CIUDAD DEL VATICANO, lunes 15 de marzo de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que con el título «El rigor de Benedicto XVI contra la suciedad en la Iglesia» ha publicado el 14 de marzo, en la edición italiana de «L’Osservatore Romano», monseñor Giuseppe Versaldi, obispo de Alejandría (norte de Italia), profesor emérito de Derecho Canónico y Psicología en la Universidad Pontificia Gregoriana.
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Es oportuno hacer algunas aclaraciones sobre los abusos sexuales contra menores de edad que en el pasado han sido realizados por personas pertenecientes al clero católico y que ahora, especialmente en algunos países, están saliendo a la luz con gran espacio en muchos medios de comunicación. Ante todo, hay que confirmar la condena sin reservas de estos delitos gravísimos que son repugnantes para la conciencia de cualquier persona. Si además estos crímenes son cometidos por personas que desempeñan un papel en la Iglesia, personas en las que se pone una especial confianza por parte de los fieles y en particular de los niños, entonces el escándalo es aún más grave y condenable. La Iglesia no pretende tolerar ninguna incertidumbre sobre la condena del delito ni sobre el alejamiento del ministerio de quien se mancha con tanta infamia, junto a la justa reparación con las víctimas.
Confirmada esta posición, hay que subrayar un ensañamiento con la Iglesia católica, como si fuera la institución en la que con más frecuencia se comenten estos abusos Por amor a la verdad hay que decir que el número de sacerdotes culpables de estos abusos en América del Norte, donde se han registrado el mayor número de casos, es muy reducido y es todavía inferior en Europa. Si esto replantea cuantitativamente el fenómeno, no atenúa de ningún modo su condena ni la lucha por extirparlo, pues el sacerdocio exige que accedan únicamente personas humana y espiritualmente maduras. Aunque sólo se diera un caso de abuso por parte de un sacerdote sería inaceptable.
Sin embargo, no se puede dejar de constatar que la imagen negativa atribuida a la Iglesia católica a causa de estos delitos parece exagerada. Además, hay quien atribuye al celibato de los sacerdotes católicos la causa de los comportamientos desviados, mientras que está comprobado que no existe ninguna relación de causa: ante todo, porque es sabido que los abusos sexuales sobre los menores de edad están más difundidos entre los laicos y los casados que entre el clero célibe; en segundo lugar, los datos de las investigaciones revelan que los sacerdotes culpables de abusos ya no observaban el celibato.
Pero es todavía más relevante subrayar que la Iglesia católica, a diferencia de la imagen deformada con la que se la quiere presentar, es la institución que ha decidido librar la batalla más clara contra los abusos sexuales contra los menores de edad, comenzando por su interior. En esto hay que reconocer que Benedicto XVI ha dado un impulso decisivo a esta lucha, gracias a su experiencia de más de veinte años como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. No hay que olvidar que precisamente desde ese observatorio el cardenal Ratzinger ha tenido la posibilidad de seguir los casos de abusos que eran denunciados y ha favorecido una reforma, incluso legislativa, más rigurosa en esta materia.
Ahora, como supremo pastor de la Iglesia, el Papa mantiene en este campo –y no sólo en éste– un estilo de gobierno que busca la purificación de la Iglesia, eliminando la «suciedad» que se impregna en ella. Benedicto XVI ha demostrado ser un pastor vigilante de su grey, a diferencia de la imagen falseada que le presenta como un estudioso que lo único que hace es escribir libros, y que delegaría a los demás el gobierno de la Iglesia, según el cliché que algunos quieren ponerle, por desgracia incluso desde dentro de la jerarquía católica. Gracias al mayor rigor del Papa, diferentes conferencia episcopales están aclarando los casos de abusos sexuales, y colaborando con las autoridades civiles para hacer justicia a las víctimas.
Es por tanto paradójico presentar a la Iglesia como si fuera la responsable de los abusos contra los menores de edad e injusto no reconocerle a ella, y en especial a Benedicto XVI, el mérito de una batalla abierta y decidida contra los delitos cometidos por sus sacerdotes. A esta paradoja se le añade otra: cuando a Iglesia establece sabiamente normas más severas para prevenir el acceso de personas inmaduras en el campo sexual, en general, es atacada y criticada por ese mismo sector que la presenta como la principal responsable de los abusos contra menores de edad. La línea rigurosa y clara asumida por la Santa Sede tiene que ser acogida por la Iglesia, y no sólo por la Iglesia, para garantizar la verdad, la justicia y la caridad hacia todos.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]