Benedicto XVI a la familia franciscana: “seguid reparando la casa del Señor”

Audiencia a los religiosos franciscanos

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CIUDAD DEL VATICANO, lunes 20 de abril de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso del Papa a los miembros de la familia franciscana, durante la audiencia concedida el pasado sábado en Castel Gandolfo, con motivo del «Capítulo de las Esteras», con el que la Orden ha celebrado el octavo centenario de la aprobación pontificia de su Regla.

 

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Queridos hermanos y hermanas de la familia franciscana:

Con gran alegría os doy la bienvenida a todos vosotros, en esta feliz e histórica fecha que os ha reunido: el octavo centenario de la aprobación de la «protorregla» de san Francisco por parte del Papa Inocencio III. Han pasado ochocientos años, y esa docena de frailes se ha convertido en una multitud, diseminada en todas partes del mundo, y hoy dignamente representada, aquí, por vosotros. En los días anteriores os habéis dado cita en Asís en lo que habéis querido llamar el «Capítulo de las Esteras», para evocar vuestros orígenes. Y al término de esta extraordinaria experiencia habéis venido junto al «Señor Papa», como diría vuestro seráfico fundador. Os saludo a todos con afecto: los frailes menores de las res obediencias, guiados por los respectivos ministros generales, entre los cuales agradezco al padre José Rodríguez Carballo por sus corteses palabras; a los miembros de la tercera orden, con su ministro general; a las religiosas franciscanas y a los miembros de los institutos seculares franciscanos; y, sabiéndolas espiritualmente presentes, a las hermanas clarisas, que constituyen la «segunda orden». Estoy contento de acoger a algunos obispos franciscanos; y en particular al obispo de Asís, el arzobispo Domenico Sorrentino, que representa a la Iglesia local, patria de Francisco y de Clara y, espiritualmente, de todos los franciscanos. Sabemos qué importante fue para Francisco el lazo con el obispo de Asís de entonces, Guido, quien reconoció su carisma y lo apoyó. Fue Guido quien presentó a Francisco al cardenal Juan de San Pablo, el cual después lo presentó al Papa favoreciendo la aprobación de la Regla. Carisma e institución son siempre complementarios para la edificación de la Iglesia.

¿Qué deciros, queridos amigos? Ante todo deseo unirme a vosotros en la acción de gracias a Dios por todo el camino que os ha hecho realizar, colmándoos de sus beneficios. Y como pastor de toda la Iglesia, quiero darle gracias por el precioso don que vosotros mismos sois para todo el pueblo cristiano. Desde el pequeño arroyo manado a los pies del monte Subasio, se ha formado un gran río, que ha dado una contribución notable a la difusión universal del Evangelio. Todo tuvo inicio desde la conversión de Francisco, el cual, a ejemplo de Jesús, «se despojó a sí mismo» (cfr Fil 2,7) y, desposando a la Señora Pobreza, se convirtió en testigo y heraldo del Padre que está en los cielos. Al Pobrecillo se pueden aplicar literalmente algunas expresiones que el apóstol Pablo refiere a sí mismo y que me gusta recordar en este Año Paulino: «He sido crucificado con Cristo, y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,19-20). Y aún: «En adelante nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús» (Gal 6,17). Francisco recalca perfectamente estas huellas de Pablo, y en verdad puede decir con él: «Para mí la vida es Cristo» (Fil 1,21). Ha experimentado el poder de la gracia divina y está como muerto y resucitado. Todas las riquezas precedentes, todo motivo de orgullo y seguridad, todo se convierte en una «pérdida» desde el momento del encuentro con Jesús crucificado y resucitado (cfr Fil 3,7-11). Dejarlo todo se convierte en algo casi necesario para expresar la sobreabundancia del don recibido. Éste es tan grande, que requiere un despojamiento total, que aún así no es suficiente; merece una vida entera vivida «según la forma del santo Evangelio» (2 Test., 14: Fuentes Franciscanas, 116).

Y aquí llegamos al punto que se coloca en el centro de nuestro encuentro. Lo resumiré así: el Evangelio como regla de vida. «La Regla y vida de los frailes menores es ésta, es decir, observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo»: así escribió Francisco al principio de la Regla sellada (Rb I, 1: FF, 75). Él se comprendió totalmente a sí mismo a la luz del Evangelio. Esto es lo que fascina de él. Ésta es su perenne actualidad. Tomás de Celano refiere que el Pobrecillo «llevaba siempre a Jesús en el corazón, a Jesús en los labios, a Jesús en los oídos, a Jesús en los ojos, a Jesús en las manos, a Jesús en el resto de los miembros… Es más, encontrándose muchas veces de viaje y meditando o cantando a Jesús, se olvidaba de que estaba de viaje y se detenía para invitar a todas las criaturas a alabar a Jesús» (1 Cel., II, 9, 115: FF, 115). Así el Pobrecillo se convirtió en un Evangelio viviente, capaz de atraer a Cristo a los hombres y mujeres de todo tiempo, especialmente a los jóvenes, que prefieren la radicalidad a las medias tintas. El obispo de Asís, Guido, y después el Papa Inocencio III reconocieron en el propósito de Francisco y de sus compañeros la autenticidad evangélica, y supieron animar su empeño en vista también del bien de la Iglesia.

