«Quien cree nunca está solo»: Homilía del Papa en la multitudinaria misa de Ratisbona

Celebrada este martes

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RATISBONA, miércoles, 13 septiembre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció este martes Benedicto XVI durante la santa misa que presidió ante más de 250.000 personas en la explanada del Islinger Feld de Ratisbona

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¡Queridos hermanos y hermanas!

«Quien cree nunca está solo» es el lema de estos días. Lo vemos aquí realizado. La fe nos reúne y nos dona una fiesta. Nos dona el gozo en Dios, el gozo por la creación y por estar juntos. Sé que esta fiesta ha requerido mucha fatiga y mucho trabajo previo. A través de las noticias de los periódicos he podido darme de cuenta un poco de cuántas personas han comprometido su tiempo y sus fuerzas para preparar esta explanada en un modo así de digno; gracias a ellos está la Cruz aquí sobre la colina como signo de Dios para la paz del mundo; los caminos de acceso y de partida están libres; la seguridad y el orden están garantizados; se prepararon alojamientos, etc. No podía imaginar –de hecho ahora lo sé sólo sucintamente– cuánto trabajo, hasta los mínimos detalles, ha sido necesario para que podamos reunirnos. Por todo ello sólo puedo decir: «¡Gracias de corazón!». Que el Señor os lo recompense y que el gozo que ahora podemos experimentar gracias a vuestra preparación, sea devuelto multiplicado por cien a cada uno de vosotros. Me he conmovido, cuando he escuchado cuántas personas, en particular de las escuelas profesionales de Leiden y Amberg, así como compañías y personas, hombres y mujeres, han colaborado para embellecer mi casa y mi jardín. Estoy un tanto desconcertado ante tanta bondad, y puedo en este caso también decir solamente un humilde «¡gracias!» por este esfuerzo. No habéis hecho todo esto solamente por un hombre, por mi pobre persona; lo habéis hecho en la solidaridad de la fe, dejándoos guiar por el amor por el Señor y por la Iglesia. Todo esto es un signo de verdadera humanidad, que nace de haber sido tocados por Jesucristo.

Nos hemos reunido en una celebración de la fe. Ahora, sin embargo, surge la pregunta: ¿Pero en qué creemos realmente? ¿Qué significa: creer? ¿Puede todavía existir algo así en el mundo moderno? Viendo las grandes «Sumas» de teología redactadas en el Medioevo o pensando en la cantidad de libros escritos cada día a favor o en contra la fe, podemos desalentarnos y pensar que todo esto es demasiado complicado. Al final, si se quieren ver los árboles individualmente no se ve más el bosque. Es verdad: la visión de la fe comprende cielo y tierra; el pasado, el presente, el futuro, la eternidad, y por ello no es agotable jamás. Ahora bien, en su núcleo es mucho más sencilla. El Señor habla sobre ello con el Padre diciendo: «has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Cf. Mateo 11, 25). La Iglesia, por su parte, nos ofrece una pequeña «Suma», en la cual se expresa todo lo esencial: es el así llamado «Credo de los Apóstoles». Se divide normalmente en doce artículos, según el número de los Apóstoles, y habla de Dios, creador y principio de todas las cosas; de Cristo y de la obra de la salvación, hasta la resurrección de los muertos y la vida eterna. Pero en su concepción de fondo, el Credo está compuesto sólo por tres partes principales, y según su historia no más que una ampliación de la fórmula bautismal, que el Señor resucitado entregó a los discípulos para todos los tiempos cuando les dijo: « Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mateo 28, 19).

En esta visión se demuestran dos cosas: la fe es sencilla. Creemos en Dios, en Dios, principio y fin de la vida humana. En ese Dios que se pone en relación con nosotros, seres humanos, que es para nosotros origen y futuro. Así, la fe, contemporáneamente, es al mismo tiempo esperanza, es la certeza de que tenemos un futuro y de que no caeremos en el vacío. Y la fe es amor, porque el amor de Dios quiere «contagiarnos». Esto es lo primero: nosotros simplemente creemos en Dios, y esto lleva consigo también la esperanza y el amor.

Como segundo punto podemos constatar: el Credo no es un conjunto de sentencias, no es una teoría. Está, justamente, anclado en el acontecimiento del Bautismo, un acontecimiento de encuentro entre Dios y el hombre. Dios, en el misterio del Bautismo, se inclina hacia el hombre; sale a nuestro encuentro y así también nos acerca mutuamente. Porque el Bautismo significa que Jesucristo, por decirlo así, nos adopta como a sus hermanos y hermanas, acogiéndonos como hijos en la familia de Dios mismo. De este modo hace por lo tanto de todos nosotros una gran familia en la comunidad universal de la Iglesia. Sí, quien cree nunca está solo. Dios nos sale al encuentro. ¡Encaminémonos también nosotros hacia Dios y salgamos así los unos al encuentro de los otros! ¡No dejemos solo, en cuanto lo consientan nuestras fuerzas, a ninguno de los hijos de Dios!

