CIUDAD DEL VATICANO, 28 feb 2001 (ZENIT.org).- Cuarenta días para aprender a amar a Dios y a los hermanos. Este es, en definitiva, según Juan Pablo II, el sentido de la Cuaresma que hoy comenzaron los cristianos.
Cuarenta días que se basan en una constatación que en el rito de este Miércoles de Ceniza hicieron todos los cristianos: «Acuérdate de que eres polvo y en polvo te convertirás», recordó el pontífice junto a los cinco mil peregrinos que se congregaron esta mañana como todos los miércoles en la sala de audiencias del Vaticano.
Ahora bien, si bien es verdad que «todo pasa y todo está destinado a morir», y que «viandantes que no tienen que olvidar su auténtica y definitiva meta: el Cielo», el obispo de Roma insistió también en que «el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, es para la vida eterna», añadió el Santo Padre.
«En la vida de todos los días se corre el riesgo de ser absorbidos por las ocupaciones y los intereses materiales», añadió el pontífice. Por eso, «la Cuaresma es una ocasión favorable para vivir un despertar a la fe auténtica, para una recuperar la relación con Dios y para vivir un compromiso evangélico más generoso».
Los medios son los de siempre, recordó: «la oración, el ayuno, la penitencia, así como la limosna, es decir, la capacidad para compartir lo que tenemos con los necesitados». Ahora bien, constituyen «un camino ascético personal y comunitario que, en ocasiones, resulta particularmente arduo a causa del ambiente secularizado que nos rodea».
De hecho, la preocupación por las necesidades del prójimo es quizá el termómetro de la temperatura del amor, añadió Juan Pablo II. «Quien ama al Señor no puede cerrar los ojos ante las personas y pueblos que experimentan el sufrimiento y la miseria».
«Después de haber contemplado el rostro del Señor crucificado –preguntó–, ¿cómo es posible no reconocerlo y servirlo en quien sufre el dolor y el abandonado?».
Este es, por tanto, el fruto de una auténtica Cuaresma, concluyó el Papa: «un amor más grande y universal».