CIUDAD DEL VATICANO, lunes 30 de junio de 2008 (ZENIT.org) Ofrecemos la homilía pronunciada ayer por el Papa Benedicto XVI, en presencia del Patriarca Ecuménico de Costantinopla Bartolomé I, durante la Misa celebrada en la Basílica de San Pedro, durante la cual se hizo entrega del Palio a los Arzobispos Metropolitanos nombrados este año:

Señores Cardenales,

Venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,

Queridos hermanos y hermanas

Desde los tiempos más antiguos la Iglesia de Roma celebra las solemnidad de los grandes Apóstoles Pedro y Pablo como única fiesta en el mismo día, el 29 de junio. A través de su martirio, se han convertido en hermanos; juntos son fundadores de la nueva Roma cristiana. Como tales los canta el himno de las Segundas Vísperas que se remonta a Paulino de Aquileia (+806): “O Roma felix – Roma feliz, adornada de púrpura por la sangre preciosa de Príncipes tan grandes. Tu superas toda belleza del mundo, no por tu mérito, sino por el mérito de los santos que has matado con la espada sanguinaria”. La sangre de los mártires no invoca venganza, sino que reconcilia. No se presenta como acusación, sino como “luz áurea” según las palabras del himno de las Primeras Vísperas: se presenta como fuerza del amor que supera el odio y la violencia, fundando así una nueva ciudad, una nueva comunidad. Por su martirio ellos -Pedro y Pablo- forman ahora parte de Roma: mediante el martirio también Pedro se ha convertido en ciudadano romano para siempre. Mediante el martirio, mediante su fe y su amor, los dos Apóstoles indican dónde está la verdadera esperanza, y son fundadores de un nuevo tipo de ciudad, que debe formarse siempre de nuevo en medio de la vieja ciudad humana, que está amenazada por las fuerzas contrarias del pecado y del egoísmo de los hombres.

En virtud de su martirio, Pedro y Pablo están en relación recíproca para siempre. Una imagen preferida por la iconografía cristiana es el abrazo de los dos Apóstoles de camino hacia el martirio. Podemos decir: su mismo martirio, en lo más profundo, es la realización de un abrazo fraterno. Ellos mueren por el único Cristo y, en el testimonio por el que dan la vida, son una cosa sola. En los escritos del Nuevo Testamento podemos, por así decirlo, seguir el desarrollo de su abrazo, este hacer unidad en el testimonio y en la misión. Todo comienza cuando Pablo, tres años después de su conversión, va a Jerusalén, “para consultar a Cefas” (Gal 1, 18). Catorce años después, sube de nuevo a Jerusalén, para exponer “a las personas más respetables” el Evangelio que él predica, para no encontrarse en el riesgo “de correr o de haber corrido en vano” (Gal 2, 1s). Al final de este encuentro, Santiago, Cefas y Juan le dan la mano derecha, confirmando así la comunión que les une en el mismo Evangelio de Jesucristo (Gal 2,9). Un bello signo de este abrazo interior creciente, que se desarrolla no obstante la diversidad de los temperamentos y de los cometidos, lo encuentro en el hecho de que los colaboradores mencionados al final de la Primera Carta de san Pedro -Silvano y Marco- son colaboradores también estrechos de san Pablo. En la unión de los colaboradores se hace visible de forma muy concreta la comunión de la única Iglesia, el abrazo de los grandes Apóstoles.

Al menos en dos ocasiones Pedro y Pablo se encontraron en Jerusalén; al final el recorrido de ambos desemboca en Roma. ¿Por qué? ¿Es esto quizás algo más que una pura casualidad? ¿Contiene quizás un mensaje duradero? Pablo llegó a Roma como prisionero, pero al mismo tiempo como ciudadano romano que, tras el arresto en Jerusalén, precisamente en cuanto tal había hecho recurso al emperador, a cuyo tribunal fue llevado. Pero en un sentido aún más profundo, Pablo vino voluntariamente Roma. Mediante la más importante de sus cartas, se había acercado interiormente a esta ciudad: a la Iglesia en Roma había dirigido el escrito que más que cualquier otro constituye la síntesis de su anuncio entero y de su fe. En el saludo inicial a la Carta dice que la fe de los cristianos de Roma habla a todo el mundo y que esta fe, por tanto, es percibida en todas partes como ejemplar (Rm 1, 8). Y escribe: “No quiero por tanto que ignoréis, hermanos, que muchas veces me he propuesto de ir a vosotros, pero hasta ahora he sido impedido” (1, 13). Al final de la Carta retoma este tema hablando ahora de su proyecto de llegar hasta España. “Cuando vaya a España espero, de paso, veros y ser ayudado por vosotros para llegar hasta esa región, tras haber gozado un poco de vuestra presencia” (15,24). “Y sé que, llegando adonde vosotros, vendré con la plenitud de la bendición de Cristo” (15,29). Son dos cosas que se hacen evidentes: Roma es para Pablo una etapa en el camino hacia España, es decir -según su concepto del mundo- hacia el borde extremo de la tierra. Considera su misión la realización del deber recibido de Cristo de llevar el Evangelio hasta los extremos confines del mundo. En este trayecto está Roma. Mientras Pablo solía ir solamente a los lugares en los que el Evangelio no ha sido aún anunciado, Roma constituye una excepción. Allí encuentra una Iglesia de cuya fe habla el mundo. El ir a Roma forma parte de la universalidad de su misión como enviado a todos los pueblos. El camino hacia Roma, que ya antes de su viaje externo él recorrió antes con su Carta, es parte integrante de su deber de llevar el Evangelio a todos los pueblos -de fundar la Iglesia católica universal. El ir a Roma es para él expresión de la catolicidad de su misión. Roma debe hacer visible la fe en todo el mundo, debe ser el lugar de encuentro en la única fe.

