CIUDAD DEL VATICANO, 10 octubre 2001 (ZENIT.org).- En medio de los temores y de la tensión que caracterizan el escenario internacional, Juan Pablo II ha elevado una sentida invitación a la esperanza en Dios, el único capaz de superar los sufrimientos ligados a la historia.
El pontífice dedicó la tradicional audiencia general de los miércoles a meditar en el cántico que aparece en el capítulo 31 del libro bíblico de Jeremías, un pasaje preñado de esperanza y de confianza en el futuro, compuesto hace 27 siglos, pero que en estos momentos adquiere una sorprendente actualidad.
El «Libro del consuelo», como llamaba el pueblo judío a estos pasajes del profeta, hace referencia a los años difíciles en los que Israel vivía sometido a la ocupación de los asirios. En este contexto, el oráculo se convierte en una invitación a la alegría desbordante, expresada en un futuro de abundancia en los preciosos bienes de la época: trigo, vino, aceite, rebaños de ovejas y de vacas, un huerto regado…
«La Biblia no conoce un espiritualismo abstracto –aclaró el Papa–. La alegría prometida no afecta sólo a lo íntimo del hombre, pues el Señor cuida de la vida humana en todas sus dimensiones. Jesús mismos no dejará de subrayar este aspecto, invitando a sus discípulos a fiarse de la Providencia, incluso en lo que se refiere a las necesidades materiales».
La gran lección de la Escritura, aclaró el obispo de Roma, es que «Dios quiere hacer feliz a todo el hombre».
El hombre no siempre ve cumplidas estas expectativas, siguió constatando, y de hecho el pueblo judío conoció los días amargos del exilio, de la dominación de Babilonia. Sin embargo, «Dios no dejó de cumplir su promesa: el responsable de esta desilusión es una vez más el pueblo con su infidelidad».
«Si bien la promesa no pudo realizarse entonces a causa de la falta de respuesta de los hijos, el amor del Padre permanece en toda su impactante ternura», aclaró.
«Este amor constituye el hilo conductor que une las fases de la historia de Israel, en sus alegrías y en sus tristezas, en sus éxitos y fracasos –añadió el sucesor de Pedro–. Dios no desfallece en su amor, y el mismo castigo es una de sus expresiones, asumiendo un significado pedagógico y salvífico».
Por tanto, la promesa de felicidad de Dios nunca se ve traicionada, en todo caso es diferida, pues «antes o después vendrá, a pesar de todas las fragilidades de los hombres».
Esta promesa se realizó con la muerte y resurrección de Cristo y con el don del Espíritu, constató, y culminará con el regreso del Señor al final de los tiempos.
«A la luz de estas certezas –concluyó el Papa Wojtyla– el sueño de Jeremías sigue siendo una oportunidad histórica real, condicionada por la fidelidad de los hombres, y sobre todo una meta final, garantizada por la fidelidad de Dios, que ya ha sido inaugurada por su amor en Cristo».