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Sep 10, 2001 00:00
CIUDAD DEL VATICANO, 10 septiembre 2001 (ZENIT.org).- El jueves 30 de agosto, Juan Pablo II recibió en audiencia, en el patio del palacio pontificio de Castel Gandolfo, a un grupo de rectores de universidades y de centros de estudios superiores de Polonia (cerca de cien personas).
El Santo Padre pronunció el discurso que ofrecemos.
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Ilustrísimos y queridos señores y señoras:
1. Os doy la bienvenida y os saludo de corazón. Me alegra poder recibir nuevamente a los rectores magníficos de las escuelas superiores polacas. Agradezco al profesor Woznicki, presidente del Colegio de rectores académicos de las escuelas polacas, la introducción y las amables palabras que me ha dirigido.
Nuestros encuentros ya son tradicionales y, en cierto modo, constituyen un signo del diálogo entablado entre el mundo de la ciencia y el de la fe, «Fides et ratio». Al parecer, ya ha pasado definitivamente el tiempo en que se trataba de contraponer estos dos mundos. Como fruto de los esfuerzos de muchos ambientes de intelectuales y teólogos, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo, aumenta cada vez más la convicción de que la ciencia y la fe no son extrañas, sino que, por el contrario, ambas se necesitan y se complementan recíprocamente. Creo que la buena acogida de la encíclica «Fides et ratio» se ha debido precisamente a la conciencia cada vez más profunda de la necesidad de diálogo entre el conocimiento intelectual y la experiencia religiosa. Doy gracias a Dios por toda inspiración que nos lleva en esta dirección.
Luces y sombras del progreso de la técnica
2. Durante nuestros encuentros ya he abordado diversos temas relacionados con la universidad, la escuela de estudios superiores o el instituto científico como ambiente que influye notablemente sobre la existencia en el tiempo del hombre, de la sociedad y de la humanidad. La conciencia del papel extraordinario de la universidad y de la escuela superior está siempre viva en mí, y por eso me interesa mucho la atención que se presta a su forma, de modo que la influencia que ejerce en el mundo y en la vida de todo hombre signifique siempre el bien, posiblemente el mayor bien en cada sector. Sólo así la universidad y la escuela superior contribuirán al verdadero progreso y no representarán un peligro para el hombre.
Me acuerdo de que, cuando escribí mi primera encíclica, «Redemptor hominis», hace más de veinte años, mi reflexión iba acompañada por el interrogante sobre el misterio del miedo que experimenta el hombre moderno. Entre sus diversas fuentes, creí conveniente subrayar una: la experiencia de la amenaza originada por lo que es producto del hombre, el fruto del trabajo de sus manos y, más aún, del trabajo de su inteligencia, de las tendencias de su voluntad. Al comienzo del tercer milenio, esta experiencia es aún más intensa. En efecto, muy a menudo sucede que lo que el hombre logra producir gracias a las posibilidades siempre nuevas del pensamiento y de la técnica se convierte en objeto de «alienación», y, si no totalmente, al menos en parte, escapa al control del artífice y se vuelve contra él (cf. «Redemptor hominis», 15). Los ejemplos de esta situación son muchos. Basta citar las conquistas en el campo de la física, sobre todo de la física nuclear, o en el campo de la transmisión de la información, del proceso de explotación de los recursos naturales de la tierra o, en fin, las experimentaciones en el campo de la genética y la biología.
Por desgracia, esto afecta también a los sectores de la ciencia vinculados más con el desarrollo del pensamiento que con los medios técnicos. Sabemos cuáles amenazas surgieron durante el siglo pasado a causa de la filosofía puesta al servicio de la ideología. Somos conscientes de que es muy fácil usar contra el hombre, contra su libertad y su integridad personal, los logros en el sector de la psicología. Cada vez con mayor frecuencia descubrimos cómo pueden destruir la personalidad, sobre todo de los jóvenes, la literatura, el arte o la música, si en su proceso de creación se inserta un contenido hostil al hombre.
