CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 9 enero 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI este lunes a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede.
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Excelencias,
Señoras y Señores:
Con alegría os recibo a todos en este tradicional encuentro del Papa con el Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. Después de la celebración de las grandes fiestas cristianas de la Navidad y de Epifanía, la Iglesia todavía vive de esta alegría: es una gran alegría, porque surge de la presencia del Emmanuel –Dios-con-nosotros–, pero es también una alegría interior, puesto que es vivida en el ámbito doméstico de la Sagrada Familia, cuya historia sencilla y ejemplar la Iglesia recorre en este tiempo con íntima participación; al mismo tiempo, es una alegría que se ha de comunicar, pues la verdadera alegría se debilita y se apaga cuando se la aísla. A todos vosotros, Señoras y Señores Embajadores, a los Pueblos y Gobiernos que dignamente representáis, a vuestras queridas familias y a vuestros distinguidos Colaboradores, expreso mi deseo de alegría cristiana. Que ésta sea la alegría de la fraternidad universal traída por Cristo, una alegría rica de verdaderos valores y abierta a una generosa participación. Que ella os acompañe y aumente cada día del año que acaba de empezar.
Vuestro Decano, Señoras y Señores Embajadores, ha expresado la felicitación del Cuerpo diplomático, interpretando con delicadeza vuestros sentimientos. A él y a vosotros manifiesto mi agradecimiento. Él ha mencionado también algunos de los numerosos y graves problemas que inquietan al mundo de hoy. Éstos son objeto de vuestra solicitud y también de la Santa Sede y de la Iglesia católica en todo el mundo, solidaria de todo sufrimiento, de toda esperanza y de todo esfuerzo que acompaña el camino del hombre. Nos sentimos así unidos en una misión común, que nos sitúa siempre ante nuevos y enormes desafíos. Sin embargo, los afrontamos con confianza, con la voluntad de apoyarnos mutuamente – cada uno según su propio cometido – mirando hacia grandes metas comunes.
He dicho «nuestra misión común». ¿Y cuál es, sino la de la paz? La Iglesia no hace más que difundir el mensaje de Cristo, que vino – como escribe el apóstol Pablo en la Carta a los Efesios – a anunciar la paz a los que estaban lejos y a los que estaban cerca (cf. 2,17). Y vosotros, eximios representantes diplomáticos de vuestros Pueblos, según vuestro estatuto tenéis precisamente este noble objetivo: promover relaciones internacionales amistosas, en las que en realidad se sustenta la paz (Convención de Viena sobre las Relaciones Diplomáticas).
La paz – lo constatamos con dolor – en muchas partes del mundo está impedida, herida o amenazada. ¿Cuál es el camino hacia la paz? En el Mensaje que he dirigido para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz de este año he querido afirmar: «Donde y cuando el hombre se deja iluminar por el resplandor de la verdad, emprende de modo casi natural el camino de la paz» (n. 3). En la verdad, la paz.
Mirando la situación del mundo de hoy, en el que, junto a funestos escenarios de conflictos bélicos, abiertos o latentes, o sólo aparentemente calmados, se puede apreciar – gracias a Dios – un esfuerzo valiente y tenaz por parte de muchos hombres y de muchas instituciones en favor de la paz, quisiera proponer, como un estímulo fraterno, algunas reflexiones que presento en unos sencillos enunciados.
Primero: el compromiso por la verdad es el alma de la justicia. Quien se compromete por la verdad debe rechazar la ley del más fuerte, que se basa en la mentira y que – en el ámbito nacional e internacional – tantas veces ha provocado tragedias en la historia del hombre. La mentira a menudo se presenta con una apariencia de verdad, pero en realidad siempre es selectiva y tendenciosa, orientada egoísticamente a instrumentalizar al hombre y, en definitiva, a anularlo. Sistemas políticos del pasado, pero no sólo del pasado, son un amargo ejemplo de ello. En el lado opuesto están la verdad y la veracidad, que llevan al encuentro del otro, a su reconocimiento y al acuerdo. Por su propio resplandor —splendor veritatis–, la verdad no puede dejar de difundirse; y el amor de lo verdadero, por su dinamismo intrínseco, está orientado totalmente a la comprensión imparcial y ecuánime, así como a la participación, no obstante cualquier dificultad. Vuestra experiencia de diplomáticos confirma que, también en las relaciones internacionales, la búsqueda de la verdad logra individuar las diversidades hasta en los matices más sutiles y sus correspondientes exigencias, y por eso mismo también los límites que se han de respetar y no sobrepasar, en la defensa de todo legítimo interés de las partes. Esta misma búsqueda de la verdad os lleva, al mismo tiempo, a afirmar con fuerza lo que es común, lo que pertenece a la naturaleza misma de las personas, de cada pueblo y de cada cultura, y que debe ser respetado igualmente. Y cuando estos aspectos, distintos y complementarios – la diversidad y la igualdad – son conocidos y reconocidos, entonces los problemas pueden solucionarse y las discordias resolverse según justicia; entonces son posibles acuerdos profundos y duraderos. En cambio, cuando uno de ellos es desconocido o no es tomado en su debida consideración, entonces se produce la incomprensión, el enfrentamiento, la tentación de la violencia y del abuso de poder.
