SANTIAGO DE CHILE, viernes, 26 agosto 2005 (ZENIT.org).- Publicamos el editorial que publica la última edición (julio-septiembre) de la revista de antropología y cultura cristiana «Humanitas» (http://www.humanitas.cl), dedicado de manera particular al futuro santo Alberto Hurtado (1901-1952). Está firmado por monseñor Juan Ignacio González Errázuriz, obispo de San Bernardo (Chile).

Alberto Hurtado y el seguimiento de Cristo



Bajo la cúpula de San Pedro y sobre los restos del primer Papa, Benedicto XVI proclamará solemnemente la santidad de un chileno, hijo predilecto de nuestra tierra, que amó por sobre todas las cosa a Dios, fue un enamorado de Jesucristo y sirvió como pocos a esta patria chilena, especialmente en los más pobres y desamparados. Como todos los santos, la vida de Alberto Hurtado Cruchaga fue el paso de Dios entre los hombres y de tal manera se asemejó al único Maestro, que su presencia, su enseñanza y su acción apostólica quedó grababa para siempre en la vida de Chile y en el corazón de muchas personas, algunas de las cuales desfilan con su recuerdo por las páginas de esta edición de «Humanitas» dedicada a nuestro Santo.

Alberto Hurtado no es santo por sus obras, por su fuerte llamado a la justicia, por la denuncia de las inequidades de nuestra sociedad o por las innumerables conversiones y vocaciones a la vida religiosa que su paso nos dejó. Alberto Hurtado es santo porque amó con heroica virtud a Dios, a Jesucristo a María, a la Iglesia Católica y a la Compañía de Jesús de la cual fue un hijo fidelísimo y desde ese amor e impulsado por él, amo a sus hermanos. Qué necesario es que sepamos mostrar a los santos como fueron, en todas sus dimensiones, facetas y enseñanzas y qué delicado es parcelar esa visión, truncar su figura y quitarles esa luz de Dios que nos traen los santos y nos ayudan a alumbrar los caminos oscuros de nuestro mundo.

Nacido en el seno de una familia de arraigada aristocracia, de cuna católica, fue un hombre que nunca se valió de sus lazos de sangre para afirmar su figura, sino que puso esos dones gratuitamente recibidos, al servicio de la predicación del evangelio y se hizo rico con los ricos y pobre con los pobres, en la senda de la enseñanza del Apóstol de la gentes, moviendo a su paso mareas inmensas de hombres y mujeres en el amor a Dios y el servicio del prójimo. Tocó los corazones con una predicación viva y eficaz para hacer que los hombres, mirando al cielo el amor de Dios sobre cada uno, fueran capaces de mirar en la tierra la injusticia y el sufrimiento. Y los movió con tal ímpetu que reformó los corazones de muchos y a su paso hasta las mismas leyes hacia una mayor justicia social.

Sus escritos más profundos nos hablan siempre de Dios, para desde esa perspectiva descender a lo concreto. No fue Alberto Hurtado un reformador social, un líder sindical, un agitador de sacristías. Imbuido profundamente de las enseñanzas sociales de la Iglesia, aquellas que León XIII descubrió al mundo y que en esta tierra llevaron a la practica los Fernandez Pradel, los Vives, los Larraín, Larson y tantos otros, nuestro Santo fue un hombre profundamente arraigado en la vida de oración – desde las cual, como enseña el libro sagrado, se encienden las obras divinas – fue un amante dedicado y tranquilo de ese Jesús Eucarístico, en el cual encontramos nuestras fuerzas. Escribió, en perfecta coherencia con lo que luego afirmaría el Concilio, pero mucho antes: «¡Qué horizontes se abren aquí a la vida cristiana! La Misa centro de todo el día y de toda la vida. Con la mira puesta en el sacrificio eucarístico, ir siempre atesorando sacrificios que consumar y ofrecer en la Misa. ¡Mi Misa es mi vida, y mi vida es una Misa prolongada!».

Y luego, como aquilantado perfectamente la necesidad que de la Eucaristía tiene la Iglesia, añadía: «Por la Eucaristía tenemos la Iglesia y por la Iglesia llegamos a Dios. Cada hombre se salvará no por sí mismo, no por sus propios méritos, sino por la sociedad en la que vive, por la Iglesia, fuente de todos sus bienes. Sin la Eucaristía, la Iglesia de la tierra estaría sin Cristo. La razón y los sentidos nada ven en la Eucaristía, sino pan y vino, pero la fe nos garantiza la infalible certeza de la revelación divina; las palabras de Jesús son claras: «Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre» y la Iglesia las entiende al pie de la letra y no como puros símbolos. Con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas, los católicos creemos, que «el cuerpo, la sangre y la divinidad del Verbo Encarnado» están real y verdaderamente presentes en el altar en virtud de la omnipotencia de Dios».