Nosotros creemos en Dios. Ésta es una opción fundamental. ¿Pero es hoy aún posible? ¿Es algo razonable? Desde la Ilustración, al menos una parte de la ciencia se ha dedicado a buscar una explicación al mundo en la que Dios sería innecesario. Y si eso fuera así, Dios sería innecesario en nuestras vidas. Pero cada vez que parecía que este intento había logrado éxito inevitablemente surgía lo evidente: las cuentas no cuadran. Las cuentas sobre el hombre, sin Dios, no cuadran, y las cuentas sobre el mundo, sobre todo el universo, sin Él, no cuadran. A final de cuentas se presentan dos alternativas: ¿Qué existió primero? La Razón creadora, el Espíritu que obra todo y suscita el desarrollo, o la Irracionalidad que, carente de toda razón, produce extrañamente un cosmos ordenado matemáticamente, al igual que el hombre y su razón. Esta última, sin embargo, no sería más que un resultado casual de la evolución y por lo tanto, en definitivamente, también irrazonable. Como cristianos decimos: «Creo en Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra», creo en el Espíritu Creador. Nosotros creemos que en el origen está el Verbo eterno, la Razón y no la Irracionalidad. Con esta fe no tenemos necesidad de escondernos, no tenemos que tener miedo de encontrarnos con ella en un callejón sin salida. ¡Estamos contentos de poder conocer a Dios! ¡Y tratamos de hacer ver a otros la racionalidad de la fe, como San Pedro nos exhorta en su primera Carta!

Nosotros creemos en Dios. Lo afirman las partes principales del Credo y lo destaca sobre todo su primera parte. Pero ahora surge la segunda pregunta: ¿En qué Dios? Pues bien, creemos en ese Dios que es Espíritu Creador, Razón creadora, del que proviene todo y del que provenimos también nosotros. La segunda parte del Credo nos dice algo más. Esta Razón creadora es Bondad. Es Amor. Tiene un rostro. Dios no nos deja andar a tientas en la oscuridad. Se ha mostrado como hombre. Él es tan grande que se puede permitir hacerse pequeñísimo. « El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Juan 14, 9), dice Jesús. Dios ha asumido un rostro humano. Nos ama hasta de dejarse clavar por nosotros en la Cruz, para llevar los sufrimientos de la humanidad hasta el corazón de Dios. Hoy, que hemos aprendido a reconocer las patologías y las enfermedades mortales de la religión y de la razón, y la manera en que la imagen de Dios puede ser destruida a causa del odio y el fanatismo, es importante decir con claridad en qué Dios creemos y profesar confiadamente que este Dios tiene un rostro humano. Sólo esto nos impide tener miedo a Dios, que en definitiva es la raíz del ateísmo moderno. Sólo este Dios nos salva del miedo del mundo y de la ansiedad ante el vacío de la vida. Sólo mirando a Jesucristo, nuestro gozo en Dios alcanza su plenitud, se hace gozo redimido. ¡Dirijamos durante esta celebración solemne de la Eucaristía nuestra mirada al Señor y pidámosle el gran gozo que Él ha prometido a sus discípulos! (Cf.
Juan 16, 24)

La segunda parte del Credo termina con la perspectiva del Juicio Final y la tercera parte con la resurrección de los muertos. Juicio, ¿acaso esta palabra no nos da también miedo? Pero, por otro lado, ¿no deseamos todos que un día se haga justicia a todos los condenados injustamente, a cuantos han sufrido a lo largo de la vida y después de una vida llena de dolor han sido tragados por la muerte? ¿No queremos acaso que el exceso de injusticia y sufrimiento que vemos en la historia, al final se disuelva; que todos en definitiva puedan estar alegres, que todo adquiera un sentido? El concepto de Juicio universal es ese triunfo de la justicia, esa conjunción de tantos fragmentos de historia que parecen privados de sentido y su integración en un todo, en el que dominen la verdad y el amor. La fe no está para dar miedo; en cambio –con certeza– nos llama a la responsabilidad. No debemos desperdiciar nuestra vida, ni abusar de ella; tampoco debemos guardarla para nosotros mismos; frente a la injusticia no debemos permanecer indiferentes, haciéndonos colaboradores silenciosos o incluso cómplices. Debemos percibir nuestra misión en la historia y buscar corresponder. Lo que se necesita no es miedo sino responsabilidad, responsabilidad y preocupación por nuestra salvación, y por la salvación de todo el mundo. Pero cuando la responsabilidad y preocupación tienden a convertirse en miedo, deberíamos recordar las palabras de San Juan: «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo» (1 Juan 2, 1). «En caso de que nos condene nuestra conciencia, Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (Ibídem 3, 20).

Celebramos hoy la fiesta del «Santísimo Nombre del María». A cuantas llevan este nombre –mi mamá y hermana lo llevaban– quisiera expresar mis más cordiales felicitaciones por su onomástico. María, la Madre del Señor, del pueblo fiel ha recibido el título de «Advocata», pues es nuestra abogada ante Dios. Así la conocemos desde las bodas de Caná: como la mujer benigna, llena de solicitud materna y de amor, la mujer que advierte las necesidades ajenas y, para ayudar, las lleva ante del Señor. Hoy hemos escuchado en el Evangelio cómo el Señor la entrega como Madre al discípulo predilecto y, en él, a todos nosotros. En toda época, los cristianos han acogido con gratitud este testamento de Jesús, y junto a la Madre han encontrado siempre esa seguridad y confiada esperanza, que nos dan gozo en Dios. ¡Acojamos también nosotros a María como la estrella de nuestra vida, que nos introduce en la gran familia de Dios! Sí, quien cree nunca está solo. ¡Amén!

[© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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