El matrimonio: entre crisis y belleza

El problema actual no es la crisis de los matrimonios, sino la crisis de la fe que aleja al hombre y la mujer de Dios haciéndoles olvidar que son criaturas que se realizan solo donándose gratuitamente

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Últimamente se habla mucho de matrimonio. Parece que es un derecho de todos y, al mismo tiempo, uno tiene la impresión de que se sabe cada vez menos qué es realmente. Son muchos los matrimonios que se rompen y aún más el número de personas que no consiguen tomar la decisión de casarse.

La Palabra de Dios habla mucho también del matrimonio en el contexto de la revelación del amor de Dios hacia la familia humana. Jesús enseña que el matrimonio es algo santo, un gesto por el cual un hombre y una mujer se hacen una sola cosa, para toda la vida (Mt 19). Y Él siempre acogía y bendecía a los niños, fruto natural del matrimonio. Dios se muestra entonces como el que ama y bendice las familias, de hecho, ha querido que el hombre viniese al mundo por medio de las familias y Él mismo se ha hecho hombre en medio de una familia humana. Dios que es grande e omnipotente se ha hecho niño en Jesús, viviendo durante treinta años «sometido» a sus padres.

El Evangelio nos habla sin duda de la santidad e indisolubilidad del matrimonio. Dios dice que los que se casan se convierten en una sola carne de forma que nada puede separarlos. Pero estas palabras, para nosotros hombres de este siglo, son una fuente de cierto desaliento y confusión y parecen fuera de lugar. Sabemos bien que más del 40% de los matrimonios se interrumpe y muchos sostienen que sea un derecho separar lo que Dios ha unido. Esto es un verdadero drama actual, que causa dolor y sufrimiento, especialmente a los niños El matrimonio parece ser una elección de un grupo reducido o algo de poco valor. En esta situación, los niños son cada vez más raros, casi desaparecen de nuestra sociedad.

Sin embargo si el hombre se mira a sí mismo, se da cuenta de poseer en sí un gran deseo de amar a otra persona totalmente, de ser feliz y hacer feliz a otra persona. Tenemos un deseo de donarnos integralmente porque sabemos que el amor o es total o no existe. El amor pide la eternidad, la perfección del don. Pero ¿por qué tenemos este gran deseo? ¿Y por qué parece imposible cumplirlo en nuestros días?

Este gran deseo existe porque nuestra misma vida es un don, un don de Dios. Nosotros no nos pertenecemos, no venimos de nosotros mismos, sino del amor de otros. Dios nos ha creado, nos ha dado la vida gratuitamente, sin pedir nada, y esto viene por medio del amor de nuestros padres. Por este motivo el hombre solo puede realizarse cuando se dona, donando de nuevo a Dios y a los otros los dones recibidos de Dios.

Uno de los modos – aún si no es el único – del hombre de donarse totalmente a Dios y a los otros es el matrimonio, en el cual un hombre y una mujer se convierte en una sola cosa. Los esposos amándose, aman en realidad a Dios, hacen de su vida un don recíproco, encuentran un camino para la felicidad y pueden colaborar con Dios en el poder único de dar la vida. El amor verdadero es absoluto, pide la totalidad del tiempo, la apertura a la vida, el querer donarse siempre. El amor tiene una lógica propia.

Quien ama verdaderamente busca donarse totalmente y el amor cuando es donado, no se pierde, no se gasta, pero crece y produce sus frutos. El amor se destruye solamente cuando una persona se casa para hacerse feliz a sí misma, no descubriendo sin embargo que solo hay un camino para la felicidad plena: buscar hacer feliz al otro.

Dios, además, ha querido que el matrimonio fuera un sacramento, un signo sagrado que da a los hombres la capacidad de donarse los unos a los otros, en un amor total y fecundo para toda la vida. «Nuestro Salvador se dirigió a aquella boda (de Caná) para santificar el principio de la generación humana [1].  Y el sacramento supone la igualdad de la dignidad de la hombre y la mujer y su complementariedad en lo que tienen de diferente, que es mucho. El libro del Génesis dice que Adán, después de la creación, vio todos los animales y no encontró ninguno con el que identificarse, que fuese similar a él. Entonces el texto bíblico usa una imagen poética bellísima: la mujer fue creada a partir de la costilla del hombre. Esta imagen significa que la mujer es igual al hombre en dignidad. Ella no se ha hecho del pie de Adán porque sea inferior a él, ni Dios ha quitado del cerebro del hombre para hacer a la mujer. Dios ha quitado al hombre una costilla que es la parte del cuerpo que más cerca está de su corazón. Por eso Adán cuando Adán vio a Eva gritó de júbilo: » ¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Se llamará Mujer, porque ha sido sacada del hombre» (Gen. 2, 22-23).

El beato Juan Pablo II, comentando estos textos decía que Dios ha creado todas las cosas con un orden, iniciando con las cosas más sencillas como la luz, el agua, la tierra y terminando con las cosas más complejas: primero el hombres y después la mujer. La mujer es la criatura más «perfecta» del Universo. Por este motivo los hombre no entienden nunca las mujeres y por eso el diablo quiso tentar en primer lugar a la mujer: él sabía que una vez destruida la mujer, toda la creación y la sociedad se estropearía. Y hoy utiliza la misma estrategia: destruir la figura de la mujer para poner en crisis toda la sociedad.

Hombres y mujeres son similares, unidos por su corazón; pero para ser fieles el uno al otro necesitan a Dios, de la gracia de Dios, que se celebra por primer vez en el sacramento y que debe crecer cotidianamente en la oración común y en la participación común a los sacramentos. El verdadero problema actual no es la crisis en los matrimonios, sino más bien la crisis de la fe; que se aleja de Dios y se olvida que el hombre es una criatura y solo se realiza donándose gratuitamente. Para hacer esto necesitamos pedir al Señor que las familias cristianas sepan descubrir en Dios su fuerza y que los jóvenes no tengan miedo de realizar el plan que Dios tiene para ellos.

*

NOTA 

[1] San Cirillo De Alejandría, In Ioannem commentarius, 2, 1 [PG 73 223].

Traducido del italiano por Rocío Lancho García

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Anderson Alves

Sacerdote della diocesi di Petrópolis – Brasile. Dottore in Filosofia presso alla Pontificia Università della Santa Croce a Roma.

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