CIUDAD DEL VATICANO, 31 octubre 2001 (ZENIT.org).- Dios esta junto al hombre, como «entre bastidores», con su amor providente, aclaró Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles.

Esta convicción llevó al pontífice a hacer un llamamiento para que el hombre contemporáneo no caiga en la idolatría que en ocasiones sustituye hombres y cosas por el mismo Dios.

Ofrecemos a continuación las palabras que el Papa pronunció en su encuentro con 12 mil peregrinos.


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1. «Es verdad: tú eres un Dios escondido» (Isaías 45, 15). Este versículo, que introduce el Cántico propuesto en las Laudes del viernes de la primera semana del Salterio, está tomado de una meditación del Segundo Isaías sobre la grandeza de Dios, manifestada en la creación y en la historia: un Dios que se revela, a pesar de que permanece escondido en la impenetrabilidad de su misterio. Él es por definición el «Deus absconditus». No lo puede abarcar ningún pensamiento. El hombre sólo puede contemplar su presencia en el universo, siguiendo sus huellas y postrándose en adoración y en alabanza.

El marco histórico en el que nace esta meditación es el de la sorprendente liberación que Dios procuró a su pueblo, en tiempos del exilio de Babilonia. ¿Quién hubiera podido pensar que los exiliados de Israel podrían regresar a su patria? Al ver la potencia de Babilonia, sólo les quedaba desesperarse. Pero entonces aparece el gran anuncio, la sorpresa de Dios, que vibra en las palabras del profeta: como en tiempos del Éxodo, Dios intervendrá. Y, si entonces había plegado con tremendos castigos la resistencia del Faraón, ahora escoge a un rey, Ciro de Persia, para derrotar la potencia de Babilonia y restituir la libertad a Israel.

2. «Tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador» (Isaías 45, 15). Con estas palabras el profeta invita a reconocer que Dios obra en la historia, aunque no aparezca en primer plano. Se diría que está «entre bastidores». Él es el director misterioso e invisible, que respeta la libertad de sus criaturas, pero al mismo tiempo que tiene en sus manos los hilos de las vicisitudes del mundo. La certeza de la acción providencial de Dios es fuente de esperanza para el creyente, que sabe que puede contar con la presencia constante de Aquel que «modeló la tierra, la fabricó y la afianzó» (Isaías 45,18).

El acto creador, de hecho, no es un episodio que se pierde en la noche de los tiempos, como si el mundo, tras aquel inicio, tuviera que considerarse abandonado a su propia suerte. Dios da continuamente el ser a la creación salida de sus manos. Reconocer esta verdad significa también confesar su unicidad: «¿No soy yo, el Señor? No hay otro Dios fuera de mí» (Isaías 45, 21). Dios es por definición el Único. Nada se le puede comparar. Todo le está subordinado. De aquí se deriva el rechazo de la idolatría, sobre la que el profeta pronuncia palabras severas: «No discurren los que llevan su ídolo esculpido y rezan a un dios que no puede salvar» (Isaías 45, 20). ¿Cómo es posible adorar a un producto del hombre?

3. A nuestra sensibilidad de hoy podría parecer excesiva esta polémica, como si se quedara en las imágenes en sí, sin comprender que se les puede atribuir un valor simbólico, compatible con la adoración espiritual del único Dios. Ciertamente, aquí entra en juego la sabia pedagogía divina que, a través de una rígida disciplina de exclusión de las imágenes, protegió históricamente a Israel de las contaminaciones politeístas. La Iglesia, basándose en el rostro de Dios manifestado en la encarnación de Cristo, reconoció en el Concilio de Nicea II (año 787) la posibilidad de utilizar las imágenes sagradas, a condición de que sean comprendidas en su valor esencialmente relacional. Pero sigue en pie la importancia de esta admonición profética en relación a todas las formas de idolatría, que con frecuencia no se esconden en el uso impropio de las imágenes, sino en las actitudes con las que los hombres y cosas son considerados como valores absolutos, que llegan a sustituir al mismo Dios.

4. De la creación, el himno nos lleva al terreno de la historia, donde Israel ha podido experimentar tantas veces las potencia benéfica y misericordiosa de Dios, su fidelidad y su providencia. En particular, en al liberación del exilio, se ha manifestado una vez más el amor de Dios por su pueblo, y esto ha tenido lugar de manera tan evidente y sorprendente, que el profeta cita como testigos a los mismos «supervivientes de las naciones». Los invita a discutir, si pueden: «Reuníos, venid, acercaos juntos, supervivientes de las naciones» (Isaías 45, 20). La conclusión a la que llega el profeta es que la intervención de Dios es indiscutible. Emerge entonces una magnífica perspectiva universalista. Dios proclama: «Volveos hacia mí para salvaros, confines de la tierra, pues yo soy Dios, y no hay otro» (Isaías 45, 22). De este modo queda claro que la predilección con la que Dios escogió a Israel como a su pueblo no es un acto de exclusión, sino más bien un acto de amor del que toda la humanidad está llamada a beneficiarse. Así se perfila, ya en el Antiguo Testamento, que la concepción «sacramental» de la historia de la salvación no ve en la elección especial de los hijos de Abraham y después de los discípulos de Cristo en la Iglesia un privilegio que «encierra» y «excluye», sino el signo y el instrumento de un amor universal.

5. La invitación a la adoración y el ofrecimiento de la salvación están dirigidos a todos los pueblos: «ante mí se doblará toda rodilla, por mí jurará toda lengua» (Isaías 45, 23). Leer estas palabras en una óptica cristiana significa ir con el pensamiento a la revelación plena del Nuevo Testamento, que señala en Cristo «el Nombre que está sobre todo nombre» (Filipenses 2, 9), de modo que «en el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra, y en los abismos; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre» (Filipenses 2,10-11).

Nuestra alabanza de la mañana, a través de este Cántico, se dilata a las dimensiones del universo, y da voz a cuantos no han tenido la gracia de conocer todavía a Cristo. Es una alabanza que se hace «misionera», llevándonos a caminar por todos los caminos, anunciando que Dios se ha manifestado en Jesús como Salvador del mundo.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. A continuación el Papa hizo un resumen en castellano que presentamos a continuación.]

Queridos hermanos y hermanas:
El Cántico de Isaías que meditamos hoy nos habla de la grandeza de Dios, único salvador, que, aún escondido en la impenetrabilidad de su misterio, no deja de actuar en la historia.

El profeta nos alerta respecto a cualquier forma de idolatría, al uso impropio de las imágenes, a los comportamientos con los cuales hombres y cosas son consideradas como valores absolutos y substitución del mismo Dios. En el Cántico se perfila también la concepción «sacramental» de la historia de la salvación. La predilección con la que Dios ha elegido a Israel y después a los discípulos de Cristo en la Iglesia, no es un privilegio excluyente, sino el signo y el instrumento de un amor universal del cual toda la humanidad está destinada a beneficiarse.

Doy mi cordial bienvenida a todos los peregrinos venidos de España y de Latinoamérica. Que la lectura y meditación de este Cántico del profeta Isaías os aliente a ir por todos los caminos, anunciando que Dios se ha manifestado en Jesús como Salvador del mundo. ¡Que Dios os bendiga!