Al experimentar los resultados de la «alienación» de la obra con respecto al autor, tanto en la esfera personal como social, la humanidad se encuentra, en cierto modo, en una encrucijada. Por una parte, es evidente que el hombre está llamado y dotado por el Creador para crear, para dominar la tierra. Es sabido también que el cumplimiento de esta misión ha llegado a ser el motor del desarrollo en los diferentes sectores de la vida, de un desarrollo que debería mantenerse al servicio del bien común. Pero, por otra, la humanidad teme que los frutos del esfuerzo creativo puedan volverse contra ella e, incluso, transformarse en medios de destrucción.
El importante papel de las universidades
3. En el contexto de esta tensión todos somos conscientes de que las universidades y los centros de estudios superiores, que promueven directamente el desarrollo en las diversas esferas de la vida, desempeñan un papel clave. Por tanto, es necesario preguntarse cuál debería ser la forma intrínseca de estas instituciones, para que se lleve a cabo un continuo proceso de creación, de manera que sus frutos no sufran «alienación» y no se vuelvan contra su artífice, contra el hombre.
Parece ser que el fundamento de la aspiración a esa orientación de la universidad es
la solicitud por el hombre, por su humanidad. Cualquiera que sea el campo de la investigación, del trabajo científico o creativo, quienquiera que aplique en él su ciencia, su talento y sus esfuerzos debería preguntarse en qué medida su obra forja primero su propia humanidad; luego, si hace que la vida del hombre sea más humana, más digna de él, desde todos los puntos de vista; y, por último, si en el marco del desarrollo, del que es autor, el hombre «se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a todos» («Redemptor hominis», 15).
Esta concepción de la ciencia, entendida en sentido amplio, manifiesta su carácter de servicio. En efecto, la ciencia, si no se ejerce con sentido de servicio al hombre, fácilmente puede subordinarse a intereses económicos, con el consiguiente desinterés por el bien común, o, peor todavía, puede ser utilizada para dominar a los demás e incluida entre las aspiraciones totalitarias de las personas y los grupos sociales.
Por eso, tanto los científicos maduros como los estudiantes principiantes deberían analizar si su justo deseo de profundizar en los misterios del conocimiento corresponde a los principios fundamentales de la justicia, de la solidaridad, del amor social y del respeto a los derechos de cada hombre, del pueblo o de la nación.
Del carácter de servicio de la ciencia nacen obligaciones no sólo con respecto al hombre o a la sociedad, sino también, o tal vez sobre todo, en relación con la verdad misma. El científico no es un creador de la verdad, sino su investigador. La verdad se le revela en la medida en que le es fiel. El respeto a la verdad obliga al científico o al pensador a hacer todo lo que está a su alcance para profundizarla y, en la medida de lo posible, presentarla con exactitud a los demás.
Ciertamente, como afirma el Concilio, «las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente» («Gaudium et spes», 36) y, al respecto, es preciso reconocer las exigencias metodológicas propias de cada ciencia y arte. Sin embargo, conviene recordar que la única búsqueda correcta de la verdad es la que se realiza con un examen metódico, de manera verdaderamente científica y respetando las normas morales. La justa aspiració n al conocimiento de la verdad no puede descuidar jamás lo que pertenece a la esencia de la verdad: el reconocimiento del bien y del mal.
Abordamos aquí la cuestión de la autonomía de las ciencias. Hoy, a menudo, se defiende el postulado de la libertad ilimitada de la investigación científica. Al respecto, si, por una parte --como he dicho--, es preciso reconocer el derecho de las ciencias a aplicar los métodos de la investigación que le son propios; por otra, no se puede estar de acuerdo con la afirmación de que el campo de las investigaciones mismas no está sujeto a limitación alguna. El confín es precisamente la distinción fundamental entre el bien y el mal. Esta distinción se realiza en la conciencia del hombre.
Por tanto, se puede decir que la autonomía de las ciencias termina donde la conciencia recta del científico reconoce el mal, el mal del método, del resultado o del efecto. Por eso es tan importante que la universidad y el instituto superior de ciencias no se limiten a transmitir conocimientos, sino que sean el lugar de la formación de la conciencia recta. En efecto, en esto, y no en los conocimientos, reside el misterio de la sabiduría. Y, como afirma el Concilio, «nuestra época, más que los siglos pasados, necesita esa sabiduría para que se humanicen todos los nuevos descubrimientos realizados por el hombre. El destino futuro del mundo está en peligro si no se forman hombres más sabios» («Gaudium et spes», 15).