Con una evidencia casi ejemplar, estas consideraciones me parecen aplicables en aquel punto neurálgico de la escena mundial que es Tierra Santa. En ella el Estado de Israel tiene que poder subsistir pacíficamente de acuerdo con las normas del derecho internacional; en ella, por igual, el Pueblo palestino ha de poder desarrollar serenamente las propias instituciones democráticas por un futuro libre y próspero.
Estas consideraciones pueden aplicarse de una manera más amplia al contexto mundial actual, en el cual sin duda se ha vislumbrado el peligro de un choque de civilizaciones. El peligro se hace más agudo por el terrorismo organizado, que se extiende ya a escala mundial. Sus causas son numerosas y complejas, además de las ideológicas y políticas, unidas a aberrantes concepciones religiosas. El terrorismo no duda en atacar a personas inermes, sin ninguna distinción, o en imponer chantajes inhumanos, provocando el pánico en poblaciones enteras, para obligar a los responsables políticos a favorecer los planes de los terroristas mismos. Ninguna circunstancia puede justificar esta actividad criminal, que llena de infamia a quien la realiza y que es mucho más deplorable cuando se apoya en una religión, rebajando así la pura verdad de Dios a la medida de la propia ceguera y perversión moral.
El compromiso por la verdad por parte de las diplomacias, sea a nivel bilateral como plurilateral, puede dar una aportación esencial, para que las innegables diversidades que caracterizan a pueblos de diferentes partes del mundo y sus culturas puedan recomponerse no sólo en una coexistencia tolerante, sino en un más alto y más rico proyecto de humanidad. En siglos pasados los intercambios culturales entre judaísmo y helenismo, entre mundo romano, mundo germánico y mundo eslavo, como también entre mundo árabe y mundo europeo, han enriquecido la cultura y favorecido las ciencias y las civilizaciones. Así hoy debería darse de nuevo y en mayor medida, existiendo de hecho unas posibilidades de intercambio y de recíproca comprensión mucho más favorables. Por esto lo que hoy se pide es, ante todo, que se elimine todo obstáculo para el acceso a la información por medio de la prensa y de los modernos medios informáticos, y, además, que se intensifiquen los intercambios de profesores y de estudiantes entre las disciplinas humanísticas de las universidades de las diversas regiones culturales.
El segundo enunciado que quisiera proponer es: e
l compromiso por la verdad da fundamento y vigor al derecho a la libertad. La grandeza singular del ser humano tiene su última raíz en esto: el hombre puede conocer la verdad. Y el hombre la quiere conocer. Pero la verdad puede alcanzarse sólo en la libertad. Esto es válido para todas las verdades, como se ve en la historia de las ciencias; pero es cierto de manera eminente para las verdades en las que lo que está en juego es el hombre mismo en cuanto tal, las verdades del espíritu: las que conciernen al bien y al mal, las grandes metas y perspectivas de la vida, la relación con Dios. Porque ellas no se pueden alcanzar sin que esto lleve consigo profundas repercusiones en la orientación de la propia vida. Y una vez hechas propias libremente, necesitan además espacios de libertad para poder ser vividas en todas las dimensiones de la vida humana.
Aquí es donde interviene naturalmente la acción de cada Estado, así como la actividad diplomática interestatal. En la evolución actual del derecho internacional se ve con creciente sensibilidad que ningún Gobierno puede desentenderse de la tarea de garantizar a los propios ciudadanos unas condiciones adecuadas de libertad, sin perjudicar por eso mismo la propia credibilidad como interlocutor en las cuestiones internacionales. Y eso es justo: porque en la defensa de los derechos inherentes a la persona en cuanto tal, garantizados internacionalmente, se debe otorgar un valor prioritario al espacio reservado a los derechos a la libertad dentro de cada Estado, sea en la vida pública como en la privada, sea en las relaciones económicas como en las políticas, sea en las relaciones culturales como en las religiosas.
