MADRID, martes 20 noviembre 2012 (ZENIT.org).- Isabel Orellana Vilches nos propone el ejemplo de la vida de un mártir catalán en tierras mexicanas. En la primavera de 1927, entregó su vida por el futuro de la Iglesia católica en el país norteamericano.
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«Pedid, y se os dará», afirmó Cristo (Mt 7:7-12). Y Andrés que soñaba con la palma del martirio, la alcanzó en México. Vino al mundo el 7 de octubre de 1895 en Taradell (Barcelona, España). Sus padres, agricultores, educaron a sus once hijos en la fe. Andrés era el tercero y desde niño mostró su inclinación a la consagración. De hecho, en 1908 confesó a su padre que quería ser misionero. Piadoso, devoto de María, y responsable en sus estudios, entre otras virtudes que se apreciaban en él, quienes le conocían más de cerca no debieron sorprenderse cuando dio el paso definitivo hacia la vida religiosa. Ingresó en el seminario de los claretianos después de quedar conmovido por la predicación de uno de ellos. Y allí, mientras se formaba para ser sacerdote, tuvo ocasión de seguir profundizando en el evangelio y aprender a desasirse de tendencias y salidas de carácter que le dieron algunos disgustos. Admitía humildemente sus errores y se aplicaba en la fidelidad y obediencia. Era agradecido, modesto, servicial y observante de la regla. Tenía gran nobleza, y como «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12:34), de la suya brotaban sueños e ilusiones apostólicas a cada paso que tenían como horizonte la evangelización sustentada en su ardiente amor al Corazón de la Virgen María. Eran frecuentes sus visitas al Sagrario y se le veía orar fervorosamente ante el Santísimo.
Después de ser ordenado sacerdote en 1922 tras una corta estancia de un año en Aranda de Duero, partió a Veracruz donde llegó en agosto de 1923. Su gran devoción a María le condujo al santuario de Nuestra Señora de Guadalupe poniéndose bajo su amparo. Ejerció su ministerio en México y en León (Guanajuato) por espacio de unos cinco años, dedicado a los fieles y a las religiosas en una intensa labor misionera en medio de una complicada situación política que afectaba de lleno a la Iglesia con expresión concreta en los sacerdotes y religiosos, y de la que tuvo noticia en diciembre de 1924. De hecho, en un primer momento, ya tuvo que buscar amparo en casa de unas conocidas porque las autoridades gubernamentales habían dictado una orden de expulsión.
En la primavera de 1927 las dificultades lejos de suavizarse, empeoraron notablemente. Tanto es así que fue instado por sus superiores para abandonar León y proseguir su labor en México. Pero apenas hizo acto de presencia, le fue comunicada la noticia de su eventual detención anunciada por carta. De modo que no tenía otro horizonte que proteger su vida. Era valiente y así lo había mostrado en la infancia y siendo religioso. Sus familiares y compañeros reconocerían después de su muerte este nuevo matiz de su carácter que seguramente le hizo minusvalorar el alcance de la amenaza que se cernía sobre él. Decidió permanecer allí, con la prudencia debida, desde luego. Sin embargo esta cautela no fue tenida en cuenta debidamente por las personas que le alojaban y al día siguiente el efecto de su descuido conllevó la detención de Andrés.
Como ha sido propio de quienes han derramado su sangre por Cristo dio testimonio inmediato de su condición sacerdotal y se dispuso a beber el cáliz que le aguardaba. Era el signo inequívoco de un hombre coherente con su vocación. Si en un momento dado vino a su mente este sentimiento acerca del martirio: «¡Quién sabe si ahora el Señor me concederá esta Gracia! Si así fuera, que acepte mi sangre por el triunfo de la Iglesia Católica en México», el velo quedaba descorrido y llegada su hora suprema. Fue ajusticiado el 25 de abril de 1927 en crudo suplicio al que sobrevivió unas horas mientras repetía: «Jesús mío, Jesús mío, por Ti muero». Herido de muerte, pero aún con vida, brazos bondadosos y humanitarios le extrajeron del espeso «chapopote» (alquitrán) al que sus verdugos le habían arrojado. Fue beatificado el 20 de noviembre de 2005.