CIUDAD DEL VATICANO, 1 oct (ZENIT.org).- Juan Pablo II proclamó hoy solemnemente la santidad de 120 mártires asesinados en China entre 1648 y 1930; así como la de tres mujeres pioneras: Katharine Drexel, apóstol de las personas indígenas y de color en Estados Unidos; Giuseppina Bakhita, esclava sudanesa; y María Josefa del Corazón de Jesús Sancho de Guerra, primera santa vasca.
Ha sido el primer día en que la lluvia ha interferido en las celebraciones del Jubileo del año 2000 en Roma. La inesperada afluencia de 70 mil peregrinos, impidió que la misa se celebrara en la Basílica vaticana, pues no podía acoger ni a una sexta parte de los presentes. De este modo, la gente congregada en la plaza de San Pedro, se convirtió en ocasiones en blanco de las ráfagas de lluvia que azotaron en esta mañana la Ciudad de Roma. El mal tiempo, sin embargo, no desalentó a los fieles, que se defendían como podían con paraguas. Cantos y oraciones en chino y árabe acompañaron al latín del Gregoriano, durante una colorida liturgia.
Mártires en China
Juan Pablo II comenzó su homilía ofreciendo el ejemplo de los mártires que derramaron su sangre en China. «¿No es el año santo el momento más adecuado para hacer que resplandezca su testimonio heroico?», se preguntó.
En concreto, mencionó el ejemplo de Anna Wang, una niña de catorce años, que «resistió a las amenazas de su verdugo, quien la invita a apostatar y, preparándose a la decapitación, con el rostro radiante, declara: «La puerta del Cielo está abierta a todos» y murmura tres veces «Jesús»».
Otro de los mártires chinos a los que hoy llamarán «santo» los mil millones de católicos del mundo es Chi Zhuzi, de 18 años. «A quienes le acababan de cortar el brazo derecho y se preparaban para desollarlo vivo –evocó el obispo de Roma–, grita impávido: «Todo pedazo de mi carne, toda gota de mi sangre os repetirán que soy cristiano»».
Entre estos mártires, 87 eran chinos y 33 misioneros extranjeros. La mayoría fueron asesinados en la revolución de los boxers de finales del siglo XIX e inicios del XX, nombre con el que se conocía en inglés a los miembros de un partido político religioso chino (llamado «Yihetuan»), que declararon la guerra a los europeos y al colonialismo que emanaba de su presencia en Asia. Como los misioneros eran occidentales, los cristianos se convirtieron en uno de los objetivos preferidos de sus ataques.
Juan Pablo II afirmó que la canonización de estos hombres y mujeres (entre los que hay varios niños) «no es el momento adecuado para formular juicios sobre aquellos períodos históricos: se podrá y se tendrá que hacer en otra sede. Hoy, con esta solemne proclamación de santidad, la Iglesia sólo pretende reconocer que aquellos mártires son un ejemplo de valentía y de coherencia para todos nosotros y rinden honor la noble pueblo chino».
Santidad en femenino
La canonización se convirtió, también, en una oportunidad especial para el Santo Padre para manifestar la opción preferencial de la Iglesia por los pobres, abandonados y desprotegidos.
Mostró el ejemplo de entrega total por minorías étnicas de la religiosa estadounidense Katharine Drexel, fundadora a finales del siglo pasado de la Congregación de las Hermanas del Santísimo Sacramento para los indígenas y gente de color, con la finalidad de difundir el mensaje evangélico y la vida eucarística entre los aborígenes y los afroamericanos.
Ilustró, con el modelo de santidad de Giuseppina Bakhita, la esperanza que sólo Dios puede dar a los hombres que viven en cautiverio bajo las antiguas y nuevas formas de esclavitud y, en especial al pueblo sudanés, en donde todavía muchas personas (algunas de ellas cristianas) son reducidas a esclavitud, como lo fue esta sudanesa.
El amor cristiano por los enfermos y abandonados encuentra una expresión sublime en la otra religiosa canonizada este domingo, María Josefa del Corazón de Jesús Sancho Guerra, fundadora de las Siervas de Jesús de la Caridad. «En la vida de la nueva santa, primera vasca en ser canonizada –explicó el Papa–, se manifiesta de modo singular la acción del Espíritu». Y añadió: «A pesar de estar enferma los últimos doce años de su vida, no ahorró esfuerzos ni sufrimientos, y se entregó sin límites al servicio caritativo del enfermo en un clima de espíritu contemplativo».