BURGOS, sábado 6 de marzo de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha enviado monseñor Francisco Gil Hellín, arzobispo de Burgos, con motivo del Día internacional de la Mujer Trabajadora, 8 de marzo.
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Que una mujer conduzca un autobús, dirija una fábrica o mande una división es hoy completamente normal. No digamos nada sobre el hecho común a todos los países del primer mundo de que haya mujeres que ejercen la medicina, la arquitectura, la ingeniería, la docencia a todos los niveles y cualquiera de las mil y una especializaciones de la técnica. Ciertamente, desde tiempos inmemoriales la mujer ha molido el trigo y preparado la hornada de cada día, ha compartido tareas agrícolas y ganaderas y, sobre todo, ha dedicado muchísimas horas a la educación humana, espiritual y religiosa de sus hijos. Sin olvidar que en muchas civilizaciones ha llevado la administración doméstica del hogar, supliendo con su talento, ingenio y dedicación las carencias más primarias.
Sin embargo, el hecho al que aludía al principio está vinculado con la sociedad industrializada. El Día Internacional de la Mujer trabajadora es todavía más moderno. Su origen se remonta a 1857, cuando en Nueva York se produjo una marcha de mujeres trabajadoras de una fábrica textil en protesta contra las condiciones de trabajo. Otro hecho importante que condicionó la efeméride ocurrió en 1908 también en Nueva York, cuando un grupo de costureras industriales de grandes fábricas se declararon en huelga para protestar por sus condiciones laborales y pidieron aumento de sueldo, reducción en la jornada laboral y fin del trabajo infantil. Durante esta huelga pacífica, ciento veintinueve mujeres murieron quemadas en un incendio en la fábrica Cotton Textile Factory. Esto ocurrió el ocho de marzo de ese año.
Al año siguiente se celebró por primera vez en Estados Unidos el día de la mujer trabajadora y en 1910 se propuso ese día como día internacional de la mujer, en el Congreso Internacional de Mujeres Socialistas de Dinamarca. El ocho de marzo de 1977 las Naciones Unidas declararon el «Día internacional de Mujeres Trabajadoras» y eligieron el color lila para representar los esfuerzos de las mujeres que murieron.
Desde entonces la situación de la mujer ha avanzado de forma muy significativa. Sin embargo, todavía quedan muchas cosas por hacer para que la sociedad reconozca su dignidad. En las páginas de un Diario, una periodista burgalesa escribía recientemente con dolor estas palabras: «Es el tercer negocio que más pasta mueve en el mundo. Por delante sólo están el tráfico de drogas y el de armas, ambos deleznables pero algo menos repugnantes que la trata de personas -casi siempre, mujeres- que se lleva la medalla de oro de la indecencia». Se refería al terrible y bochornoso negocio de vender mujeres para la prostitución.
Es un caso significativo pero no el único. Pienso, por ejemplo, en el drama humano que se está creando con el fenómeno masivo de la inmigración en Europa: muchas mujeres se ven obligadas a venir en busca de un poco de bienestar para sus hijos, a costa de dejarlos en el país de origen, tantas veces en situaciones sumamente precarias.
La fe cristiana profesa que Dios ha creado al hombre y a la mujer con la misma dignidad personal y con los mismos derechos, puesto que a ambos los hizo a imagen suya y los destinó a la misma herencia del Cielo. Jesucristo, por su parte, dignificó tanto a la mujer, tan menospreciada en aquella sociedad, que el primer testigo del trascendental hecho de su resurrección fue una mujer: María Magdalena. Otra mujer, la Virgen María, fue elevada a la dignidad incomparable de Madre suya.
Mi reflexión para este día se podía resumir así. El hombre y la mujer son iguales en dignidad. Y en aquello que se distinguen son complementarios. Deseo con toda mi alma que la mujer sea reconocida socialmente en su plena dignidad. Y deseo, con la misma fuerza, que sea reconocida en su especificidad y en su feminidad, y que no sea el varón el punto de comparación sino la dignidad personal de que ella es portadora por voluntad del Creador.