Magisterio papal sobre la guerra y la violencia

Notas para la reflexión

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ROMA, 29 septiembre 2001 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación textos del Magisterio de Juan Pablo II que arrojan luz tras los dramáticos atentados del 11 de septiembre pasado contra Nueva York, Washington y Pennsylvania.

Juan Pablo II: «Cultura de la paz»
«Rezo para que este acto inhumano despierte en los corazones de todos los pueblos del mundo el propósito firme de rechazar los caminos de la violencia, de combatir el odio y la división en la familia humana, y de trabajar por la llegada de una nueva era de cooperación internacional inspirada en los más elevados ideales de solidaridad, justicia y paz».
Discurso al nuevo embajador de EE. UU. ante el Vaticano, 13 de septiembre

«La solidaridad que proponemos es un camino hacia la paz y hacia el desarrollo, En efecto, la paz del mundo es inconcebible si no se logra reconocer, por parte de los responsables, que la interdependencia exige de por sí la superación de la política de bloques, la renuncia a toda forma de imperialismo económico, militar o político y la transformación de la mutua desconfianza en colaboración. Esto es, precisamente, el acto propio de la solidaridad entre los individuos como entre las naciones».
Sollicitudo Rei Socialis, no. 40.

«Las guerras han dejado a su paso víctimas y destrucción. Esta idea debe mover a los pueblos, las naciones, los Estados a superar decididamente la «cultura de la guerra»… con el recurso a las armas como medio rápido para resolver los problemas… Es urgente desarrollar una «cultura de la paz», que prevenga y evite el desencadenamiento imparable de la violencia armada… ».
Jornada mundial de la Paz, 1 de enero de 1997.

Catecismo de la Iglesia y «guerra justa»

2307 El quinto mandamiento condena la destrucción voluntaria de la vida humana. A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, la Iglesia insta constantemente a todos a orar y actuar para que la Bondad divina nos libre de la antigua servidumbre de la guerra (cfr. Gaudium et Spes, no. 81).

2309 Se han de considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar. La gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez:

a) que el daño causado por el agresor a la nación o la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto,

b) que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces,

c) que se reúnan las condiciones serias de éxito,

d) que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.

Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la «guerra justa».

La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común.

2312 La Iglesia y la razón humana declaran la validez permanente de la ley moral durante los conflictos armados. «Una vez estallada desgraciadamente la guerra, no todo es lícito entre los contendientes» (cfr. Gaudium et Spes, no. 79).

2313 «Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de amplias regiones con sus habitantes, es un crimen contra Dios y contra el hombre mismo, que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones» (cfr. «Gaudium et Spes», no. 80).

2317 Las injusticias, las desigualdades excesivas de orden económico o social, la envidia, la desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las naciones, amenazan sin cesar la paz y causan las guerras. Todo lo que se hace para superar estos desórdenes contribuye a edificar la paz y evitar la guerra.

2258 «La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente».

2265 La legítima defensa puede ser no sólo un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida del otro, del bien común de la familia o de la sociedad.

2266 La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio. Por este motivo la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar las penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte. Por motivos análogos quienes poseen la autoridad tiene el derecho de rechazar por medio de las armas a los agresores de la sociedad que tienen a su cargo.

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ZENIT Staff

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