ASTANA, 24 septiembre 2001 (ZENIT.org).- Juan Pablo II hizo en la mañana de este lunes un ardiente llamamiento a anunciar el amor de Cristo en Asia central tras la dominación comunista con la «dulzura del diálogo».
Al encontrarse en la recién estrenada catedral de Astana con los sacerdotes, religiosas, religiosos y seminaristas de varias ex Repúblicas soviéticas, el Papa rindió al mismo tiempo un emotivo tributo a los millones de personas que sufrieron encarcelamiento y muerte por su fe en estas regiones de deportación.
El pontífice recordó los nombres y apellidos de algunos de los testigos del Evangelio que fueron encerrados en los muchos campos de concentración kazajos que formaron parte del Archipiélago Gulag inmortalizado por Alexander Solzhenitsyn.
En concreto citó al beato Oleks Zarytsky, sacerdote y mártir fallecido en el gulgag de Dolynka; al beato monseñor Mykyta Budka, muerto en el gulag de Karadzar; al sacerdote Wladyslaw Bukowinski, evangelizador durante el régimen comunista de los deportados. Algunos de estos testigos están todavía en vida, como el padre Tadeusz Federowicz, «a quien conozco personalmente –dijo el Papa– y que «inventó» una nueva forma de atención pastoral a los deportados».
Citó también las últimas palabras escritas por el obispo clandestino Alexander Chira, quien tras salir del campo de concentración decidió quedarse en Kazajstán para atender a la pequeña comunidad de deportados católicos: «Entrego mi cuerpo a la tierra, mi espíritu al Señor, mi corazón lo entrego a Roma. Sí, con el último respiro de mi vida, quiero confesar mi plena fidelidad al vicario de Cristo sobre la tierra».
El catolicismo, que prácticamente había desaparecido de la estepa kazaja, volvió a surgir en clandestinidad gracias a las deportaciones de creyentes alemanes, ucranianos, polacos… Ahora, los católicos son entre 200 y 400 mil fieles en este país de algo más de 15 millones de habitantes, en su mayoría musulmanes y ortodoxos.
En las cercanías de Astana se encontraba, por ejemplo, el campo ALZHIR, uno de los peores del Archipiélago Gulag, reservado a las esposas de los hombres considerados como «enemigos del pueblo» por Josip Stalin.
«Ahora que el clima político y social se ha liberado del peso de la opresión totalitaria –y es desear que nunca más el poder trate de limitar la libertad de los creyentes– sigue siendo fuerte la necesidad de que todo discípulo de Cristo sea luz del mundo y sal de la tierra», dijo el Papa durante la homilía de la eucaristía.
Esta necesidad, añadió, «es todavía más urgente a causa de la devastación espiritual dejada en herencia por el ateísmo militatnte, así como a causa de los peligros propios del hedonismo y del consumismo de hoy».
Ahora, bien a los católicos de este país con más de cien etnias y con la presencia de creyentes de varias religiones, el pontífice pidió unir «la fuerza del testimonio» con la «dulzura del diálogo».
«La Iglesia no quiere imponer la propia fe a los demás –concluyó–. Está claro, sin embargo, que esto no exime a los discípulos del Señor de comunicar a los demás el gran don del que han sido partícipes: la vida en Cristo».