Comentario evangelio XXVII Domingo

La Iglesia está en el mundo como «una morera arrancada y trasplantada en el mar», revela lo imposible que va más allá de las leyes de la naturaleza. ¿Cómo puede un árbol echar raíces en el agua? Nunca se ha visto. La naturaleza ha caído bajo el peso del pecado. ¿Es natural tener a dos padres o dos madres? ¿Es natural que una madre mate al hijo que lleva en su seno? ¿Es natural odiar, sentir rencor, mentir? ¿Es natural ofrecerse a sí mí mismo cada cosa y persona, incluso hasta el cuerpo de la propia esposa? Ciertamente que no, no es natural, nos hace mal, nos intoxica el alma y nos sentimos morir.

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Es innatural lo que parece natural, porque «Dios no ha creado la muerte y en las criaturas del mundo no hay veneno de muerte… Dios ha creado el hombre para la incorruptibilidad, lo ha hecho a imagen de su misma naturaleza» (cfr. Sab 1,13ss).

Pero hoy vemos y experimentamos que justamente el «veneno de muerte» es lo que corre en nuestras venas, como también en las de la naturaleza y de la sociedad: un terremoto, un tifón, un cáncer como un divorcio o un aborto, describen una naturaleza herida y destinada a la corrupción, porque «por la envidia del diablo la muerte ha entrado en el mundo y la experimentan los que le pertenecen» (cfr. Sab). No es religiosamente correcto – hoy en día estas cosas no se dicen… – pero es así: muchos de nosotros pertenecen al diablo; alguien, quizás tú y yo, nos hemos atado a él creyendo en sus mentiras. Un árbol plantado en la tierra es la imagen de eso: creado por Dios como cosa buena, tendiendo las raíces en la tierra participa de la corrupción inyectada por el demonio. Aunque grande, bonito y robusto, un día morirá y se secará. Así mismo, creados como cosa muy buena, los hombres han echado raíces en el suelo maldito por causa del demonio.

Pero Dios no ha dejado que las cosas quedasen así. Se ha entregado a sí mismo a la corrupción del sepulcro que correspondía a esta naturaleza, para devolvernos la incorruptibilidad de su vida divina. Ha entregado a su Hijo a esa muerte que aferra cada instante de nuestra historia, para destruirla con su amor. Con el perdón de su cruz ha neutralizado el veneno mortal del demonio, y «la fe» ha llamado a la puerta de la humanidad.

Ella, la fe, es el regalo ofrecido a cada hombre para que pueda apoyarse en el amor de Dios y experimentar el «trasplante» de un corazón nuevo, como la «morera arrancada» de las garras de una tierra ya corrompida y «trasplantada en el mar». Ello es imagen del seno materno de la Iglesia, la pila bautismal, dónde un hijo de Dios puede renacer, vivir y crecer en la misericordia: un hombre salvado de la muerte, que pueda vivir donde la naturaleza lo impediría. Un hombre renacido que sabe querer más allá de la barrera del rencor y los celos.

También tú y yo hemos «sido trasplantados» al Reino de Jesús. Él es la «morera» que ha tendido sus raíces en el mar de la muerte para elevarse hasta al cielo de la vida. Con Él podemos entrar en el misterio de la Pascua que enciende la «fe» capaz de cumplir lo imposible: una vida más allá de la muerte.

Por eso, no se trata de «aumentar la fe», basta una pizca como un «grano de mostaza», el más pequeño entre todas las semillas; la fe es un camino, no es algo mágico que llueve del Cielo, sobre uno sí y sobre otro no, porque Dios no hace preferencia de personas. Como no existe quien tiene más y quién tiene menos fe: existe quien se ha abierto a la Gracia acogiéndola, y quién ha endurecido el corazón rechazándola; quién se ha dejado conducir por la Iglesia y quién no. La fe, en efecto, como una semilla echada en el terreno de vida, solicita nuestra libertad, para acoger, gracias a ella, la posibilidad de una vida nueva. Luego, como el proceso biológico de una semilla, la fe necesita una iniciación cristiana que la haga madurar hasta llegar a ser adulta.

Es imposible pedirle a un hijo obedecer y a un marido entregarse si no tienen una fe adulta. Tan imposible como decir a un árbol que se «trasplante» por sí mismo. Es inútil. Cuando aparece la muerte, el hombre sin fe escapa, y no puede hacer otra cosa. Siempre buscará aquello que sea para sí mismo su propio «útil», ganar algo, viviendo para sí mismo en un egoísmo desenfrenado. Aunque amar era «nuestro deber», pues para eso fuimos creados. Pero, para una naturaleza herida por el pecado, el amor es innatural. Quien camina con la Iglesia lo sabe, se conoce a sí mismo y también el amor de Dios; ha visto la fe crecer en sus frutos aparecidos donde era impensable.

También nosotros hemos experimentado la alegría y la plenitud de vivir donándonos «sin utilidades» – sin ganancia – según el sentido del término griego traducido con «inútiles (simples).» Ciertamente, así torpes y débiles, somos «puro obstáculo» a la obra de Dios, como dijo S. Ignacio. Pero «inútiles» no, sino todo el revés. Para enseñar su amor, Dios ha elegido justo lo que es «inútil» según el mundo. Nos ha elegido a nosotros, débiles y heridos, incapaces de amar para que, en la gratuidad de la cual sólo es capaz quien la ha experimentado, resplandezca la Gracia de su amor y no la utilidad y capacitad humana: transformados en siervos en el Siervo, podemos vivir de acuerdo con el plan con el que Dios nos ha creado.

Por eso, así como nadie «de nosotros» haría hacer a una cuidadora (de ancianos) algo diferente para lo cual ha sido empleada, así Dios, después de habernos «arrancado» del demonio para pertenecerle a Cristo, no puede llamarnos a vivir de otra manera que la de su Hijo. No lo envió al mundo a ser político o filósofo, sino para ser el Siervo crucificado, «hasta el final». Después de haber «arado y cuidado el ganado» desde Galilea hasta Jerusalén «cumpliendo con su deber», sobre la Cruz, Jesús ha «cumplido» la obra que el Padre le «ordenó»: con la «túnica recogida» lavó los pies de sus apóstoles, limpiando todos sus delitos; y así «sirvió» al Padre el banquete mejor: la vida perdonada y rescatada de cada hombre.

Esto es lo que Dios ha pensado para nosotros: no nos hace «sentar a la mesa» antes de haber ofrecido la vida por los hermanos: somos siervos y lo seremos hasta al último respiro, hasta que no entremos en el Paraíso. Otras recompensas no son previstas. Tampoco los paraísos artificiales, ni las jubilaciones full optional, con zapatillas y televisión incluidas; pero sí nos esperan los sufrimientos del apóstol, y luego enfermedades y muerte: la vida de un siervo que pertenece a su Dueño por toda la eternidad y por eso lo sirve en cada hombre que encuentra.

Con Cristo estaremos de rodillas delante de cada persona, a «preparar la cena, con la túnica recogida, para servirlas hasta que hayan comido y bebido.» Estamos llamados con la Iglesia a «cuidar y pastorear el rebaño» que nos ha sido confiado y a «arar» la tierra de todos con el anuncio del Evangelio; hemos sido enviados a conducir la familia, los amigos, los compañeros a «comer y beber» el amor de Cristo, «trasplantando» su vida en el Reino de Dios. Sin otro «útil» que el Evangelio y la alegría de gozar con ellos la vida celeste, donde el Señor nos hará sentar a su mesa y nos servirá, cuando «volvamos» del campo de la vida, heridos y exhaustos.

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Antonello Iapicca

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