Mensaje del Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía

«La Eucaristía: Pan vivo para la paz del mundo»

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CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 21 octubre 2005 (ZENIT.org).- En la vigésima congregación general del viernes, 21 de octubre de 2005, los padres sinodales aprobaron el Mensaje del Sínodo de los obispos al pueblo de Dios, como conclusión de la asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos sobre la Eucaristía. Este es el texto:

La Eucaristía: Pan vivo para la paz del mundo

Queridos hermanos obispos,
queridos sacerdotes y diáconos,
amados hermanos y hermanas,

1. «¡La paz esté con vosotros!». En nombre del Señor que irrumpe en el Cenáculo de Jerusalén al atardecer de la Pascua, repetimos: «La paz esté con vosotros!» (Jn 20, 21). ¡Que el misterio de su muerte y resurrección os consuele y dé sentido a toda vuestra vida! ¡Que Él os guarde en la alegría de la esperanza! Porque Cristo vive en su Iglesia; según su promesa está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20). En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, Él mismo se nos entrega y con Él nos dona la alegría de amar como Él ama, pidiéndonos que compartamos su Amor victorioso con nuestros hermanos y hermanas del mundo entero. Este es el mensaje de gozo que os anunciamos, queridos hermanos y hermanas, al final del Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía.

Bendito sea Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo que nos ha reunido nuevamente, como en el Cenáculo, con María, Madre del Señor y Madre nuestra, para hacer memoria del don supremo de la Santísima Eucaristía.

2. Convocados a Roma por Su Santidad el Papa Juan Pablo II, de venerable memoria, y confirmados por Su Santidad Benedicto XVI, hemos llegado desde de los cinco continentes para rezar y reflexionar juntos sobre la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia. La finalidad del Sínodo ha sido ofrecer al Santo Padre algunas propuestas útiles para actualizar la pastoral eucarística de la Iglesia. Hemos podido experimentar lo que la sagrada Eucaristía significa desde los orígenes: una sola fe y una sola Iglesia, alimentada por un mismo Pan de vida y en comunión visible con el sucesor de Pedro.

3. El diálogo fraterno entre obispos e invitados-oyentes, así como el diálogo con los representantes ecuménicos, ha renovado nuestra convicción de que la Sagrada Eucaristía no sólo anima y transforma la vida de nuestras Iglesias particulares de Oriente y Occidente, sino también las múltiples actividades humanas en los muy diversos medios en los que vivimos. Experimentamos una profunda alegría al constatar la unidad de nuestra fe eucarística dentro de la gran variedad de ritos, culturas y situaciones pastorales. La presencia de tantos hermanos obispos nos ha permitido experimentar de forma todavía más directa la riqueza de nuestras diferentes tradiciones litúrgicas. Una riqueza que hace resplandecer la profundidad del único misterio eucarístico.

Os invitamos a rezar con más fervor, hermanos y hermanas cristianos de todas las confesiones, para que llegue el día de la reconciliación y de la plena unidad visible de la Iglesia, en la celebración de la Santa Eucaristía, en conformidad con la oración del Señor la víspera de su muerte: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21).

4. Profundamente agradecidos a Dios por el pontificado del Santo Padre Juan Pablo II y por su última encíclica Ecclesia de Eucharistia, seguida de la carta apostólica Mane nobiscum Domine, que abría el Año eucarístico, pedimos a Dios que multiplique los frutos de su testimonio y de su enseñanza. Nuestra gratitud va también a todo el pueblo de Dios cuya proximidad y solidaridad hemos percibido durante estas tres semanas de oración y de reflexión. Las Iglesias particulares en China, y sus obispos que no han podido unirse a nuestros trabajos, han ocupado un lugar especial en nuestros pensamientos y oraciones.

A todos vosotros, obispos, sacerdotes y diáconos, misioneros del mundo entero, hombres y mujeres consagrados, fieles laicos y también a vosotros hombres y mujeres de buena voluntad, responsables de los medios de comunicación: ¡En nombre de Cristo Resucitado: paz y alegría en el Espíritu Santo!

En escucha del sufrimiento del mundo

5. La Asamblea Sinodal ha sido un tiempo intenso de intercambios y testimonios sobre la vida de la Iglesia en los diversos continentes. Hemos tomado conciencia de las situaciones dramáticas y de los sufrimientos causados por las guerras, el hambre, las diferentes formas de terrorismo y de injusticia, que afectan a la vida cotidiana de centenares de millones de seres humanos. Las explosiones de violencia en Medio Oriente y en África nos han sensibilizado ante el olvido que sufre el continente africano en la opinión pública mundial. Los desastres naturales, que parecen hacerse más frecuentes, obligan a considerar la naturaleza con más respeto y a reforzar los lazos de solidaridad con las poblaciones afectadas.

No hemos permanecido en silencio ante los graves problemas causados por la secularización, presente sobre todo en Occidente, que conducen a la indiferencia religiosa y a varias manifestaciones de relativismo. Hemos recordado y denunciado las situaciones de injusticia y de pobreza extrema que proliferan por todas partes pero especialmente en América Latina, en África y en Asia. Todos estos sufrimientos claman a Dios e interpelan la conciencia de la humanidad. Ante ellos nos preguntamos: ¿en qué se transforma la aldea global de nuestra tierra, con un ambiente amenazado que corre el riesgo de ir a la ruina? ¿Qué hacer para que, en esta era de globalización, la solidaridad triunfe sobre el sufrimiento y la miseria? Nuestro pensamiento se dirige también a los que gobiernan las Naciones, para que, con diligencia, aseguren a todos el bien común y promuevan la dignidad de cada persona, desde su concepción hasta su muerte natural. Les pedimos que promuevan leyes respetuosas del derecho natural respecto al matrimonio y a la familia. Por nuestra parte continuaremos a a participar activamente en el esfuerzo común para crear las condiciones duraderas de un progreso real para toda la familia humana, en el que a nadie falte el pan de cada día.

