José Trinidad Rangel
Nació en el rancho «El Durazno», de la ciudad de Dolores Hidalgo, Guanajuato, el sábado 4 de junio de 1887, en el seno de una familia cristiana humilde.
Siendo muy joven sintió la vocación al sacerdocio, pero debido a la escasez de recursos económicos de sus padres tuvo que posponer su entrada en el seminario hasta los veinte años. Ingresó en el seminario como alumno gratuito y externo en 1909, concediéndole una beca por su aplicación al estudio, que le permitió vivir como seminarista interno. El 13 de abril de 1919 recibió la ordenación sacerdotal.
El primer destino como sacerdote fue el de adscrito a la parroquia del Sagrario de León en calidad de miembro del Centro Catequístico de la Salle. Se refugió en la ciudad de León, Guanajuato, por no cumplir con la ley civil de inscribirse como sacerdote en el registro del Gobierno.
En León, viviendo como refugiado en casa de las hermanas Alba, entabló amistad con el p. Andrés Solá, refugiado como él, con el que compartía sus temores y dificultades, y en quien encontró una ayuda en su vivencia sacerdotal. Sabedor de su vocación y opción, rechazó el ofrecimiento de su hermano Agustín a dejar el país y refugiarse en Estados Unidos, prefiriendo aceptar el ofrecimiento de su superior eclesiástico de ir a celebrar clandestinamente los oficios de la Semana santa a las hermanas Mínimas de San Francisco del Rincón, donde fue detenido y trasladado a la comandancia antes de sufrir el martirio.
Como sacerdote destacó por su modestia, humildad, sencillez y celo por la salvación de las almas. Con intrepidez evangélica, desempeñó su ministerio, sin negar en ningún momento su condición sacerdotal aunque eso significara el encarcelamiento y la muerte.
Andrés Solá y Molist
Nació el 7 de octubre de 1895 en la masía conocida con el nombre de Can Vilarrasa, situada en el municipio de Taradell, parroquia de Santa Eugenia de Berga, provincia de Barcelona, diócesis de Vich, España. Fue el tercer hijo de una familia numerosa compuesta de once hermanos y los padres, que eran agricultores.
Al escuchar la predicación de un misionero claretiano en el pueblo de Sentforas, él y su hermano Santiago sintieron la vocación religiosa y entraron en el seminario que los misioneros tenían en Vich. Recibió la ordenación sacerdotal el 23 de septiembre de 1922 en la capilla del palacio episcopal de Segovia, España. Durante un año estuvo preparándose para el ministerio de la predicación en Aranda de Duero.
Terminado el curso de preparación recibió su destino, México, llegando junto con otros cinco claretianos a Veracruz el 20 de agosto de 1923. Ocho días más tarde llegó a la capital y visitó el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, poniendo bajo su protección su ministerio sacerdotal. En México desempeñó diversos oficios.
En diciembre de 1924 recibió, junto con sus hermanos de comunidad de León, la noticia de las leyes anticatólicas y anticlericales del presidente Calles, optando por refugiarse en una casa amiga, la de las hermanas Josefina y Jovita Alba, para evitar la expulsión del país.
En marzo de 1927, al arreciar la persecución religiosa, obedeciendo al superior local, p. Fernando Santesteban, dejó León y se marchó a México, D.F., donde estuvo unos cuantos días, regresando con el permiso del superior provincial para residir en León y ejercer allí su ministerio misionero. A los pocos días de haber llegado, el 23 de abril el superior de la comunidad le entregó una carta en la que le comunicaba la existencia de una orden de detención contra él y le invitaba a suspender toda actividad, a huir o a esconderse, y a cambiar de domicilio. No le dio importancia a dicha carta, considerando que nada malo le podría pasar, siendo detenido al día siguiente.
Una detención que no fue fruto de su imprudencia, sino más bien de la ingenuidad de dos señoras que tratando de hacer el bien, no se les ocurrió tomar las precauciones necesarias tras su visita al cuartel, donde pidieron la libertad para el p. Rangel. Cuando entraron los soldados en la casa de las hermanas Alba no reconocieron al p. Solá como sacerdote, sólo tras el registro efectuado a su habitación descubrieron una fotografía en la que estaba dando la primera Comunión a una niña. En ningún momento negó su condición sacerdotal, más bien confesó su nombre y condición, siendo suficiente para detenerlo junto con Leonardo Pérez, que se encontraba en el oratorio de la casa.
