Hijo, que había sido enviado, quiso ser llamado también Hijo del hombre para convertirnos en hijos de Dios: se humilló para elevar al pueblo que antes estaba postrado por tierra, fue herido para curar nuestras heridas, se convirtió en esclavo para liberarnos a nosotros, que éramos esclavos. Aceptó la muerte para poder ofrecer a los mortales la inmortalidad. Estos son los numerosos y grandes dones de la misericordia divina» (1: «Tratados: Colección de Textos Patrísticos» - «Trattati: Collana di Testi Patristici», CLXXV, Roma 2004, p. 108).

[Dejando a un lado los papeles, el Papa añadió]
Con estas palabras, el santo doctor de la Iglesia desarrolla el salmo con una letanía de los beneficios que Dios nos ha hecho, añadiéndola a lo que el salmista todavía no sabía, pero que ya esperaba, el verdadero don que Dios nos ha hecho: el don del Hijo, el don de la Encarnación, en la que Dios se nos ha dado y con la que permanece con nosotros, en la Eucaristía y en su Palabra, cada día hasta el final de la historia. Corremos el peligro de que la memoria del mal, de los males sufridos, con frecuencia sea más fuerte que la memoria del bien. El salmo sirve para despertar en nosotros la memoria del bien, de todo el bien que el Señor nos ha hecho y nos hace, y que podemos ver si nuestro corazón está atento: es verdad, la misericordia de Dios es eterna, es tá presente día tras día.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, el Papa dirigió un saludo a los peregrinos en varios idiomas. En castellano, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:
El Salmo de hoy proclama la presencia del Señor en la historia de la salvación. Con las pruebas del desierto, que representan el mal y la opresión, el pueblo de Israel, a través del paso del Mar Rojo, recibe el don de la libertad y de la tierra prometida, descubriendo la mano liberadora del Dios del amor. Se entrelazan así dos modalidades de la única Revelación divina: la cósmica y la histórica. El Señor es trascendente, pero también cercano a sus creaturas.

La relectura cristiana del Salmo indica claramente que la presencia de Dios entre nosotros alcanza su culmen en la Encarnación de Cristo. Así lo testifican los Padres de la Iglesia, que ven el vértice de la historia de la salvación y la señal suprema del amor misericordioso de Dios Padre en el don de su Hijo: Cristo salvador y redentor, que se humilló para levantarnos, se hizo esclavo para conducirnos a la libertad y aceptó morir para ofrecernos la inmortalidad.

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los de la Parroquia Santiago Apóstol del Álamo de Madrid, así como a los de la Arquidiócesis de Guadalajara y de la Comunidad Apostólica de María siempre Virgen de México, a los de Antofagasta de Chile y otros países latinoamericanos. Saludo también a la Asociación de Sordociegos de España. Proclamad que Dios Padre ha enviado a su Hijo para darnos nueva vida y redimirnos. Él nos libera de todo mal con la gracia del bautismo.