A este propósito es bien conocido, Señoras y Señores Embajadores, cómo la acción de la diplomacia de la Santa Sede está, por su naturaleza, orientada a promover, entre los diversos ámbitos en que debe desarrollarse la libertad, el aspecto de la libertad de religión. Por desgracia, en algunos Estados, incluso entre los que pueden alardear de tradiciones culturales pluriseculares, la libertad, lejos de ser garantizada, es más bien violada gravemente, particularmente respecto a las minorías. A este propósito quisiera sólo recordar lo establecido con gran claridad en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Los derechos fundamentales del hombre son los mismos en todas las latitudes; y entre ellos un lugar preeminente tiene que ser reconocido al derecho a la libertad de religión, porque concierne a la relación humana más importante, la relación con Dios. Quisiera decir a todos los responsables de la vida de las Naciones: ¡si no teméis la verdad, no debéis temer la libertad! La Santa Sede, cuando por doquier pide condiciones de verdadera libertad para la Iglesia católica, las pide igualmente para todos.
Quisiera pasar a un tercer enunciado: el compromiso por la verdad abre el camino al perdón y a la reconciliación. Surge una objeción ante la conexión indispensable entre el compromiso por la verdad y la paz: las diferentes convicciones sobre la verdad dan lugar a tensiones, a incomprensiones, a debates, tanto más fuertes cuanto más profundas son las convicciones mismas. A lo largo de la historia, éstas también han dado lugar a violentas contraposiciones, a conflictos sociales y políticos, e incluso a guerras de religión. Esto es verdad, y no se puede negar; pero esto ha ocurrido siempre por una serie de causas concomitantes, que poco o nada tenían que ver con la verdad y la religión, y siempre porque se quiere sacar provecho de medios realmente irreconciliables con el puro compromiso por la verdad y con el respeto de la libertad requerido por la verdad. Por lo que concierne específicamente a la Iglesia católica, ella condena los graves errores cometidos en el pasado, tanto por parte de sus miembros como de sus instituciones, y no ha dudado en pedir perdón. Lo exige el compromiso por la verdad.
La petición de perdón y el don del perdón, igualmente debido – porque para todos vale la advertencia de Nuestro Señor: «¡el que esté sin pecado, que tire la primera piedra! » (cf. Jn 8,7) – son elementos indispensables para la paz. La memoria queda purificada, el corazón apaciguado, y se vuelve pura la mirada sobre lo que la verdad exige para desarrollar pensamientos de paz. No puedo dejar de recordar las iluminadoras palabras de Juan Pablo II: «No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón» (Mensaje para la Jornada mundial de la Paz, 1 enero 2002). Con humildad y profundo amor, las repito a los responsables de las Naciones, en particular de aquéllas donde las heridas físicas y morales de los conflictos están más vivas y es más apremiante la necesidad de paz. Mi pensamiento se dirige espontáneamente a la tierra donde nació Jesucristo, el Príncipe de la Paz, que tuvo palabras de paz y perdón para todos; pienso en el Líbano, cuya población debe encontrar, también con la ayuda de la solidaridad internacional, su vocación histórica de colaboración sincera y fructuosa entre las comunidades de diferentes credos; pienso igualmente en todo el Oriente Medio, particularmente en Irak, cuna de grandes civilizaciones, enlutado diariamente en estos años por sangrientos actos terroristas. Pienso en África, y sobre todo en los Países de la Región de los Grandes Lagos, donde todavía se sufren las trágicas consecuencias de las guerras fratricidas de los años pasados; pienso en las poblaciones indefensas del Darfur, golpeadas con execrable ferocidad, con peligrosas repercusiones internacionales; y pienso en tantas otras tierras, de diversas partes del mundo, que son teatro de cruentos conflictos.