¿Pero por qué Pedro va a Roma? Sobre esto el Nuevo Testamento no se pronuncia de forma directa. Con todo, nos da alguna indicación. El Evangelio de San Marcos, que podemos considerar un reflejo de la predicación de san Pedro, está íntimamente orientado hacia el momento en que el centurión romano, frente a la muerte en cruz de Jesucristo, dice: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (15,39). Junto a la Cruz se desvela el misterio de Jesucristo. Bajo la Cruz nace la Iglesia de los gentiles: el centurión del pelotón romano de ejecución reconoce en Cristo al Hijo de Dios. Los “Hechos de los Apóstoles” describen como etapa decisiva para la entrada del Evangelio en el mundo de los paganos el episodio de Cornelio, el centurión de la cohorte italica. Tras un mandato de Dios, manda a alguien a coger a Pedro y éste, siguiendo también él una orden divina, va a casa del centurión y predica. Mientras esta hablando, el Espíritu Santo desciende sobre la comunidad doméstica reunida y Pedro dice: “¿Acaso se puede prohibir que sean bautizados a estos que han recibido el Espíritu santo igual que nosotros?” (Hch 10,47). Así, en el Concilio de los Apóstoles, Pedro se convierte en el intercesor para la Iglesia de los paganos, los cuales no tienen necesidad de la Ley, porque Dios ha “purificado sus corazones con la fe” (Hch 15,9). Ciertamente, en la Carta a los Gálatas Pablo dice que Dios ha dado a Pedro la fuerza para el ministerio apostólico entre los circuncidados, a él, Pablo, en cambio para el ministerio entre los paganos (2,8). Pero esta asignación podía estar en vigor sólo mientras que Pedro estaba con los Doce en Jerusalén en la esperanza de que todo Israel se adhiriera a Cristo. Frente al ulterior desarrollo, los Doce reconocieron la hora en la que también ellos debían encaminarse hacia el mundo entero, para anunciarles el Evangelio. Pedro, según la orden de Dios, había abierto el primero la puerta a los paganos, ahora deja la presidencia de la Iglesia judeo-cristiana a Santiago el Menor, para dedicarse a su verdadera misión: al ministerio para la unidad de la única Iglesia de Dios formada por judíos y paganos. El deseo de san Pablo de ir a Roma subraya -como hemos visto- entre las características de la Iglesia sobre todo la pala bra “catholica”. El camino de san Pedro hacia Roma, como representante de los pueblos del mundo, está sobre todo bajo la palabra “una”: su tarea es la de crear la “unidad” de la “catholica”, de la Iglesia formada por judíos y paganos, de la Iglesia de todos los pueblos. Y es ésta la misión permanente de Pedro: hacer que la Iglesia no se identifique nunca con una sola nación, con una cultura o con un Estado. Que sea siempre la Iglesia de todos. Que reúna a toda la humanidad más allá de cualquier frontera y, en medio de las divisiones de este mundo, haga presente la paz de Dios, la fuerza reconciliadora de su amor. Gracias a la técnica igual en todas partes, gracias a la red mundial de informaciones, como gracias a la unión de intereses comunes, existen hoy en el mundo nuevos modos de unidad, que sin embargo hacen surgir también nuevos contrastes y dan nuevo ímpetu a los viejos. En medio de esta unidad externa, basada en las cosas materiales, tenemos cada vez más necesidad de la unidad interior, que procede de la paz de Dios -unidad de todos aquellos que mediante Jesucristo han llegado a ser hermanos y hermanas. Y esta misión permanente de Pedro es también la tarea particular confiada a la Iglesia de Roma.

