El cristiano no se rige en su trato por la acepción de personas (Tiempo ordinario 23º, ciclo B)

ROMA, viernes 7 septiembre 2012 (ZENIT.org).- Dado que en el 23º domingo del Tiempo ordinario la segunda lectura dominical corresponde a un pasaje de la carta de Santiago, en esta ocasión la columna «En la escuela de san Pablo…», escrita por nuestro colaborador el padre Pedro Mendoza, LC, ofrece el comentario y la aplicación de dicho pasaje.

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Pedro Mendoza, LC

«Hermanos míos, no entre la acepción de personas en la fe que tenéis en nuestro Señor Jesucristo glorificado. Supongamos que entra en vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro y un vestido espléndido; y entra también un pobre con un vestido sucio; y que dirigís vuestra mirada al que lleva el vestido espléndido y le decís: ‘Tú, siéntate aquí, en un buen lugar’; y en cambio al pobre le decís: ‘Tú, quédate ahí de pie’, o ‘Siéntate a mis pies’. ¿No sería esto hacer distinciones entre vosotros y ser jueces con criterios malos? Escuchad, hermanos míos queridos: ¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman?». (Sant. 2,1-5).

Comentario

Este pasaje de la carta del apóstol Santiago (2,1-5) forma parte de la unidad 2,1-13 en la que el apóstol responde a una contradicción que puede darse en la vida religiosa, la acepción de personas: la preferencia incesante por los ricos, incluso en las comunidades cristianas, y el menosprecio de los pobres. El tema aparece señalado desde el primer versículo y luego lo desarrolla con vivacidad, aclarado con ejemplos. Conviene observar que, si es cierto que el ejemplo es una invención del autor, la enseñanza que encierra la ha sacado, con toda seguridad, de su experiencia.

Los versículos de la lectura dominical pertenecen a la primera parte de la unidad (vv.1-7) en la que el autor exhorta a no implicar la fe con acepción de personas. Para ello comienza por señalar que obra mal quien da preferencia a los ricos (2,1-4). El motivo reside en la fe común en Cristo, en el Señor, que se encuentra en la gloria de Dios. Esta fe libera al creyente en Cristo de todo servilismo medroso o interesado ante otros poderes, cualesquiera que sean. El cristiano no puede regir su trato con los demás hombres basado en las antiguas normas mundanas, porque son falsas. Por lo mismo su manera de juzgar al prójimo no es con base en su posición social o en su apariencia, en la estima que de él tienen los hombres, sino fundada en lo que es ante Dios. El cristiano reconoce que ante Dios todos somos iguales, tanto por nuestra condición de criaturas como por ser pecadores llamados a la salvación. Ahí reside la razón última de la no acepción de personas, que no tiene lugar en Dios: Dios no mira las apariencias; Dios ve los corazones.

De todo lo anterior, el autor deduce el consecuente comportamiento que no debe regirse en las relaciones cotidianas según normas dictadas por puntos de vista terrenos, con frecuencia injustos y poco caritativos, ni siquiera cuando se trata de relaciones con no cristianos. En el ejemplo propuesto, que Santiago lleva al límite conscientemente, habla de gente que no tiene sitio fijo en la asamblea cultual. Lo que dice más adelante (2,6-8; cf. 5,1-6) indica que el rico es un no cristiano que un día entra a participar en el culto divino cristiano porque se siente interesado. Lo mismo puede decirse, probablemente, del visitante pobre. Quien rige su comportamiento por la acepción de personas, asigna al rico, en seguida, un sitio honorífico, que sea lo más cómodo posible; al visitante pobre, en cambio, le concede poca atención, ni siquiera le cede el asiento. Por tanto, éste último ha de quedarse de pie o sentarse en el suelo. No es cristiana esa preferencia otorgada al rico, aunque influida seguramente por la intención de ganarle para la comunidad cristiana, como tampoco es cristiano el menosprecio mostrado al pobre. Tales distinciones en la manera de tratar a las personas convierten a tales cristianos en jueces inicuos, parciales y llenos de prejuicios. Obrar así equivale a traicionar su vocación.

Ya en el Antiguo Testamento tales acepciones de personas caen bajo la amenaza de la rigurosas justicia de Dios. ¿Como podrán resistir ante quien, según palabras de Jesús, ha de medir al hombre con la misma medida con que el hombre haya medido (Mt 7,1s)? ¿Y cómo puede atraer y persuadir la fe del cristiano, si las normas que sigue en su vida contradicen por completo las normas de la fe?

