Confidencias del cardenal Sepe tras cinco años al frente del dicasterio misionero

A cuyo término ha sido nombrado arzobispo de Nápoles

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CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 11 junio 2006 (ZENIT.org).- Al término de cinco años al frente del dicasterio misionero, el Papa nombró recientemente al cardenal Crescenzio Sepe arzobispo de Nápoles (Zenit, 22 mayo 2006).

El purpurado italiano abre el corazón y hace balance de estos años de labor en esta entrevista del organismo informativo «Fides», de la que publicamos amplios pasajes.

–Eminencia, hace cinco años, usted cruzaba el umbral del Palacio Propaganda Fide, nombrado prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos por el Santo Padre Juan Pablo II. ¿Qué sentimientos había en su corazón?

–Cardenal Sepe: Llegué a Propaganda Fide tras la experiencia entusiasmante del Gran Jubileo del Año 2000, que vio congregarse en Roma, alrededor del Santo Padre, a millones de peregrinos provenientes de todas partes del mundo, tras un largo camino de preparación que se desarrolló contemporáneamente, y sobre los mismos temas, en todas las Iglesias locales. Fue un periodo intenso e irrepetible, caracterizado por un gran trabajo de enorme alcance espiritual y también de un compromiso cotidiano junto a Juan Pablo II, que me puso en condiciones de profundizar aún más en la maravillosa riqueza de la Iglesia católica, universal, variada y multiforme en sus realidades, pero única y granítica en su fundamento, Jesucristo. El Jubileo, por lo demás, tenía como motivo fundamental la celebración del bimilenario del nacimiento de Jesucristo, el Enviado del Padre para traer al mundo la Salvación; por lo tanto, todos los acontecimientos giraban en torno a la persona y al mensaje de Nuestro Señor.

Si durante el Jubileo acogimos a cuantos venían a Roma desde los rincones más lejanos del mundo, en Propagnda Fide la perspectiva se invertía: desde aquí era necesario mirar al mundo, a los dos tercios de la humanidad que no han recibido aún la Buena Nueva. Como he recordado en varias ocasiones, mi llegada al Dicasterio Misionero realizaba de alguna manera una antigua aspiración: cuando, todavía estudiante, sentía en mi corazón el deseo ardiente de hacerme misionero. Ni puedo olvidar que en mi diócesis de origen, Aversa, nació el Beato Padre Paolo Manna, fundador de la Pontificia Unión Misionera y del Seminario del PIME de Ducenta. Tras un recorrido lleno de cambios durante mi vida sacerdotal, siempre marcado por la total disponibilidad al Señor, en Propaganda Fide he recibido la gracia de sumergirme completamente en el mundo de las misiones.

–Y hoy, tras cinco años…

–Cardenal Sepe: Como he comentado a mis colaboradores, agradezco profundamente al Señor por esta experiencia que me ha enriquecido tanto y que me ha permitido participar vivamente en los problemas y realidades de pueblos y culturas, con frecuencia lejanos geográficamente de nosotros, pero que hoy, en este mundo globalizado, se hacen cada vez más cercanos. En estos cinco años he aprendido mucho, he recibido mucho y he podido experimentar la extraordinaria vivacidad de la misión, con sus dolores, sus sufrimientos, pero también con sus alegrías.

Considero una gracia del Señor haber podido tocar con la mano la realidad de algunas comunidades cristianas como, por ejemplo, la de Mongolia, en la que el Evangelio vuelve a ser anunciado tras un largo periodo de silencio, y de haberla acompañado en los primeros pasos de esta nueva vida. ¿Cómo olvidar las prometedoras aperturas de la Iglesia en Vietnam, donde pude realizar una visita pastoral considerada «histórica» por aquella nación, visitando las tres regiones eclesiásticas del país, encontrándome con los obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas…? Presidí la inauguración de la nueva diócesis de Ba Ria y la toma de posesión del primer obispo, teniendo además la alegría de celebrar la ordenación sacerdotal de 57 diáconos vietnamitas ante una multitud enorme que, conmovida y feliz, abarrotaba no sólo la Catedral sino también la plaza y las calles adyacentes. Son testimonios de que la Iglesia de Vietnam está viviendo una página importantes de su historia, una página de alegría y esperanza para el futuro. Muy interesantes han sido también las visitas a Kuwait y a la Península Arábiga, donde tuve la alegría de consagrar obispos a dos Vicarios Apostólicos. La experiencia de estas comunidades católicas, que viven una situación particularmente difícil y delicada, me ha hecho experimentar la presencia del Señor que exhorta a su pequeño rebaño a no tener miedo, porque Él está con nosotros hasta el fin del mundo.