Es preciso regular la competitividad
4. Hoy se habla mucho de la globalización. Se tiene la impresión de que este proceso afecta también a la ciencia y que no siempre tiene una influencia positiva. Una de las amenazas que se ciernen sobre la globalización consiste en una competitividad malsana. Los investigadores, más aún, muchos ambientes científicos creen que para mantener la competitividad en el ámbito del mercado mundial, la reflexión, las investigaciones y las experimentaciones no pueden realizarse sólo con la aplicación de métodos justos, sino que deben adecuarse a los objetivos indicados anticipadamente y a las expectativas del mayor público posible, aunque esto implique una transgresión de los derechos humanos inalienables. Desde esta perspectiva, las exigencias de la verdad ceden su lugar a las así llamadas reglas del mercado.
Esto puede conducir fácilmente a la reticencia de algunos aspectos de la verdad o incluso a la manipulación de la misma, sólo para presentarla de modo aceptable a la opinión pública. A su vez, esta aceptación es exhibida como prueba suficiente del acierto de esos métodos injustificables.
En esta situación resulta difícil mantener incluso las reglas fundamentales de la ética.
Así pues, la competitividad de los centros científicos, aunque es justa y deseable, no puede desarrollarse a costa de la verdad, del bien y de la belleza, a costa de valores como la vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, o de los recursos del ambiente natural. Por consiguiente, la universidad y todo centro científico, además de transmitir conocimientos, deberían enseñar cómo reconocer claramente la licitud de los métodos y también cómo tener la valentía de renunciar a lo que es metodológicamente posible, pero éticamente condenable.
Esa exigencia sólo puede realizarse con clarividencia, es decir, con la capacidad de prever los efectos de los actos humanos y asumir la responsabilidad por la situación del hombre, no sólo aquí y en este momento, sino también en el rincón más lejano del mundo y en el futuro indefinido. Tanto el científico como el estudiante deben aprender siempre a prever la dirección del desarrollo y los efectos que sus investigaciones científicas pueden tener para la humanidad.
Colaboración entre ciencias técnicas y humanísticas
5. Estas son sólo algunas reflexiones, algunas sugerencias que nacen de la solicitud por la dimensión humana de las escuelas de estudios universitarios. Estos postulados se verificarán más fácilmente si se establece una estrecha colaboración y un intercambio de experiencias entre los representantes de las ciencias técnicas y humanísticas, incluida la teología. Hay muchas posibilidades de contactos en el ámbito de las estructuras universitarias ya existentes. Creo que encuentros como este abren nuevas perspectivas de cooperación para el desarrollo de la ciencia, y para el bien del hombre y de toda la sociedad.
Si hoy hablo de todo esto, lo hago porque «la Iglesia, que está animada por la fe escatológica, considera esta solicitud por el hombre, por su humanidad, por el futuro de los hombres sobre la tierra y, consiguientemente, también por la orientación de todo el desarrollo y del progreso, como un elemento esencial de su misión, indisolublemente unido a ella. Y encuentra el principio de esta solicitud en Jesucristo mismo, como atestiguan los Evangelios. Y por esta razón desea acrecentarla continuamente en él, redescubriendo la situación del hombre en el mundo contemporáneo, según los más importantes signos de nuestro tiempo» («Redemptor hominis», 15).
Ilustres señores y señoras, os agradezco vuestra presencia y vuestra voluntad de amplia colaboración con vistas al desarrollo de la ciencia polaca y mundial, que manifestáis no sólo en ocasiones tan solemnes como esta, sino también a diario en vuestra actividad universitaria. Formáis un ambiente particular que, espero, encuentre su equivalente en las estructuras de la Europa que se une.
Os pido que transmitáis a vuestros colaboradores, a los estimados profesores, al personal científico y administrativo, y a todos los estudiantes, mi saludo cordial y la seguridad de mi constante recuerdo en la oración. Que la luz del Espíritu Santo acompañe a todo el ambiente de los científicos, los intelectuales y los hombres de cultura en Polonia. Os sostenga siempre la bendición de Dios.
[Traducción realizada por «L´Osservatore Romano»]