Fue llevado a la comandancia militar, último lugar terreno antes de abrazar la palma del martirio y contemplar a Cristo.
Ángel Darío Acosta Zurita
Nació el 13 de diciembre de 1908, en Naolinco, Veracruz. Fue bautizado en la iglesia parroquial de San Mateo Apóstol, el 23 de diciembre, con el nombre de Ángel Darío.
El ambiente familiar era cristiano y sencillo y su infancia transcurrió tranquila. Recibió la primera Comunión a la edad de seis años y posteriormente el sacramento de la Confirmación.
Desde niño conoció las limitaciones y los sacrificios, ya que en las revueltas armadas por la revolución su padre perdió el ganado que poseía y los medios económicos necesarios para el sostenimiento de su familia, enfermó de gravedad y al poco tiempo falleció. La joven viuda tuvo que hacer frente a la situación de extrema pobreza en que quedó. Darío la ayudó en el sostén de sus cuatro hermanos.
Con el apoyo de su madre y la ayuda del señor cura Miguel Mesa, pudo ingresar en el seminario del obispo Guízar y Valencia; primero como alumno externo, y al poco tiempo, por su excelente aprovechamiento y óptima conducta, con la ayuda de una beca, como seminarista.
Eran tiempos difíciles para la Iglesia por la revolución y las continuas luchas por el poder que asolaban el país, y mons. Guízar decidió trasladar su seminario a la ciudad de México.
Recibió la ordenación sacerdotal el 25 de abril de 1931, de manos de monseñor Guízar y Valencia y cantó su primera misa el día 24 de mayo, en la ciudad de Veracruz. Monseñor Guízar lo nombró vicario cooperador de la parroquia de la Asunción, en la ciudad de Veracruz, donde se desempeñaba como párroco el señor canónigo Justino de la Mora. También estaban ahí de vicarios el p. Rafael Rosas y el p. Alberto Landa.
Desde su llegada a Veracruz, fue notable para la gente su fervor y bondad, su preocupación por la catequesis infantil y dedicación al sacramento de la reconciliación.
El vendaval de la persecución rugía con gran violencia, y el párroco llamó en varias ocasiones a sus vicarios para manifestarles la gravísima situación en que se encontraba la Iglesia y el peligro constante que corrían sus vidas, por el simple hecho de ser sacerdotes, dejándoles en absoluta libertad de ocultarse, si así lo consideraban; o de irse a sus casas, si así lo deseaban. La respuesta que obtuvo de los tres fue siempre: «Estamos dispuestos a arrostrar cualquier grave consecuencia por seguir en nuestros deberes sacerdotales». La disposición al martirio era manifiesta y constantemente renovada en aquellos días en que el perseguidor mostró todo su odio a Dios y a la Iglesia católica, al promulgar el decreto 197, Ley Tejeda, referente a la reducción de los sacerdotes en todo el Estado de Veracruz, para terminar con el «fanatismo del pueblo». De parte del gobernador, fue enviada a cada sacerdote una carta exigiéndoles el cumplimiento de esa ley. Al p. Darío le correspondió el número 759 y la recibió el 21 de julio.
El día 25 de julio era la fecha establecida por el gobernador para que entrara en vigor la inicua ley. Era un día lluvioso, y en la parroquia de la Asunción todo transcurría normal. Las naves del templo estaban repletas de niños que habían llegado de todos los centros de catecismo, acompañados por sus catequistas. Había
también un gran número de adultos, esperando recibir el sacramento de la reconciliación. Eran las 6.10 de la tarde, cuando varios hombres vestidos con gabardinas militares entraron simultáneamente por las tres puertas del templo, y sin previo aviso comenzaron a disparar contra los sacerdotes. El p. Landa fue gravemente herido, el p. Rosas se libró milagrosamente, al protegerse en el púlpito y el p. Darío, que acababa de salir del bautisterio, en donde había bautizado a un niño, cayó acribillado por las balas asesinas, alcanzando a exclamar: «¡Jesús!».
Al escuchar los disparos, salió de la sacristía el señor cura De la Mora pidiendo que a él también lo mataran, pero los asesinos ya habían huido. El señor cura se acercó al p. Darío para darle los últimos auxilios.