Consejos de Benedicto XVI a una parroquia

Visita pastoral a la comunidad romana de San Juan de la Cruz

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CIUDAD DEL VATICANO, domingo 7 de marzo de 2010 (ZENIT.org). – Ofrecemos a continuación el texto de la homilía pronunciada este domingo por Benedicto XVI al visitar la parroquia de San Juan de la Cruz en Colle Salario, en el sector norte de la diócesis de Roma.

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Queridos hermanos y hermanas:

«Convertíos, dice el Señor, el reino de los cielos está cerca» hemos proclamado antes del Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma, que nos presenta el tema fundamental de este «tiempo fuerte» del año litúrgico: la invitación a la conversión de nuestra vida y a realizar obras dignas de penitencia. Jesús, como hemos escuchado, evoca dos episodios de crónica: una represión brutal de la policía romana dentro del templo (cfr Lucas 13,1) y la tragedia de los dieciocho muertos por el derrumbe de la torre de Siloé (v. 4). La gente interpreta estos hechos como un castigo divino por los pecados de esas víctimas, y, considerándose justa, se cree a salvo de estos accidentes, pensando que no tiene que convertirse de nada en su propia vida. Pero Jesús denuncia esta actitud como una ilusión: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo» (versículos 2-3). E invita a reflexionar sobre aquellos hechos para vivir un mayor compromiso en el camino de la conversión, porque es precisamente la cerrazón al Señor, el no recorrer el camino de la conversión, lo que lleva a la muerte, la del alma. En Cuaresma, Dios nos invita a cada uno de nosotros a dar un cambio a su propia existencia pensando y viviendo según el Evangelio, corrigiendo algo en nuestra forma de rezar, de actuar, de trabajar y en las relaciones con los demás. Jesús nos dirige este llamamiento no con una severidad que es un fin en sí misma, sino porque se preocupa por nuestro bien, por nuestra felicidad, por nuestra salvación. Por parte nuestra, debemos responderle con un sincero esfuerzo interior, pidiéndoles que nos haga entender de qué puntos en particular tenemos que convertirnos.

La conclusión del pasaje evangélico retoma la perspectiva de la misericordia, mostrando la necesidad y la urgencia de la vuelta a Dios, de renovar la vida según Dios. Refiriéndose a una costumbre de su tiempo, Jesús presenta la parábola de una higuera plantada en una viña; esta higuera, sin embargo, resulta estéril, no da frutos (cfr Lucas 13,6-9). El diálogo que tiene lugar entre el amo y el viñador manifiesta, por una parte, la misericordia de Dios, que tiene paciencia y deja al hombre, a todos nosotros, un tiempo para la conversión; y por otra, la necesidad de poner en marcha en seguida el cambio interior y exterior de la vida para no perder las ocasiones que la misericordia de Dios nos ofrece para superar nuestra pereza espiritual y corresponder al amor de Dios con nuestro amor filial.

También san Pablo, en el pasaje que hemos escuchado, nos exhorta a no engañarnos: no basta con haber sido bautizados y ser nutridos en la misma mesa eucarística, si no se vive como cristianos y no estamos atentos a los signos del Señor (cfr 1 Corintios 10,1-4).

¡Queridísimos hermanos y hermanas de la parroquia de San Juan de la Cruz! Estoy muy contento de estar en medio de vosotros, hoy, para celebrar con vosotros el Día del Señor. Saludo cordialmente al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro párroco, don Enrico Gemma, a quien agradezco las hermosas palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros, y a los demás sacerdotes que colaboran con él. Quisiera también extender mi pensamiento a todos los habitantes del barrio, especialmente a los ancianos, a los enfermos, a las personas solas y en dificultades. A todos y cada uno recuerdo al Señor en esta Santa Misa.

Sé que vuestra parroquia es una comunidad joven. De hecho, inició su actividad pastoral en 1989, viviendo un periodo de doce años en un local provisional, y después en el nuevo conjunto parroquial. Ahora que tenéis un nuevo edificio sagrado, mi visita desea animaros a realizar cada vez mejor esa Iglesia de piedras vivas que sois vosotros. Sé que la experiencia de los primeros doce años ha marcado un estilo de vida que aún permanece. La falta de estructuras adecuadas y de tradiciones consolidadas os ha empujado, de hecho, a confiar en la fuerza de la Palabra de Dios, que ha sido lámpara en el camino y ha traído frutos concretos de conversión, de participación en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía dominical, y de servicio. Os exhorto ahora a hacer de esta Iglesia un lugar en el que se aprenda cada vez mejor a escuchar al Señor que nos habla en las Sagradas Escrituras. Que éstas sigan siendo siempre el centro vivificante de vuestra comunidad, para que se convierta en escuela continua de vida cristiana, de la que parte toda actividad pastoral.

