Dios llora en Armenia

Víctima del primer holocausto del siglo XX, se despuebla lentamente

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EREVAN, 20 septiembre 2001 (ZENIT.org).- Juan Pablo II llega a Armenia, país con una historia única entre las civilizaciones, pero a la que el siglo XX soviético parece haberle robado el futuro.

Entre el 25 y al 27 de septiembre, el pontífice visitará el memorial de Tzitzernagaberd, que recuerda a las víctimas de las persecuciones contra los armenios, así como el monasterio de Khor Virab. Su meta más importante, sin embargo, será Etchmiadzin, santuario considerado como el corazón del cristianismo armenio, donde el pontífice residirá durante su estancia.

En la plaza de República de Erevan, una gran cruz se yergue donde antes se situaba la imponente estatua de Lenin. La rodean 1.700 candelas que recuerdan el jubileo de Armenia, la primera nación cristiana del mundo, convertida en el año 301, que será celebrado el domingo.

Dos días después estará aquí el Papa de Roma, «Hromy Pap», dicen con afecto los armenios en cuya antiquísima lengua «Pap» significa abuelo.

Para esta gente, el «cristianismo no es un hábito sino el color de la piel, nadie nos lo podrá quitar», afirmaba ya un escrito del 451, cuando la Iglesia armenia tuvo que afrontar el bautismo de sangre.

Un país, en la frontera con el Islam, cuyo martirio tuvo su culmen con el exterminio de 1915, llevado a cabo por los turcos. Fue el primer holocausto del siglo XX, un millón y medio de muertos, pero la mayoría de los libros de historia lo ignoran, o le dedican pocas líneas.

«Los pueblos pequeños como el nuestro necesitan tener una gran personalidad -­dice Rouzan Zakarian, redactor de la revista «Garun» («Primavera») que lucha por el renacimiento moral y material de su pueblo–. Mis compatriotas ponen muchas esperanzas en esta visita del Papa, de él no sólo esperan un homenaje a nuestra historia sino también un impulso hacia adelante».

Una nación con un gran pasado, Armenia parece no tener futuro. Reducida a un quinto del territorio que poseyó, mira con nostalgia el monte Ararat que se eleva al oeste de Erevan, pero que hoy se encuentra en Turquía. Un pueblo disperso por todo el mundo. Una tierra herida por un terremoto devastador en 1988, y por la guerra por Nagorno-Karabaj a principios de los años noventa. Un país gobernado por un aliado de Vladimir Putin, financiado por occidente y sometido a embargo por los estados musulmanes limítrofes, Turquía y Azerbaiyán. Una sociedad devorada por la corrupción y la mafia. Una economía virtual que enriquece a la mafia y empobrece a todos los demás.

Esta es la Armenia que el 21 de septiembre celebrará los diez años de independencia teniendo bien poco que festejar.

¿Cómo se vive en esta ciudad?. La respuesta de una estudiante, Anahid, es inmediata: «Ya es mucho si se sobrevive». Pierde amigos cada día, se van al extranjero en busca de fortuna. Es un éxodo continuo, una emigración en masa que está despoblando el país.

Oficialmente Armenia cuenta con tres millones y medio de habitantes pero nadie sabe cuántos son efectivamente.

«Los cálculos mas prudentes consideran que se han ido 800.000 personas pero probablemente son más de un millón, casi uno de cada tres ciudadanos», explica Lyudmila Harutyunan, profesora de Sociología de la Universidad de Erevan.

«Dentro de unos decenios, Armenia será un lejano recuerdo, como la civilización asiria», dice con amargura Aghasi Aivasyan, anciano escritor y director de cine.

En la ciudad predomina la nueva burguesía armenia, una élite que habla sólo ruso y se lucra con todo tipo de comercio. Es el 10% de la población, mientras que el 50% está por debajo del umbral de pobreza y el resto sobrevive con un salario de 30 dólares al mes.

Las grandes fábricas de la época soviética están cerradas, pero hay una lenta recuperación de la pequeña industria y empiezan a llegar los primeros inversores extranjeros.

Armenia vive gracias a la ayuda exterior: financiación de los organismos internacionales, remesas de los emigrantes y dólares de la diáspora. En el resto del mundo hay unos tres millones de armenios, pero ninguno ha vuelto tras la caída de la Unión Soviética.

«Nos mandan el dinero pero se avergüenzan de nosotros», es la opinión de Samuel Kazarian, famoso escultor que en estos días trabaja en la nueva catedral de Erevan.

Según él, es importante mandar a los propios hijos a defender el Nagorno-Karabaj (el enclave armenio en Azerbaiyán que desde 1994 vive una frágil tregua a la espera de un status jurídico definido). El ex presidente, Ter-Petrosian, estaba dispuesto a firmar un arreglo con el enemigo pero justamente por esto fue obligado a dimitir.

Hay una historieta que circula por Erevan: los estados ex soviéticos hacen fila ante el Padre Eterno para saber cuándo llegarán a ser un país normal. Entre 50 y 100 años, es la respuesta, según los casos, y todos se ponen a llorar. Al final, toca el turno a los armenios de hacer la pregunta. Dios no responde y se pone a llorar.

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ZENIT Staff

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