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¡Queridos hermanos y hermanas!
Acaba de concluirse, en la Basílica de San Pedro, la celebración eucarística con la que hemos inaugurado la asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos. Los padres sinodales, procedentes de todas las partes del mundo, con los expertos y otros delegados, vivirán en las próximas tres semanas, junto con el sucesor del Pedro, un tiempo privilegiado de oración, reflexionando sobre el tema: «La Eucaristía: fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia». ¿Por qué este tema? ¿No es quizá un argumento descontado, que se da por supuesto? En realidad, la doctrina católica sobre la Eucaristía, definida autorizadamente por el Concilio de Trento, pide ser recibida, vivida y transmitida a la comunidad eclesial de manera siempre nueva y adecuada a los tiempos.
La Eucaristía podría considerarse también como una «lente» con la que se puede examinar continuamente el rostro y el camino de la Iglesia, que Cristo fundó para que todo hombre pueda conocer el amor de Dios y encontrar en él plenitud de vida. Por este motivo, el querido Papa Juan Pablo II quiso dedicar a la Eucaristía todo un año, que se clausurará precisamente con el final de la Asamblea sinodal del 23 de octubre próximo, domingo en el que se celebrará la Jornada Misionera Mundial.
Esta coincidencia nos ayuda a contemplar el misterio eucarístico desde la perspectiva misionera. La Eucaristía, de hecho, es el centro propulsor de toda la acción evangelizadora de la Iglesia, como lo es el corazón en el cuerpo humano. Las comunidades cristianas sin la celebración eucarística, en la que se alimentan con la doble mesa de la Palabra y del Cuerpo de Cristo, perderían su auténtica naturaleza: sólo en la medida en que son «eucarísticas» pueden transmitir a los hombres a Cristo, y no sólo ideas o valores por más nobles e importantes que sean. La Eucaristía ha plasmado insignes apóstoles misioneros en todos los estados de vida: obispos, sacerdotes, religiosos, laicos, santos de vida activa y contemplativa. Pensemos, por una parte, en san Francisco Javier, a quien el amor de Cristo le llevó hasta el lejano Oriente para anunciar el Evangelio; y por otra parte, en santa Teresa de Lisieux, joven carmelita, cuya memoria celebramos ayer precisamente. Vivió en la clausura su ardiente espíritu apostólico, mereciendo ser proclamada junto a san Francisco Javier patrona de la actividad misionera de la Iglesia.
Invoquemos su protección sobre las labores del Sínodo, así como la de los ángeles custodios, que hoy recordamos. Encomendémonos con confianza, sobre todo a la bienaventurada Virgen María, a quien veneraremos el próximo 7 de octubre con el título de Virgen del Rosario. El mes de octubre está dedicado al santo Rosario, singular oración contemplativa con la que, guiados por la celestial Madre del Señor, fijamos la mirada en el rostro del Redentor para ser conformados en su misterio de alegría, de luz, de dolor y de gloria. Esta antigua oración está experimentando un providencial reflorecimiento, gracias en parte al ejemplo y a la enseñanza del querido Papa Juan Pablo II. Os invito a releer su carta apostólica «Rosarium Virginis Mariae» y a llevar a la práctica sus indicaciones a nivel personal, familiar y comunitario. Confiamos a María las labores del Sínodo: que ella conduzca a la Iglesia entera a una conciencia cada vez más clara de su propia misión al servicio del Redentor, realmente presente en el sacramento de la Eucaristía.
[Tras rezar el Ángelus, el Papa saludó en varios idiomas a los peregrinos. Estas fueron sus palabras en castellano]
Doy una cordial bienvenida a este encuentro de oración a la Virgen a los peregrinos de lengua española. Invito a todos a mantener siempre viva la llama de la fe y a cultivar con esmero la viña del Señor.