La construcción del nuevo templo parroquial os ha empujado a un compromiso apostólico conjunto, prestando una particular atención al campo de la catequesis y de la liturgia. Me congratulo por los esfuerzos pastorales que vais realizando. Sé que varios grupos de fieles se reúnen para rezar, formarse en la escuela del Evangelio, participar en los Sacramentos – sobre todo en la Penitencia y en la Eucaristía – y vivir esa dimensión esencial para la vida cristiana que es la caridad. Pienso con agradecimiento en cuantos contribuyen a hacer más vivas y participadas las celebraciones litúrgicas, y en cuantos, junto a la Caritas parroquial y al grupo de San Egidio, buscan salir al encuentro de las muchas exigencias del territorio, especialmente a las esperanzas de los más pobres y necesitados. Pienso finalmente en lo que estáis realizando admirablemente a favor de las familias, de la educación cristiana de los hijos y de cuantos participan en las actividades de la parroquia.

Desde su nacimiento, esta parroquia se ha abierto a los movimientos y a las nuevas comunidades eclesiales, madurando así una conciencia más amplia de Iglesia y experimentando nuevas formas de evangelización. Os exhorto a proseguir con valor en esta dirección, pero empeñándoos en implicar a todas las realidades presentes en un proyecto pastoral unitario. Me he enterado con aprecio de que vuestra comunidad se propone, en el respeto de las vocaciones y de los papeles de los consagrados y los laicos, la corresponsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Como ya he recordado, esto exige un cambio de mentalidad, sobre todo de cara a los laicos, «pasando de considerarles ‘colaboradores’ del clero a reconocerles como plenamente ‘corresponsables’ del ser y del actuar de la Iglesia, favoreciendo así la promoción de un laicado maduro y comprometido» (cfr Discurso de apertura del Congreso pastoral de la Diócesis de Roma – 26 de mayo de 2009).

Queridísimas familias cristianas, queridísimos jóvenes que vivís en este barrio y que frecuentáis la parroquia, dejaos cada vez más implicar por el deseo de anunciar a todos el Evangelio de Jesucristo. No esperéis a que otros vengan a traeros otros mensajes, que no conducen a la vida, sino haceos vosotros mismos misioneros de Cristo a los hermanos, donde viven, trabajan, estudian o sólo transcurren el tiempo libre. Poned en marcha también aquí una pastoral vocacional capilar y orgánica, hecha de educación de las familias y de los jóvenes en la oración y en vivir la vida como un don que procede de Dios.

¡Queridos hermanos y hermanas! El tiempo fuerte de la Cuaresma nos invita a cada uno de nosotros a reconocer el misterio de Dios, que se hace presente en nuestra vida, como hemos escuchado en la primera lectura. Moisés vio en el desierto una zarza que arde, pero no se consume. En un primer momento, movido por la curiosidad, se acerca para ver este acontecimiento misterioso, cuando de la zarza sale una voz que le llama
, diciendo: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Éxodo 3,6). Y es precisamente este Dios el que le vuelve a mandar a Egipto con el encargo de conducir al pueblo de Israel a la tierra prometida, pidiendo al faraón, en su nombre, la liberación de Israel. En ese momento, Moisés pregunta a Dios cuál es su nombre, el nombre con el que Dios muestra su particular autoridad, para poder presentarse al pueblo y después ante el faraón. La respuesta de Dios puede parecer extraña; parece que responde y no responde. Dice de sí mismo simplemente: «Yo soy el que soy». «Él es», y esto es suficiente. Dios, por tanto, no se negó a la petición de Moisés, manifiesta su propio nombre, creando así la posibilidad de la invocación, de la llamada, de la relación. Al revelar su nombre, Dios establece una relación entre Él y nosotros. Puede ser invocado, entra en relación con nosotros y nos da la posibilidad de entrar en relación con Él. Esto significa que Él se entrega, en cierto sentido a nuestro mundo humano, haciéndose accesible, casi uno de nosotros. Afronta el riesgo de la relación, del estar con nosotros. Lo que comenzó con la zarza ardiente en el desierto, se realiza en la zarza ardiente de la cruz, donde Dios, accesible en su Hijo hecho hombre, hecho realmente uno de nosotros, se nos entrega y, de este modo, realiza la liberación de la humanidad. En el Gólgota, Dios, que durante la noche de la huida de Egipto se reveló como el que libera de la esclavitud, se revela como quien abraza a cada hombre con la potencia salvadora de la Cruz y de la Resurrección y lo libera del pecado y de la muerte, lo acepta en el abrazo de su amor.

Permanezcamos contemplando este misterio del nombre de Dios para comprender mejor el misterio de la Cuaresma y vivir como personas y comunidad en permanente conversión, de manera que seamos en el mundo una epifanía constante, testimonio del Dios vivo, que libera y salva por amor. Amén.

[Traducción del original italiano realizada por Inma Álvarez y Jesús Colina

© Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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