¡Queridos hermanos en el Episcopado! Quisiera ahora dirigirme a vosotros que habéis venido a Roma para recibir el Palio como símbolo de vuestra dignidad y de vuestra responsabilidad de Arzobispos en la Iglesia de Jesucristo. El palio ha sido tejido con lana de las oveja que el Obispo de Roma bendice cada año en la fiesta de la Cátedra de San Pedro, poniéndolas de esta forma, por así decirlo, aparte para que se conviertan en un signo para el rebaño de Cristo, que vosotros presidís. Cuando tomamos el palio en los hombres, este gesto nos recuerda al Pastor que toma sobre sus hombros a la oveja perdida, que por sí sola no encuentra el camino a casa, y la devuelve al establo. Los Padres de la Iglesia han visto en esta ovejita la imagen de toda la humanidad, de la entera naturaleza humana, que se ha perdido y no encuentra el camino a casa. El Pastor que la devuelve a casa sólo puede ser el Logos, la Palabra eterna de Dios mismo. En la encarnación Él nos ha tomado a todos -la ovejita “hombre”- sobre sus hombros. Él, la Palabra eterna, el verdadero Pastor de la humanidad, nos lleva; en su humanidad nos lleva a cada uno de nosotros sobre sus hombros. En el camino de la Cruz nos ha llevado a casa, nos lleva a casa. Pero Él quiere también hombres que “lleven” junto con él. Ser Pastor de la Iglesia de Cristo significa participar en esta tarea, del que el Palio hace memoria. Cuando lo llevamos puesto, Él nos pregunta: “¿Llevas conmigo a aquellos que me pertenecen? ¿Los traes hacia mí, hacia Jesucristo?” Y entonces nos viene a la mente la narración del envío de Pedro por parte del Resucitado. El Cristo resucitado une el mandato: “Apacienta a mis ovejas”, inseparablemente a la pregunta: “¿Me quieres, me quieres tu más que éstos?”. Cada vez que llevamos el Palio del Pastor del rebaño de Cristo debemos escuchar esta pregunta: “¿Tu me quieres?” y deberemos dejarnos interrogar sobre ese “más de amor” que él espera del Pastor.

Así el Palio se convierte en símbolo de nuestro amor por el Pastor Cristo y de nuestro amor junto con Él – se convierte en símbolo de la llamada a amar a los hombres como Él, junto con Él: aquellos que están en búsqueda, que se hacen preguntas, los que están seguros de sí mismos y los humildes, los sencillos y los grandes; se convierte en símbolo de la llamada a amar a todos con la fuerza de Cristo y en vista de Cristo, de modo que puedan encontrarle, y en Él, a sí mismos. Pero el palio, que recibís “desde” la tumba de san Pedro, tiene aún un segundo significado, inseparable del primero. Para comprenderlo, puede ser de ayuda una palabra de la Primera Carta de San Pedro. En su exhortación a los presbíteros de apacentar al rebaño de forma justa, él -san Pedro- se califica a sí mismo synpresbýteros, co-presbítero (5,1). Esta fórmula contiene implícitamente una afirmación del principio de la sucesión apostólica: los Pastores que se suceden son Pastores como él, lo son en unión con él, pertenecen al común ministerio de los Pastores de la Iglesia de Jesucristo, un ministerio que continúa en ellos. Pero este “con” tiene aún dos significados más. Expresa también la realidad que indicamos hoy con la palabra “colegialidad” de los Obispos. Todos nosotros somos co-presbíteros. Ninguno es Pastor por sí solo. Estamos en la sucesión de los Apóstoles solo gracias a estar en la comunión del colegio, en la que encuentra su continuación el colegio de los Apóstoles. La comunión, el “nosotros” de los Pastores forma pàrte del ser Pastores, porque el rebaño es uno solo, la única Iglesia de Jesucristo. Y finalmente, este “con” remite también a la comunión con Pedro y con su sucesor como garantía de la unidad. Así el Palio nos habla de la catolicidad de la Iglesia, de la comunión universal de Pastor y rebaño. Y nos remite a la apostolicidad: a la comunión con la fe de los Apóstoles, sobre la cual está fundada la Iglesia. Nos habla de la ecclesia una, catholica, apostolica y naturalmente, uniéndonos a Cristo, nos habla precisamente del hecho que la Iglesia es sancta y que nuestro obrar es un servicio a su santidad.

Esto nos hace volver, en fin, de nuevo a san Pablo y a su misión. Él ha expresado lo esencial de su misión, como también la razón más profunda de su deseo de ir a Roma, en el capítulo 15 de la Carta a los Romanos en una frase extraordinariamente bella. Él se sabe llamado a “servir como liturgo de Jesús para los gentiles, administrando como sacerdote el Evangelio de Dios, para que los paganos lleguen a ser una oblación grata, santificada por el Espíritu Santo” (15,6). Solo en este versículo Pablo utiliza la palabra “hierourgein” -administrar como sacerdote – junto con “leitourgós” - liturgo: él habla de la liturgia cósmica, en la que el mundo mismo de los hombres debe convertirse en adoración a Dios, oblación en el Espíritu Santo”. Cuando el mundo entero se haya convertido en liturgia de Dios, cuando en su realidad se haya convertido en adoración, entonces habrá llegado a su meta, entonces estará sano y salvo. Y este es el objetivo último de la misión apostólica de san Pablo y de nuestra misión. A este ministerio el Señor nos llama. Oremos en esta hora, para que Él nos ayude a llevarlo a cabo de forma justa, a convertirnos en verdaderos liturgos de Jesucristo. Amén

(Traducción de Inmaculada Álvarez)