A continuación señala el autor la conducta de Dios, quien ha escogido a los pobres para herederos del reino (vv.5-6a), para indicar que nuestra conducta debe ajustarse a la de Dios. Pues bien, Dios, en su infinita bondad, no ha excluido a nadie de su amor, ni siquiera a los que poco o nada valen a los ojos del mundo. Al contrario, como señala san Pablo: «Lo que para el mundo es necio, lo escogió Dios para avergonzar a los sabios» (1Cor 1,27). Porque esos hombres, por razón, precisamente, de su indigencia, comprendían mejor que los demás la necesidad que tiene el hombre de ser salvado y estaban así especialmente dispuestos a abrirse al amor misericordioso de Dios. A ellos, por tanto, se dirigía especialmente el amor de Jesús y para ellos pronunció Jesús, por voluntad de Dios, su mensaje de salvación: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (Lc 6,20). Una vez más Santiago es fiel testigo de su Señor.

De lo antedicho no hay que deducir que los ricos estén excluidos de la salvación. Pero el hombre ha de reconocer esta especial elección de los pobres, y ha de considerarlos y honrarlos como ricos por el tesoro de fe que poseen. Ahí está la verdadera riqueza del hombre: la elección divina, el don de la fe, la gracia de haber sido nombrado heredero del reino de Dios. Todos los elegidos, cualquiera que sea su condición social, son ricos ya ahora; los creyentes son herederos ya actualmente. Hay, pues, que amarlos y honrarlos desde ahora. ¿Cómo se puede dejar de amar a aquellos a quienes Dios ama? ¿Cómo se puede dejar de honrar a quien Dios honra?

Aplicación

El cristiano no se rige en su trato por la acepción de personas

La liturgia de la Palabra de este 23º domingo del Tiempo ordinario nos presenta las grandes intervenciones del amor de Dios en favor de los hombres, sus hijos. En el Evangelio es Cristo quien, compadecido, dona la curación a un sordomudo. Tal gesto encuentra un eco en el Antiguo Testamento en el episodio del profeta Isaías quien anuncia los prodigios que Dios obrará para con su pueblo. Por su parte, la lectura del apóstol Santiago nos exhorta a ser coherentes en la vivencia de la fe por medio de la práctica de la caridad auténtica en la que no hay lugar para la acepción de personas.

El anuncio del fin del exilio proclamado por el profeta Isaías, en la primera lectura (Is 35,4-7a), está acompañado de las promesas de las grandes intervenciones que Dios quiere obrar en su pueblo. De este modo quiere infundir a los exiliados ánimo y esperanza ante un Dios que es fiel y que no defrauda. Ya ha terminado el período de prueba, de sufrimiento del pueblo por sus pecados. Ahora Dios intervendrá de una manera estupenda y grandiosa: «Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán. Entonces saltará el cojo como ciervo, y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo. Pues serán alumbradas en el desierto aguas, y torrentes en la estepa, se trocará la tierra abrasada en estanque, y el país árido en manantial de aguas».

Cuanto Isaías había anunciado como promesa tiene pleno cumplimiento en el ministerio de Cristo, como refiere el Evangelio de Marcos (7,31-37). En este pasaje vemos a Cristo que, con misericordia infinita, se entrega a curar a los enfermos, en concreto a un sordomudo. A este hombre que, por su condición, estaba excluido de la vida social, Cristo vuelca su corazón paternal. Como no escucha, por ser sordo, le hace sentir su acción salvadora a través del tacto, metiéndole sus dedos en los oídos y con su saliva tocándole su lengua. Pronuncia sus palabras de curación: «Effatá» («¡Abrete!») y el sordomudo recupera su capacidad de oír y de hablar.

Parecería que la segunda lectura de la carta del apóstol Santiago (2,1-5) no tiene conexión alguna con las o
tras lecturas en las que se nos habla de los prodigios operados a favor de su pueblo por Dios. Pero si prestamos atención, existe una relación directa, pues nuestra vida cristiana debe caracterizarse por la práctica de una fe auténtica, que nace del amor auténtico. Este amor es el que Dios nos ha demostrado, como viene señalado en las lectura del profeta Isaías y del Evangelio de Marcos. Por eso Santiago no duda en reclamar al cristiano a ser coherente en la vivencia de su fe no rigiendo su comportamiento por la acepción de personas.

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ZENIT Staff

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