BARCELONA, sábado 6 de marzo de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha enviado el el cardenal Lluís Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona, con el título «Las Iglesias en la Unión Europea».
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El pasado 1 de diciembre entró en vigor el Tratado de Lisboa. Además de la reforma de las instituciones de la Unión Europea, el Tratado introduce en el Derecho primario de nuestro continente un artículo de considerable importancia para las Iglesias y para la sociedad. El artículo 17 reconoce la identidad y la contribución específica de las Iglesias y establece con ellas, sobre esta base, un diálogo «abierto, transparente y regular».
En virtud de este artículo, las iglesias y las comunidades religiosas podrán reforzar el diálogo con las instancias de la Unión Europea, es decir, con la Comisión, el Consejo y el Parlamento europeos y contribuir más eficazmente a la reflexión sobre las grandes decisiones relativas al bien común en los países de la Unión. No se puede olvidar que un porcentaje elevadísimo de la población de la Unión Europea está bautizada.
En estos últimos años, ya se había producido un diálogo de facto entre las instituciones europeas y la Comisión de Episcopados de la Unión Europea (COMECE) y sus socios ecuménicos de la Conferencia de Iglesias Europeas (KEK). Gracias a ese diálogo, la confianza ha ido creciendo con los años. Próximamente, estos dos grupos religiosos presentarán algunas propuestas concretas a la Comisión, al Parlamento y al Consejo europeos para institucionalizar este diálogo como una práctica regular.
Hoy, a las puertas de un nuevo decenio, los retos que preocupan a la Unión Europea y a las iglesias y grupos religiosos son básicamente los mismos: la promoción de la dignidad de cada ser humano, la solidaridad con los más débiles de nuestra sociedad, una economía que esté al servicio de la persona, la solidaridad intergeneracional y con los países en vías de desarrollo, el cambio climático y el cuidado de la creación, la acogida de los inmigrantes y el diálogo intercultural.
Nada tienen que temer las instancias políticas de este diálogo, que en modo alguno quiere ser una forma encubierta de confesionalidad estatal. La respectiva autonomía de las instancias religiosas y de las políticas ha de permitir dialogar con una conciencia clara del lugar que cada instancia ha de ocupar y con un respeto escrupuloso de la respectiva autonomía. Pero es indudable que en las grandes cuestiones que tienen un fuerte calado ético es deseable que pueda existir un debate social amplio, en el que las tradiciones religiosas puedan aportar su palabra.
En una ponencia que tuve la oportunidad de presentar en la Convención de Cristianos por Europa propuse cuatro principios informadores de las relaciones entre las Iglesias, los grupos religiosos y las instancias políticas: el principio de la libertad religiosa, la independencia y autonomía recíprocas, la dimensión pública de las Iglesias y las religiones, la cooperación mutua y el principio instrumental del diálogo. Cabe felicitarse por esta decisión que abre el camino a la aportación de las confesiones religiosas al bien común de las sociedades en las que están arraigadas y traza una deseable frontera que distingue la sana laicidad estatal de un laicismo que niega o limita la aportación de los grupos religiosos a los debates públicos de especial trascendencia ética.