Mi visita a Sudán me ha llevado a sumergirme en una situación extremadamente compleja desde el punto de vista religioso, social y económico. El resultado de la larga guerra civil es gravoso y hace sentir todavía sus influjos: guerrilla, violencia, vandalismo… Sin contar con la destrucción de las estructuras, enfermedades, pobreza extrema. Incluso entre las filas de la Iglesia hay numerosos sacerdotes y religiosos que han sufrido traumas profundos a causa de la guerra civil. La visita a un campo de refugiados en Darfur fue la etapa más dolorosa y angustiosa del viaje. Hasta en medio de tanto dolor, he podido constatar la alegría de la comunidad católica, el entusiasmo y la firmeza de la propia fe, que son amparo también en aquel territorio particularmente difícil.

Otra nación africana a la que acudí para consolidar el proceso de paz que empieza a moverse tras más de treinta años de guerra es Angola. En la Catedral de Luanda, junto a todos los obispos de Angola, di gracias al Señor por el don de la paz, que puso fin al atroz flagelo de la guerra y a la dramática lucha fraticida de los hijos de esta tierra. Dramática herencia de este largo periodo son, también aquí, los campos de prófugos, que visité para llevar una palabra de consuelo y confianza en el futuro.

Momentos de alegría y de fiesta fueron los que viví junto a la comunidad católica de Benin, donde presidí las celebraciones conclusivas del Congreso Eucarístico nacional, en noviembre de 2002, o mi visita a Uganda, por el Centenario de la fe en la archidiócesis de Mbarara.
Inolvidable y entusiasmante, con todo su calor latinoamericano, fue la celebración del Segundo Congreso Misionero Americano, en noviembre de 2003, el primer gran acontecimiento misionero del nuevo milenio. Vi una Iglesia, aquella de América, que ha donado sin reservas todo lo que posee, desde su pequeñez, desde su pobreza, desde su martirio, a la misión de Jesucristo, para ir a todos los pueblos y todas las culturas a anunciar el Evangelio.

En Albania pude celebrar el décimo aniversario de la visita de Juan Pablo II, acontecida el 25 de abril de 1993, asistiendo también en aquella tierra, tras la larga noche de la persecución, a un nuevo despertar de la fe, marcado por la esperanza pero también por las pruebas y dificultades para los católicos y para la consolidación de las comunidades.

Y en México, en Azerbaiján, en la India, Tailandia, Camboya, Laos, Myanmar, Taiwán… Aún con todas mis limitaciones y debilidades, he tratado de seguir el espíritu de San Pablo, consolando a cuantos están en el dolor, alegrándome con quien está alegre, compartiendo anhelos y preocupaciones, resultados logrados o metas por alcanzar. Son muchos los rostros y las situaciones que se amontonan en mi mente y que cada día presento al Señor durante la Santa Misa. Ciertamente la obra misionera no es fácil, no son pocos los problemas y desafíos, antiguos y nuevos, que se presentan delante. Tenemos sin embargo una certeza: el Señor, que nos llama a una misión tan alta, nos concede con seguridad los medios para realizarla.

–Entonces, ¿qué se lleva consigo?

–Cardenal Sepe: Llevo conmigo la abnegación heroica de tantos misioneros y misioneras que viven en situaciones de gran sacrificio, pero están siem
pre contentos de poder anunciar al Señor y de gastarse hasta el último respiro por esta causa. Llevo conmigo la sangre derramada por decenas de obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, asesinados en todo el mundo sólo por ser cristianos, porque en nombre de su fe se oponían a todo lo que es contrario al Evangelio y a la dignidad de la persona humana. Y guardo todavía en mi corazón la alegría de tantas comunidades cristianas, nacidas en el sufrimiento, en la opresión, en la pobreza, que sin embargo han conservado la fe incluso en tiempos de persecución, y hoy miran con una firme esperanza su futuro, que es el futuro de toda la Iglesia.

