Benedicto XVI: el cardenal Špidlík y la alegría de la Resurrección

En el funeral por el difunto purpurado

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CIUDAD DEL VATICANO, martes 20 de abril de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía pronunciada hoy por el Papa al concluir la Misa de exequias por el cardenal Tomáš Špidlík, SI, que presidió el cardenal Angelo Sodano, Decano del Colegio cardenalicio.

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Venerados hermanos

ilustres señores y señoras

queridos hermanos y hermanas

Entre las últimas palabras pronunciadas por el llorado cardenal Špidlík, estuvieron estas: “Durante toda la vida he buscado el rostro de Jesús, y ahora estoy feliz y sereno porque estoy a punto de verlo”. Este estupendo pensamiento – tan sencillo, casi infantil en su expresión, y sin embargo tan profundo y verdadero – remite inmediatamente a la oración de Jesús, que resonaba hace un momento en el Evangelio: “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplan mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo” (Jn 17,24). Es hermoso y consolador meditar esta correspondencia entre el deseo del hombre, que aspira a ver el rostro del Señor, y el deseo del propio Jesús. En realidad, la de Cristo es mucho más que una aspiración: es una voluntad. Jesús dice al Padre: “quiero que donde yo esté estén también conmigo”. Y es precisamente aquí, en esta voluntad, donde nosotros encontramos la “roca”, el fundamento sólido para creer y para esperar. La voluntad de Jesús en efecto coincide con la de Dios Padre, y con la obra del Espíritu Santo constituye para el hombre una especie de “abrazo” seguro, fuerte y dulce, que le conduce a la vida eterna.

¡Qué inmenso don escuchar esta voluntad de Dios de su propia boca! Pienso que los grandes hombres de fe viven inmersos en esta gracia, tienen en don de percibir con particular fuerza esta verdad, y así pueden atravesar incluso duras pruebas, como las que atravesó el padre Tomáš Špidlík, sin perder la confianza, y conservando al contrario un vivo sentido del humorismo, que es ciertamente un signo de inteligencia pero también de libertad interior. Bajo este perfil, era evidente la semejanza entre nuestro llorado cardenal y el Venerable Juan Pablo II: ambos eran dados al chiste ingenioso y a la broma, aun habiendo tenido de jóvenes circunstancias personales difíciles y en algunos aspectos similares. La Providencia les hizo encontrarse y colaborar por el bien de la Iglesia, especialmente para que esta aprenda a respirar plenamente «con sus dos pulmones”, como le gustaba decir al Papa eslavo.

Esta libertad y presencia de espíritu tiene su fundamento objetivo en la Resurrección de Cristo. Quiero subrayarlo porque nos encontramos en el tiempo litúrgico pascual y porque lo sugieren la primera y la segunda lectura bíblicas de esta celebración. En su primera predicación, el día de Pentecostés, san Pedro, lleno del Espíritu Santo, anuncia la realización en Jesucristo del Salmo 16. Es estupendo ver cómo el Espíritu Santo revela a los Apóstoles toda la belleza de esas palabras en la plena luz interior de la Resurrección: “Veía constantemente al Señor delante de mí, puesto que está a mi derecha, para que no vacile. / Por eso se ha alegrado mi corazón y se ha alborozado mi lengua, y hasta mi carne reposará en la esperanza” (Hch 2,25-26; cfr Sal 16/15,8-9). Esta oración encuentra un cumplimiento sobreabundante cuando Cristo, el Santo de Dios, no es abandonado en los infiernos. Él en primer lugar ha conocido “caminos de vida” y ha sido colmado de alegría con la presencia del Padre (cfr Hch 2,27-28; Sal 16/15,11). La esperanza y la alegría de Jesús Resucitado son también la esperanza y la alegría de sus amigos, gracias a la acción del Espíritu Santo. Lo demostraba habitualmente el padre Špidlík con su manera de vivir, y este testimonio suyo era cada vez más elocuente con el paso de los años, porque, a pesar de su edad avanzada y de los inevitables achaques, su espíritu permanecía fresco y juvenil. ¿Qué es esto, sino amistad con el Señor Resucitado?

En la segunda lectura, san Pedro bendice a Dios que “por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva”. Y añade: «Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas» (1 Pe 1,3.6). También aquí se ve claramente cómo la esperanza y la alegría son realidades teologales que emanan del misterio de la Resurrección de Cristo y del don de su Espíritu. Podríamos decir que el Espíritu Santo las toma del corazón de Cristo Resucitado y las infunde en el corazón de sus amigos.

He introducido a propósito la imagen del “corazón”, porque, como muchos de vosotros sabéis, el padre Špidlík la eligió como lema de su escudo cardenalicio: «Ex toto corde«, «con todo el corazón». Esta expresión se encuentra en el Libro del Deuteronomio, dentro del primer y fundamental mandamiento de la ley, allí donde Moisés dice al pueblo: “Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt 6,4-5). «Con todo el corazón – ex toto corde» se refiere por tanto al modo con el que Israel debe amar a su Dios. Jesús confirma la primacía de este mandamiento, al que combina el del amor al prójimo, afirmando que este es “semejante” al primero y que de ambos dependen toda la ley y los profetas (cfr Mt 22,37-39). Eligiendo este lema, nuestro venerado hermano ponía, por así decirlo, su vida dentro del mandamiento del amor, la inscribía toda en la primacía de Dios y de la caridad.

Hay otro aspecto, un ulterior significado de la expresión «ex toto corde«, que seguramente el padre Špidlík tenía presente y pretendía manifestar con su lema. Siempre a partir de la raíz bíblica, el símbolo del corazón representa en la espiritualidad oriental la sede de la oración, del encuentro entre el hombre y Dios, pero también con los demás hombres y con el cosmos. Y aquí hay que recordar que en la enseña del cardenal Špidlík el corazón, que muestra el escudo, contiene una cruz en cuyos brazos interseccionan las palabras PHOS y ZOE, «luz» y «vida», que son nombres de Dios. Por tanto, el hombre que acoge plenamente, ex toto corde, el amor de Dios, acoge la luz y la vida, y se convierte a su vez en luz y vida en la humanidad y en el universo.

¿Pero quién es este hombre? ¿Quién es este “corazón” del mundo, si no Jesucristo? Él es la Luz y la vida, porque en Él “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2,9). Y quiero recordar aquí que nuestro difunto hermano fue un miembro de la Compañía de Jesús, es decir, un hijo espiritual de san Ignacio que puso en el centro de la fe y de la espiritualidad la contemplación de Dios en el misterio de Cristo. En este símbolo del corazón se encuentran Oriente y Occidente, en un sentido no devocional, sino profundamente cristológico, como han revelado otros teólogos jesuitas del siglo pasado. Y Cristo, figura central de la Revelación, es también el principio formal del arte cristiano, un ámbito que tuvo en el padre Špidlík un gran maestro, inspirador de ideas y de proyectos expresivos, que encontraron una importante síntesis en la capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico.

Quisiera concluir volviendo al tema de la Resurrección, citando un texto muy querido por el cardenal Špidlík, un fragmento de los Himnos sobre la Resurrección de san Efrén el Sirio:

«Desde lo alto Él descendió como Señor,

del vientre salió como un siervo,

la muerte se arrodilló ante Él en el Sheol,

y la vida lo adoró en su resurrección.

¡Bendita su victoria!» (n. 1, 8).ù

Que la Virgen Madre de Dio
s acompañe el alma de nuestro venerado hermano en el abrazo de la Santísima Trinidad, donde “con todo el corazón” alabará eternamente su infinito Amor. Amén.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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