CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 4 junio 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario al cántico del Apocalipsis (Capítulo 15, versículos 3-4) que expuso el sacerdote Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación, en las Vísperas que se celebraron este sábado durante el encuentro de Benedicto XVI con los nuevos movimientos y comunidades, en la plaza de San Pedro.
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«El verdadero protagonista de la historia es el mendigo: Cristo, mendigo del corazón del hombre, y el corazón del hombre, mendigo de Cristo». Con estas palabras, don Giussani acabó, hace ocho años, su intervención precisamente aquí, en la Plaza de San Pedro, arrodillado ante Juan Pablo II. Hoy volvemos como mendigos, todavía más deseosos de Cristo, maravillados por cómo Cristo ha seguido mendigando nuestro corazón.
1. «Grandes y maravillosas son tus obras,
Señor, Dios Todopoderoso;
justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de las naciones!» (Ap 15,3)
También nosotros podemos decir, como los mártires del Apocalipsis tras haber visto Su victoria: «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso». ¿Cuáles son las obras que nos hacen cantar? La resurrección de Cristo que, por obra del Espíritu Santo, nos ha aferrado en el bautismo, y nos ha convertido en “suyos”.
La victoria de Cristo nos hace exultar de gozo y de gratitud al ver como Él, aferrando toda nuestra humanidad, la lleva a una plenitud sin igual, empujándonos a no vivir ya para nosotros mismos, sino para aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2Co 5,14-15). Es en la carne, dentro de los acontecimientos de la vida, que se nos concede la gracia de vivir esta novedad: «Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20). El estupor del amor de Cristo por cada uno de nosotros domina nuestra vida, porque «ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20). De este modo hemos experimentado «el poder de su resurrección» (Flp 3,10).
Ésta es la derrota de la nada que siempre se cierne sobre cada hombre, y que tantas veces les hace dudar de que exista una respuesta que corresponda a las exigencias de verdad, de belleza, de justicia, de felicidad de su corazón, porque nada es capaz de fascinarlo totalmente durante mucho tiempo. En efecto, «sin la resurrección de Cristo sólo existe una alternativa: la nada». En Cristo resucitado, en cambio, vemos la victoria del Ser sobre la nada, y, por tanto, se reaviva en nosotros la única esperanza que no falla (Rm 5,5).
Gracias al encuentro con el carisma de don Giussani, en el gran cauce de la Iglesia, Cristo ha llegado a ser cada vez más familiar para nosotros, más que nuestro padre y nuestra madre, hasta provocar en nosotros la pregunta: «¿Quién eres Tú, Cristo?», según el mismo método que ha llevado a los discípulos de la experiencia del encuentro con la humanidad de Cristo a la gran pregunta sobre su divinidad. De este modo nosotros, bautizados, nos hemos revestido de Cristo (cf. Ga 3,27). Éste es el atractivo inatacable del cristianismo: nos hace participar en un acontecimiento que aferra todo nuestro yo y nos rescata cada vez que flaqueamos, como sucedió a los discípulos de Emaús, que decían conmovidos: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32). Así, a la luz de los dones de Espíritu, toda la realidad y toda la vida demuestran que la fe en Cristo, destino y salvación del mundo, es razonable.
2. «¿Quién no temerá, Señor,
y no glorificará tu nombre?
Porque sólo Tú eres santo» (Ap 15,4)
El reconocimiento del Señor es fácil por la imponencia de Su amor, que resplandece en Sus obras. Como fue para el pueblo de Israel, que ante la mano potente de Dios, «temió al Señor y creyó en él» (Cf. Es 14,31). Basta que nuestra libertad ceda y, como Su Santidad nos ha recordado de manera admirable en su encíclica, se deje implicar por Cristo en la «dinámica de su entrega» a nosotros (Deus caritas est, n.13). Esta entrega llega en la persona de Jesucristo a un «realismo inaudito» (n.12): el Dios encarnado se convierte en un atractivo tan irresistible que «nos atrae a todos hacia sí» (n.14). El hombre que se encuentra con Él siente que corresponde de tal modo a la espera del corazón, que no duda en exclamar ante la manifestación de la belleza de su santidad: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69).
Pero, como el mismo Pedro, muchas veces advertimos también todo el drama de la humana libertad que, en lugar de abrirse confiada en el reconocimiento sorprendido y agradecido del Señor, presente, puede cerrarse en la pretensión orgullosa de autonomía o en el escepticismo, hasta llegar a la desesperación, frente a la propia impotencia y a la imponencia del mal. Pero como Su Santidad nos ha recordado también en la encíclica, la santidad de Dios se muestra como amor apasionado por su pueblo, por cada hombre, amor que a la vez perdona (cf. Deus caritas est, n.10). Toda la fragilidad del hombre, su traición, todas las negras posibilidades de la historia son atravesadas por aquella pregunta planteada a Pedro aquel amanecer a la orilla del lago: «¿Me amas?» (Jn 21,17). A través de esta pregunta, sencilla y definitiva, la santidad única de Dios revela en la humanidad de Cristo su inconcebible y misteriosa profundidad: Dios es misericordia. En ella el hombre, cada uno de nosotros, es recreado en la verdad de su dependencia original, y la libertad florece de nuevo come adhesión humilde y dichosa, llena de petición: «Sí, Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero» (Jn 21,17). En este “sí” libre de la criatura, dentro de cada circunstancia de la vida, se refleja y actúa la gloria de Dios: «Gloria Dei vivens homo» (San Irineo, Adversus Haereses, IV,20,7)). La gloria de Dios es el hombre que vive.
3. «Todas las naciones vendrán, Señor,
y se postrarán ante ti,
porque han quedado de manifiesto tus justos designios» (Ap 15,4)
El juicio del Apocalipsis nos revela la verdad del día final, cuando todos vendrán y se postrarán en el reconocimiento de que Jesús es el Señor, y Cristo será definitivamente «todo en todos» (Col 3,11). Este juicio luminoso no está en contradicción con un mundo que parece alejarse de Dios. Sin embargo, a causa de la dramática situación en la que vivimos, es más fulminante la vehemente pregunta de Cristo: «Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (Lc 18,8).
Responder a esta pregunta nos hace más conscientes de la importancia de este encuentro. Reunirnos hoy alrededor de Pedro nos da la seguridad de que aquella realización final vive en la pertenencia a la Iglesia, al «pequeño rebaño», anticipo de la manifestación final. Pero, al mismo tiempo, nos consume la urgencia de la tarea a la que estamos llamados. Como en el primer Pentecostés, también nosotros hemos sido elegidos, llamados a convertirnos en testigos de la belleza de Cristo ante todas las naciones. ¡Qué sencillez de corazón hace falta para dejarse plasmar por Cristo, de manera que toda nuestra vida cotidiana resplandezca de novedad, desde el trabajo a la familia, desde las relaciones a las iniciativas! Lo único que podrá suscitar en aquellos que encontraremos el deseo de venir con nosotros a postrarse ante el Señor es que vean realizada en nosotros la promesa de Cristo de que quien le siga recibirá el ciento por uno aquí y ahora (Mc 10,29-30).
[Traducción del Consejo Pontificio para los Laicos]