Cómo olvidar después a tantos jóvenes que se preparan al sacerdocio o a la vida religiosa en tierras de misión, el fruto más bello nacido del sacrificio de los misioneros que han dado la vida por implantar la Iglesia allí donde no había resonado jamás el nombre de Jesucristo. Y también el «nuevo» compromiso misionero de tantos laicos, de movimientos, de nuevas comunidades, de familias enteras, que dejan todo para responder al mandato del Señor. En una palabra, llevo conmigo la convicción de que la Iglesia está viva, aunque afronta tribulaciones y opresiones; que ser cristiano es hermoso y es fuente de alegría, aún en medio de tantas dificultades, y que el Señor continua todavía hoy caminando al lado del hombre.
Por desgracia, muchos de los territorios llamados «de misión» presentan situaciones gravísimas que usted ha visto con sus propios ojos: guerras interminables, violencias, enfermedades, pobreza extrema, corrupción, discriminación…

Como el Cirineo del Evangelio, llamado a ayudar al Señor a llevar la cruz, durante mis viajes pastorales he podido conocer estas situaciones y he tratado de inclinarme para ayudar a tantos hermanos que, en todas las latitudes, llevan su cruz, con frecuencia pesada, a veces incluso abrumadora. Mi presencia en tantos contextos de dolor ha querido mostrar la solidaridad de la Iglesia, que aún en las más trágicas circunstancias continúa predicando el Evangelio del amor, de la justicia y de la paz. He tenido la posibilidad de exhortar a las autoridades interesadas y a todas las personas de buena voluntad para que intervengan y pongan en práctica acciones decisivas para detener todas estas situaciones. He llevado consuelo y reconocimiento a cuantos trabajan por aliviar, en la medida de lo posible, los sufrimientos de tanta gente, sufrimiento que nunca es un fin en sí mismo. Para quien tiene el don de la fe, tras las tinieblas del Calvario llega el alba de la Resurrección. Les he animado en este camino, he compartido sus angustias y les he invitado a cultivar la esperanza que no defrauda, porque viene de Dios.

–Si tuviese que indicar una prioridad que haya marcado su experiencia de prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, ¿cuál escogería?

–Cardenal Sepe: En estos años he insistido mucho en la necesidad de cuidar la formación, a todos los niveles. De manera particular pienso en los seminarios para los obispos, que han reunido en Roma durante algunas semanas a los ordinarios de los territorios de misión, sobre todo los nombrados más recientemente, que han escuchado una serie de lecciones sobre aspectos fundamentales de su ministerio en relación con los territorios en los que trabajan. Hemos tenido como relatores a los prefectos de los Dicasterios vaticanos y otras personalidades de altísimo nivel, con los que los obispos han podido entablar un diálogo franco y constructivo. Con el Master en Managment para el Desarrollo hemos inaugurado una nueva vía de ayudas para África, que quiere superar el viejo concepto de asistencialismo: un grupo de jóvenes provenientes de 17 naciones africanas, indicados por los presidentes de las Conferencias Episcopales de los varios países del continente, está siguiendo los cursos de este Master, promovido por nuestra Congregación, por la Universidad Católica de Milán y por la Pontificia Universidad Urbaniana. De esta manera, una vez que regresen a su patria, habrán recibido la formación necesaria para contribuir al futuro desarrollo económico y social de sus naciones.

El último gran trabajo ha sido el Congreso sobre el 40º Aniversario del Decreto Conciliar «Ad Gentes», en colaboración con la Pontificia Universidad Urbaniana, que ha reafirmado la actualidad del mandato misionero, al tiempo que ha identificado nuevos caminos para la misión en el tercer milenio. Estos son los grandes compromisos de los últimos años que me vienen a la mente, pero es casi imposible citar la red innumerable de otras actividades menores, pero no menos importantes, como visitas pastorales, encuentros y congresos misioneros, cursos de formación y animación misionera…

[Texto íntegro disponible en www.fides.org/aree/news/newsdet.php?idnews=8183&lan=spa].

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ZENIT Staff

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