Surge espontáneamente aquí una reflexión. Francisco habría podido no ir a ver al Papa. Muchos grupos y movimientos religiosos se estaban formando en aquella época, y algunos de ellos se contraponían a la Iglesia como institución, o por lo menos no buscaban su aprobación. Seguramente una postura polémica hacia la Jerarquía habría procurado a Francisco no pocos seguidores. En cambio, él pensó en seguida en poner su camino y el de sus compañeros en las manos del obispo de Roma, el sucesor de Pedro. Este hecho revela su auténtico espíritu eclesial. El pequeño «nosotros» que había empezado con sus primeros frailes lo concibió desde el inicio dentro del gran «nosotros» de la Iglesia una y universal. Y el Papa reconoció esto y lo apreció. También el Papa, de hecho, por su parte, habría podido no aprobar el proyecto de vida de Francisco. Es más, podemos imaginar que entre los colaboradores de Inocencio III alguno debió aconsejarle en este sentido, quizás precisamente temiendo que aquel grupito de frailes se pareciera a otras agregaciones heréticas y pauperistas del tiempo. En cambio, el romano pontífice, bien informado por el obispo de Asís y por el cardenal Juan de San Pablo, supo discernir la iniciativa del Espíritu Santo y acogió, bendijo y animó a la naciente comunidad de los «frailes menores».

Queridos hermanos y hermanas, han pasado ocho siglos y hoy habéis querido renovar el gesto de vuestro fundador. Todos vosotros sois hijos y herederos de esos orígenes. De aquella «buena semilla» que fue Francisco, conformado a su vez con el «grano de trigo» que es el Señor Jesús, muerto y resucitado para dar mucho fruto (cfr Jn 12,24). Los santos vuelven a proponer la fecundidad de Cristo. Como Francisco y Clara de Asís, también vosotros empeñaos en seguir siempre esta misma lógica: perder la propia vida a causa de Jesús y del Evangelio, para salvarla y hacerla fecunda en frutos abundantes. Mientras alabáis y agradecéis al Señor, que os ha llamado a formar parte de una tan grande y bella «familia», permaneced en la escucha de lo que el Espíritu le dice hoy a ésta, a cada uno de sus componentes, para seguir anunciando con pasión el Reino de Dios, tras las huellas del padre seráfico. Que todo hermano y toda hermana custodie siempre un alma contemplativa, sencilla y alegre: volved a partir siempre de Cristo, como Francisco partió de la mirada del Crucificado de San Damián y del encuentro con el leproso, para ver el rostro de Cristo en los hermanos que sufren y llevar a todos su p
az. Sed testigos de la «belleza» de Dios, que Francisco supo cantar contemplando las maravillas de la creación, y que le hizo exclamar dirigiéndose al Altísimo: «¡Tú eres belleza!» (Alabanza de Dios altísimo, 4.6: FF, 261).

Queridísimos, la última palabra que quiero dejaros es la misma que Jesús resucitado entregó a sus discípulos: «¡Id!» (cfr Mt 28,19; Mc 16,15). Id y seguid «reparando la casa» del Señor Jesucristo, su Iglesia. En los días pasados, el terremoto que de los Abruzos dañó gravemente muchas iglesias, y vosotros de Asís sabéis muy bien lo que esto significa. Pero hay otra «ruina» que es mucho más grave: ¡la de las personas y las comunidades! Como Francisco, empezad siempre por vosotros mismos. Seamos nosotros en primer lugar la casa que Dios quiere restaurar. Si sois siempre capaces de renovaros en el espíritu del Evangelio, seguiréis ayudando a los pastores de la Iglesia a hacer cada vez más hermoso su rostro de esposa de Cristo. Esto es lo que el Papa, hoy como en los orígenes, espera de vosotros. ¡Gracias por haber venido! Ahora id y llevad a todos la paz y el amor de Cristo Salvador. Que María Inmaculada, «Virgen hecha Iglesia» (cf. Saludo a la Beata Virgen María, 1: FF, 259), os acompañe siempre. Y os sostenga también la bendición apostólica, que imparto de corazón a todos vosotros aquí presentes y a toda la familia franciscana.

[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en tres idiomas. En español dijo:]

Saludo con afecto a los queridos Hermanos y Hermanas de la Familia Franciscana, provenientes de los países de lengua española. En esta significativa conmemoración, os animo a enamoraros cada vez más de Cristo para que, siguiendo el ejemplo de Francisco de Asís, conforméis vuestra vida al Evangelio del Señor y deis ante el mundo un testimonio generoso de caridad, pobreza y humildad. Que Dios os bendiga.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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