Sagunto y la frustración del mal absoluto

Una anciana de derechas que salvó a dos jóvenes milicianos

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MADRID, jueves 6 de octubre de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos una nueva contribución del historiador José Andrés-Gallego a esta serie “De la Otra Memoria”, sobre actos de bondad durante la guerra civil española. En este caso se trata de la heroica intervención de una anciana para salvar a dos jóvenes del bando contrario, en la ciudad valenciana de Sagunto.

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En el artículo anterior de esta sección de ZENIT, les comenté que había asistido en Munster a un seminario sobre la represión en la guerra civil española y que me sorprendió que se empleaRa en él el concepto de “mal absoluto”. Uno estaba seguro de que el mal absoluto ni existe ni puede existir. Es metafísica y ontológicamente imposible. El mal necesita del bien para existir.

Comprendo que esta última idea haga zozobrar a más de uno (y eso, precisamente, entre la gente bondadosa). Si la existencia del bien es requisito para que exista el mal, a lo mejor se arregla todo sin hacer el bien (ni tampoco el mal, claro). Pues bien, el problema es que nadie -absolutamente nadie- puede vivir tomando decisiones que no sean buenas ni malas, y eso a lo largo de tres años (que fue lo que duró la última guerra española). Es imposible hasta el extremo de que no hay forma de encontrar un caso de alguien que, por lo menos, lo intentara. Lo que intentaban en 1936-1939, en España, los de ambos bandos, era ganar la guerra. Para unos y otros, el bien era vencer. Y unos y otros sabían que, para lograrlo, tenían que derrotar (o sea hacer el mal) a los contrarios.

¿Y si no se conformaban con vencer y lo que querían era exterminarse mutuamente? Para que eso sea posible, es necesario es que todos los militantes del bando que lo intenta sean unánimes en el deseo de exterminar al otro. Si no se da esa unanimidad, siempre podrá haber alguien que haga lo que esté en su mano para impedir el exterminio.

Pondré un ejemplo. Durante unas semanas de la guerra civil española, la ciudad valenciana de Sagunto se convirtió en tierra de nadie. Los nacionales la asediaban por el norte y los republicanos la defendían desde el sur. Y hubo momentos en que no fue de unos ni de otros. Cuando unos lograban entrar en ella, conseguían los otros rechazarlos y obligarlos a abandonarla. Pero no podían quedarse porque, enseguida, sucedía lo contrario.

En una de esas, apareció un camión, se detuvo en el centro de la ciudad y todo el mundo se dio cuenta de que eran milicianos los que iban en él. Había una diferencia tan grande entre los uniformes de uno y de otro ejército, que no hacía falta preguntar. Se bajaron y comenzaron a gritar que hacían falta más soldados para impedir que los nacionales entraran. Se trataba de defender Sagunto como bastión de izquierdas.

La apelación dio resultados y comenzaron a presentarse voluntarios (por supuesto, de izquierdas). Entre ellos, dos muchachos de 15 y 18 años muy conocidos por la militancia izquierdista de toda la familia. Subieron a la caja del camión, dispuestos a ir al frente, y hete aquí que, de pronto, llegó una mujer de la casa vecina a la suya y, con enorme energía, ordenó a los dos chicos que se bajasen de inmediato. Y ellos -perplejos- la obedecieron. La perplejidad se comprende. Era la abuela de una familia de derechas, a la que los de izquierdas le habían matado ya al marido y a un hijo. Vivían junto a ellos, en un azagador de Sagunto al que sólo daban (y dan) tres casas: las de esas dos familias enemistadas de una manera radical (casi el mal absoluto) y la de otra familia que era también de izquierdas, pero que endulzaba la vida elaborando turrón.

Es sorprendente desde luego que los dos jóvenes de izquierdas hicieran caso a la mujer de una familia odiada, de derechas, que les daba la orden insólita de bajar del camión que iba a llevarles a defender su propia causa (la de «izquierdas»). Pero la psique humana es así. A veces, percibimos algo que no sabemos explicar y que nos lleva, sin embargo, a obedecer a verdaderos despropósitos. Tiene que ver, seguramente, con los gestos, más que con las palabras. Pero dejo la explicación a los psicólogos, que saben, de esas cosas, mucho más que este historiador.

Hubo, además, otro hecho curioso, y es que los de la camioneta no increparon a la mujer. Arrancaron y desaparecieron del lugar. Fue entonces cuando la odiada vecina de derechas recurrió a la mediación de la vecina del turrón y quiso hablar con los padres de aquellos dos muchachos. Les explicó que los que acababan de marchar en el camión llevaban botas del Ejército Nacional. Le había parecido que eran «nacionales» disfrazados de «milicianos». Habían ido a reclutar gentes de izquierdas, pero no era para llevarlos a defender Sagunto, sino para matarlos.

Comprenderán ustedes que, con mujeres del temple de aquella viuda saguntina a la que le habían matado al marido y un hijo y no quería que ocurriera lo mismo a sus vecinos (y enemigos), no hay manera de exterminar al enemigo y lograr el mal absoluto.

Usted puede decir que esa historia (real) solo demuestra que hay gente buena en todas partes, pero que el exterminio es cosa de los jefes y que los jefes son los que tienen el poder (de exterminar, entre otras cosas) con mayor eficacia que una viuda con buenos sentimientos que solo salva a un par de jóvenes.

A eso replicaría (i) que salvar a dos jóvenes basta para que el mal no sea absoluto; (ii) que la eficacia numérica dependerá del número de personas que actúen de esa manera y (iii) que esta sección es fruto de una evidencia de años, como he dicho desde el principio: la de que, en todos y cada uno de los relatos que he leído o que he escuchado sobre la represión en la guerra civil, aparecen acciones buenas (casi todas las veces, además, eficaces); por tanto, no hablo de una excepción, sino de una de las muchas variedades en que el bien se hizo realidad.

Si alguien no está de acuerdo, le invito a que se asome al blog que va abajo y lo diga y lo explique. Procuraré hacerme eco de ello.

José Andrés-Gallego

blog: joseandresgallego.wordpress.com
www.joseandresgallego.com

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ZENIT Staff

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