Monseñor Marchetto: “En la tierra hay espacio para todos”

El secretario del dicasterio para los migrantes habló sobre la “Caritas in Veritate”

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VICENZA, jueves, 8 octubre 2009 (ZENIT.org).- En la tierra hay espacio para todos. Lo subrayó el arzobispo Agostino Marchetto, secretario del Consejo Pontificio de la Pastoral para los Migrantes e Itinerantes, interviniendo este lunes en Vicenza, Italia, sobre el tema “La encíclica Caritas in Veritate y la pastoral de los migrantes”, con motivo del encuentro promovido por la Fundación Migrantes diocesana.

En la encíclica, recordó monseñor Marchetto, el Papa se refiere a las causas que inducen a millones de hombres y mujeres a emigrar, como “la extrema inseguridad de vida, que es consecuencia de la carencia de alimentación”, la cuestión del agua, de la agricultura, del medio ambiente, de la energía, la búsqueda de un trabajo digno.

Otra causa de migración es la globalización que ha “contribuido en gran medida” a hacer salir a enteras regiones del subdesarrollo” pero que, como ha escrito el Papa, puede también “contribuir a crear riesgos de daños desconocidos hasta ahora y de nuevas divisiones en la familia humana”.

La sociedad, cada vez más globalizada, acerca pero no hace hermanos. Por esto, explicó el arzobispo, es “necesario que esta mayor cercanía entre las personas, hoy, se transforme en verdadera comunión, si se quiere llegar al auténtico desarrollo de los pueblos”, que depende sobre todo del reconocer ser una sola familia.

Como afirma el pontífice (nº 50), “hay espacio para todos en esta tierra nuestra: en ella, toda la familia humana debe encontrar los recursos necesarios para vivir dignamente, con la ayuda de la misma naturaleza, don de Dios a sus hijos, y con el empeño del propio trabajo y de la propia inventiva”.

La relación entre migraciones y desarrollo, reconoció monseñor Marchetto, es “bastante compleja” porque “no es lineal la relación causa-efecto entre los dos términos del binomio”.

Si, por un lado, explicó, “se considera que la falta de desarrollo en la tierra de origen genera emigraciones, porque allí es difícil asegurar una vida digna, o incluso satisfacer las fundamentales necesidades de supervivencia, para sí y para la propia familia”, por otro, “la emigración misma puede también generar una falta de desarrollo, que se hace muy difícil si se priva al país originario de los mejores recursos humanos, aptos para dar una aportación significativa a la producción local y a los procesos relacionados con ella”.

El prelado recordó las diversas situaciones de los migrantes, muchos de los cuales están “altamente cualificados y son competentes”, situación que provoca en los países menos desarrollados la llamada fuga de cerebros.

Tal contexto es especialmente problemático si se habla de los trabajadores del sector sanitario, “y sin embargo sería violar sus derechos humanos y su libertad de movimientos si se tomaran medidas que les quitaran la posibilidad de decidir libremente si irse o no”.

Junto a este tipo de emigración, hay otros “más numerosos y también más dolorosos” porque “no se trata del caso de personas en el fondo privilegiadas, buscadas por empleadores que necesitan conocimientos y capacidades profesionales o tecnológicas no fácilmente disponibles in situ”.

También estos otros tipos de migrantes, son necesarios porque “están dispuestos a desempeñar trabajos que los locales no quieren ya realizar”.

“¿Y qué decir de aquellos que han huido de su tierra natal a causa de guerras, violencias o persecuciones por motivos políticos, étnicos, religiosos o por su convicciones? ¿O de quien se ha alejado de catástrofes ambientales naturales o provocadas por el hombre?”, preguntó.

Vivir en una sociedad diferente de la propia es “un verdadero desafío para el inmigrante”, que se encuentra frente a las dificultades materiales cotidianas y a una “cuestión candente, que podría incluso desorientar: la integración”.

“¿Cuando se habla de integración, significa que el inmigrante debe adaptarse al modelo de vida local, hasta convertirse en una copia del autóctono, decuidando las propias legítimas raíces culturales?”, preguntó monseñor Marchetto, subrayando que si así fuera “sería asimilado y no integrado”.

La asimilación, constató, representa un empobrecimiento también de las sociedades de acogida, “porque la aportación cultural y humana del inmigrante a la sociedad que lo acoge y es de ese modo minimizada si no anulada”.

Si los migrantes deben “sin duda” dar “los pasos necesarios para ser incluídos socialmente en el lugar de destino”, este proceso debe sin embargo “respetar la herencia cultural que cada uno lleva consigo”.

La integración, concluyó monseñor Marchetto, no es “un camino de sentido único, no es camino a recorrer sólo por el inmigrante, sino también por la sociedad de llegada, que, en contacto con él, descubre su ‘riqueza’, acogiendo los valores de la cultura”.

Ambas partes deben por tanto estar dispuestas a empeñarse, “ya que el diálogo es motor de la integración y esto presupone una relación recíproca”.

Sólo de este modo, como recordó el Papa en su encíclica, se podrá “dar forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre y hacerla en alguna medida anticipación prefiguradora de la ciudad sin barreras de Dios”.

[Por Roberta Sciamplicotti, traducido del ialiano por Nieves San Martín]

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ZENIT Staff

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