Quien puede dudar que Alberto Hurtado fue un hombre de acción. Pero tenía muy claros los limites que uno mismo debe poner a ella y por eso escribió con trazo firme acerca de los pecados del hombre de acción, que hoy, a la luz de la rapidez de nuestro mundo globalizado mantienen su vigencia: «Creerse indispensable a Dios. No orar bastante. Perder el contacto con Dios. Andar demasiado a prisa. Querer ir más rápido que Dios. Pactar, aunque sea ligeramente, con el mal para tener éxito. Emprender demasiado. Ceder a sus impulsos naturales, a sus prisas inconsideradas u orgullosas. Cesar de controlarse. Apartarse de sus principios. Trabajar por hacer apologética y no por amor. Hacer del apostolado un negocio, aunque sea espiritual». Si, fue un hombre de acción de esos que dejan huella. Y anclado en la fuerza de una vida para Dios fustigó los males de su época, con tal eficacia, que de sus denuncias salieron profundas reformas que llegan hasta nuestros días. Fue la suya una denuncia desde la caridad y centrada en la aceptación del mensaje de Cristo, por eso no producía lejanía ni odio, sino que atracción y amor. «Es necesario, pues, aceptar la Encarnación con todas sus consecuencias, extendiendo el don de nuestro amor no sólo a Jesucristo, sino también a todo su Cuerpo místico. Y este es un punto básico del cristianismo: desamparar al menor de nuestros hermanos es desamparar a Cristo mismo; aliviar a cualquiera de ellos es aliviar a Cristo en persona. Cuando hieren unos de mis miembros a mí me hieren; del mismo modo tocar a unos de los hombres es tocar al mismo Cristo. Por esto nos dijo Cristo que todo el bien o todo el mal que hiciéramos al menor de los hombres a Él lo hacíamos».

Cuando recorría los puentes del Mapocho recogiendo a los niños pobres, cuando organizaba comedores y lugares de alojamientos para los desamparados, cuando exigía a los más poderosos la generosidad de sus medios y de su tiempo para servir a los pobres, era porque su alma en santa rebeldía no se contenía al ver el rostro de Cristo sufriente en ellos. Por eso caló tan profundo su mensaje, porque creía posible la vigencia de una sociedad solidaria fundada en la justicia y endulzada por el amor. «¿Por qué se nos hecha en cara que no practicamos la doctrina del Maestro, que tenemos magníficas encíclicas pero no las realizamos? Sin poder sino rozar este tema, me atrevería a decir lo siguiente: porque el cristianismo de muchos de nosotros es superficial. Estamos en el siglo de los records, no de sabiduría, ni de bondad, sino de ligereza y superficialidad. Esta superficialidad ataca la formación cristiana seria y profunda sin la cual no hay abnegación. ¿Cómo va a sacrificarse alguien si no ve él por qué de su sacrificio? Si queremos pues, un cristianismo de caridad, el único cristianismo auténtico, más formación, más formación seria se impone».

Como con todos los santos, en Alberto Hurtado se dio ese equilibrio asombroso de una fe que alimentaba sus obras. Era el hombre práctico y sobrenatural que descubría las fracturas que pueden afectar a los católicos y sobre ellas escribió. «Dos tipos de problemas atañen continuamente al católico. Un grupo de ellos mira a su vida interior: como miembro de la Igles ia tiene una fe que conservar, un dogma que conocer, mandamientos que observar, una llamada espiritual que alimentar. El otro, como miembro de una sociedad terrestre debe cumplir sus deberes con el Estado y sus conciudadanos, y como ciudadano cristiano debe poner de acuerdo las exigencias de su conciencia social con las de su conciencia religiosa. El primer problema es ciertamente el de su vida interior: de allí y sólo de allí ha de venir la solución, la fuerza de dinamismo para enfrentar los grandes sacrificios: El mundo no será salvado por cruzados que sólo llevan la cruz en su coraza... El mundo no necesita demostradores sino testigos». El lo fue, recogiendo las palabras del Maestro de que debíamos ser sus testigos hasta los confines de mundo y cuando la enfermedad golpeó las puertas de su vida, la aceptó y se preparó para dar ese salto que todos debemos dar. Entonces escribió: «¿Y yo? Ante mí la eternidad. Yo, un disparo en la eternidad. Después de mí, la eternidad. Mi existir un suspiro entre dos eternidades. Bondad infinita de Dios conmigo. Él pensó en mí hace más de cientos de miles de años. Comenzó, si pudiera, a pensar en mí, y ha continuado pensando, sin poderme apartar de su mente, como si yo no más existiera. Si un amigo me dijera: los once años que estuviste ausente, cada día pensé en ti, ¡cómo agradeceríamos tal fidelidad! ¡Y Dios, toda una eternidad! ¡Mi vida, pues, un disparo a la eternidad! No apegarme aquí, sino a través de todo mirar a la vida venidera. Que todas las criaturas sean transparentes y me dejen siempre ver a Dios y la eternidad. A la hora que se hagan opacas me vuelvo terreno y estoy perdido».

Alberto Hurtado es un santo, un ejemplo de aquella coherencia y sentido de identidad del que nuestro mundo tanto necesita y que un católico sabe que se llama santidad. Ahora lo empezaremos a conocer en todas sus dimensiones, sin exclusiones, sin ideologías, sin querer mostrar algunos aspectos de su vida, su obra y sus enseñanzas. Y es que lo propio de los santos es que pertenecen a la Iglesia, a los hombres, a la humanidad entera. Hemos de agradecer a Dios habernos mostrado su rostro en este jesuita santo y hemos de ser coherentes con el paso de Dios entre los hombres que su persona y su figura significó.

JUAN IGNACIO GONZÁLEZ ERRÁZURIZ

Obispo de San Bernardo