Por el padre Mario Piatti icms

ROMA, miércoles 26 de octubre de 2011 (ZENIT.org)- Desde los orígenes, la Iglesia ha identificado en la figura de Juan -e l”discípulo amado”- los rasgos distintivos de todo discípulo del Señor, al que el Maestro, como último don de amor, desde la Cruz entregaba a su Madre. La mutua “encomienda” de Juan a María y del discípulo a la Madre, sellada con la Sangre de Cristo y por la solemnidad de “aquella hora” (cfr. Jn 19,25-27), ha sido considerada, a menudo, como fundamento de la auténtica devoción mariana y de la “consagración a María” (pedida por la misma Virgen en sus apariciones y, de forma explícita en Fátima).

Sin entrar en esta amplia y fascinante problemática y literatura, querría intentar, breve y sencillamente, ampliar esta perspectiva, colocándola en un horizonte universal.

Se advierte un cierto cansancio, a veces, cuando se habla de María Santísima a nuestros hermanos separados, sobre todo en el área protestante (como se sabe, por razones culturales e históricas la situación es distinta en Oriente) o en el proponerla, más allá de los confines de la catolicidad, a los “hombres de buena voluntad”, casi como si la Virgen fuese un obstáculo al diálogo “entre los principales sistemas” o una figura demasiado ligada a la esfera sentimental y, por tanto, un poco blanda, carente de consistencia teológica.

En realidad, ¿quién mejor que una madre puede ser el centro y el enlace afectivo más auténtico y profundo para todos los que siguen a Cristo el Señor?

La riquísima tradición oriental, por un lado, y la rigurosa referencia a la “sola Scriptura” por el otro, en realidad parecen confluir admirablemente en María, la theotokos, punto de unión “humanísimo” y materno de las exigencias evangélicas. La vertiente “mariana” de la Fe sólo puede consolidar los puentes de un diálogo --difícil, pero siempre fecundo y muy necesario- entre las distintas Iglesias, que en la Virgen pueden contemplar la respuesta más bella, más libre, más responsable y también más concreta al Verbo de Dios.

Su pariente Isabel exclama, llena de estupor e inspirada por el Altísimo: “¿Cómo es que la Madre de mi Señor viene a mí? (Lc 1,43)", palabras que preceden a las sucesivas proclamaciones solemnes de la Iglesia, de su maternidad divina, lo inmaculado de su alma, la asunción al Cielo; que resuenan en nuestro corazón y en el espíritu de quien, sin prejuicios, se acerca a Ella, recibiendo, con estupor, una lección de vida única, santa, inigualable.

Asociada en todo a la vida terrena del Hijo, María manifiesta, al mismo tiempo y de manera singular, la plena solidaridad con nuestra experiencia humana. Está siempre al lado de Cristo, y sobre todo en aquellos “sucesos” existenciales que marcan la vida de todo hombre: el nacimiento, la familia, la socialización, el sufrimiento, el dolor y la muerte.

Todo en Ella, está profundamente marcado por la fe en Yahvé, por la referencia a la Palabra del Altísimo y al misterio de Su Voluntad, también cuando, angustiada, no comprende (cfr. Lc 2,48-50) pero continúa confiando y guardando en su corazón todas estas cosas (Lc 2,51). También cuando todo parece, inexorablemente, concluirse en la tragedia de la Cruz. Ella acompaña, paso a paso, a su Hijo en el recorrido de su misión terrena con la fidelidad inquebrantable de quien ha puesto a Dios como fundamento de su existencia: el Stabat Mater de Juan (19,25) recoge propiamente la irrevocabilidad de su elección por Cristo, de quien es Madre pero --y quizás más- es la discípula por excelencia, extraordinaria en su humildad y fortaleza, en su incomparable dulzura y en su firmeza. Mujer de Fe, por tanto, mujer formada y plasmada por la Fe, que en Ella produce el fruto de una Caridad sin límites, imagen de la Caridad de la Iglesia. En este sentido, María habla al corazón de nuestros “hermanos separados”, con su acento típicamente materno.

Pero Ella también sabe hablar al corazón de todo hombre. Hay un lenguaje universal, hecho de amor, de comprensión, de atención y de ternura, que la Virgen encarna de un modo totalmente original. No por casualidad, el Evangelio de Juan se abre, en su colorismo mariano, con el episodio de las Bodas de Caná (Jn 2) y se cierra con la imagen dramática del Calvario: como diciendo que todo hombre puede sentirse cercano y solidario con aquella Mujer --da igual el Credo o la religión a la que pertenezca- porque con Ella comparte algo que es muy humano, la experiencia del amor (la viva atención por los esposos) y del dolor (la participación en la Pasión y en la Cruz). María está siempre allí, donde discurre la vida, donde hay “una experiencia humana”: por esto puede hablar al corazón de todo hombre.

No se trata de extender, indebida y superficialmente, las prerrogativas marianas a ámbitos que, aparentemente, no le pertenecen y no le competen, sino de reconocer un “carisma” único, expresión del “genio femenino” de María, que ha producido y produce tanto bien en la Iglesia y que puede contribuir a dialogar también con el mundo a partir de la esfera de la cotidianidad.

[Traducción del italiano por Carmen Álvarez]