Entre las grandes tareas de la diplomacia se debe contar indudablemente con la de hacer comprender a todas las partes en conflicto que, si aman la verdad, no pueden dejar de reconocer los errores – y no sólo los de los otros -, ni pueden rechazar el abrirse al perdón, pedido y concedido. El compromiso por la verdad – que ciertamente les interesa – los convoca a la paz, a través del perdón. La sangre derramada no grita venganza, pero sí invoca respeto por la vida y la paz. Ojalá pueda la Peacebuilding Commission, instituida recientemente por la ONU, responder eficazmente a esta exigencia fundamental de la humanidad, con la cooperación llena de buena voluntad por parte de todos.
Señoras y Señores Embajadores, quisiera proponeros un último enunciado: el compromiso por la paz abre camino a nuevas esperanzas. Es como una conclusión lógica de lo que he tratado de ilustrar hasta ahora. ¡Porque el hombre es capaz de verdad! Lo es tanto sobre los grandes problemas del ser, como sobre los grandes problemas del obrar: en la esfera individual y en las relaciones sociales, en el ámbito de un pueblo como de la humanidad entera. La paz, hacia la que debe y puede llevarla su compromiso, no es sólo el silencio de las armas; es, más bien, una paz que favorece la formación de nuevos dinamismos en las relaciones internacionales, dinamismos que a su vez se transforman en factores de conservación de la paz misma. Y sólo lo son si responden a la verdad del hombre y a su dignidad. Y por esto no se puede hablar de paz allá donde el hombre no tiene ni siquiera lo indispensable para vivir con dignidad. Pienso ahora en las multitudes inmensas de poblaciones que padecen hambre. Aunque no estén en guerra, la suya no se puede llamar paz: más aún, son víctimas inermes de la guerra. Vienen también espontáneamente a mi mente las imágenes sobrecogedoras de los grandes campos de prófugos o de refugiados – en muchas partes del mundo – acogidos en precarias condiciones para librarse de una suerte peor, pero necesitados de todo. Estos seres humanos, ¿no son nuestros hermanos y hermanas? ¿Acaso sus hijos no vienen al mundo con las mismas esperanzas legítimas de felicidad que los demás? Mi pensamiento se dirige también a todos los que, por condiciones de vida indigna, se ven impulsados a emigrar lejos de su País y de sus seres queridos, con la espera
nza de una vida más humana. Ni podemos olvidar tampoco la plaga del tráfico de personas, que es una vergüenza para nuestro tiempo.
Muchas personas de buena voluntad, diversas instituciones internacionales y organizaciones no gubernativas, no se han quedado inactivo frente a estas «emergencias humanitarias», así como frente a otros dramáticos problemas del hombre. Pero se requiere un mayor esfuerzo conjunto de las diplomacias para individuar en la verdad, y superar con valentía y generosidad, los obstáculos que impiden encontrar todavía soluciones eficaces y dignas del hombre. Y la verdad exige que ninguno de los Estados prósperos se sustraiga a las propias responsabilidades y al deber de ayuda, utilizando con mayor generosidad los propios recursos. Se puede afirmar, sobre la base de datos estadísticos disponibles, que menos de la mitad de las ingentes sumas destinadas globalmente a armamento sería más que suficiente para sacar de manera estable de la indigencia al inmenso ejército de los pobres. Esto interpela a la conciencia humana. Nuestro común compromiso por la verdad puede y tiene que dar nueva esperanza a estas poblaciones que viven bajo el umbral de la pobreza, mucho más a causa de situaciones que dependen de las relaciones internacionales políticas, comerciales y culturales, que por circunstancias incontroladas.
¡Señoras y Señores Embajadores!
En la Navidad de Cristo la Iglesia ve cumplida la profecía del Salmista: «Amor y Verdad se han dado cita, Justicia y Paz se abrazan; la Verdad brotará de la tierra, y de los cielos se asomará la Justicia» (Sal 84,11-12). Al comentar estas palabras inspiradas, el gran Padre de la Iglesia Agustín, haciéndose intérprete de la fe de toda la Iglesia, exclama: «La verdad brota de la tierra: Cristo, que ha dicho: Yo soy la Verdad, ha nacido de la Virgen» (Sermo 185).
La Iglesia vive siempre de esta verdad; pero de modo particular se ilumina con ella y se alegra en esta etapa del año litúrgico. Y a la luz de esta verdad mis palabras, dirigidas a vosotros y para vosotros, que representáis aquí a la mayor parte de las Naciones del mundo, quieren ser al mismo tiempo testimonio y augurio: ¡en la verdad, la paz!
¡Con este espíritu, os deseo a todos muy cordialmente un feliz año!
[Traducción del original en francés distribuida por la Santa Sede]