6. Hemos llevado estos sufrimientos y problemas a la celebración y a la adoración eucarísticas. En nuestros debates, escuchándonos con hondura los unos a los otros, nos ha emocionado y conmovido el testimonio de mártires en varios puntos de la tierra que, como en toda la historia de la Iglesia, no faltan en nuestros días. Los Padres sinodales han recordado que, gracias a la Santísima Eucaristía, los mártires han encontrado el vigor necesario para vencer el odio con el amor y la violencia con el perdón.

«Haced esto en conmemoración mía»

7. La víspera de su pasión, «Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: ‘Tomad, comed, esto es mi Cuerpo’. Después, tomando una copa, dio gracias y se la pasó diciendo: ‘Bebed todos de ella; porque esta es mi sangre, sangre de la alianza, que va a ser derramada por la multitud en remisión de los pecados’» (Mt 26, 25-28); «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24-25). Desde el inicio la Iglesia hace memoria de la muerte y resurrección de Jesús con sus mismas palabras y sus mismos gestos en la Última Cena, pidiendo al Espíritu Santo que transforme el pan y el vino en el Cuerpo y en la Sangre del Señor. Con la Tradición constante de la Iglesia creemos firmemente y enseñamos que las palabras de Jesús que el sacerdote pronuncia en la Misa, por el poder del Espíritu, realizan lo que significan. Realizan la presencia real de Cristo resucitado (CCC 1366). La Iglesia vive de este don supremo que la reúne, la purifica y la transforma en un solo Cuerpo de Cristo animado por un solo Espíritu (cf. Ef 5, 29).

La Eucaristía e
s el don del Amor del Padre que ha enviado a su Hijo único para que el mundo se salve por medio de Él (cf. Jn 3, 17); amor de Cristo que nos ha amado hasta el extremo (cf. Jn 13, 1); amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (cf. Rm 5, 5), que clama en nosotros «¡Abbá, Padre!» (Ga 4, 6; Rm 8, 15). Así pues, al celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, anunciamos con gozo la salvación del mundo proclamando la muerte victoriosa del Señor hasta que venga; y al comulgar de su Cuerpo, recibimos las «arras» de nuestra resurrección.

8. Cuarenta años después del Concilio Vaticano II, hemos querido verificar en qué medida los misterios de la fe se expresan y celebran adecuadamente en nuestras asambleas litúrgicas. El Sínodo reafirma que el Concilio Vaticano II ha puesto las bases necesarias para una reforma litúrgica auténtica. Es importante cultivar sus frutos positivos y corregir los abusos que se hayan introducido en la práctica litúrgica. Estamos convencidos de que el respeto del carácter sagrado de la liturgia pasa por una fidelidad auténtica a las normas litúrgicas de la autoridad legítima. Que nadie se considere dueño de la liturgia de la Iglesia. La fe viva, que reconoce la presencia del Señor, constituye la primera condición para una celebración bella que culmine con el Amén para gloria de Dios.

Luces en la vida eucarística de la Iglesia

9. Los trabajos del Sínodo se han desarrollado en una atmósfera de alegría y de fraternidad, alimentada por la discusión abierta de los problemas y el testimonio espontáneo de los frutos del año eucarístico. La escucha y las intervenciones de nuestro Santo Padre Benedicto XVI han sido para todos nosotros un ejemplo y una ayuda preciosa. Muchos testimonios nos han hablado de hechos positivos y consoladores. Por ejemplo la toma de conciencia de la importancia de la Misa dominical; el aumento de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada en varias partes del mundo; la experiencia fuerte de las Jornadas Mundiales de la Juventud que han culminado en Colonia, Alemania; el desarrollo de numerosas iniciativas para la adoración del Santísimo Sacramento prácticamente en todo el mundo; la renovación de la catequesis del Bautismo y de la Eucaristía a la luz del Catecismo de la Iglesia Católica; el crecimiento de movimientos y comunidades que forman misioneros para la nueva evangelización; el aumento de grupos de monaguillos que dan la esperanza de nuevas vocaciones; y muchas otras experiencias que suscitan nuestra acción de gracias.

En fin, los Padres sinodales desean que el Año eucarístico sea un inicio y un punto de apoyo para una nueva evangelización, a partir de la Eucaristía, de la humanidad en vías de globalización.

10. Deseamos que el «estupor eucarístico» (EE 6) lleve a los fieles a una vida de fe cada vez más fuerte. Con este fin, las tradiciones orientales, ortodoxas y católicas, celebran la Divina Liturgia, cultivan la oración de Jesús, el ayuno eucarístico, mientras que la tradición latina propone una «espiritualidad eucarística» que culmina en la celebración e incluye también la adoración del Santísimo Sacramento fuera de la Misa, las bendiciones eucarísticas, las procesiones con el Santísimo Sacramento, y otras sanas manifestaciones de la piedad popular. Esta espiritualidad será sin duda de lo más fecundo para sostener la vida cotidiana y reforzar nuestro testimonio.

11. Damos gracias a Dios porque en varios países donde los sacerdotes estaban ausentes o confinados a la clandestinidad, la Iglesia puede ahora celebrar libremente los Santos Misterios. La libertad de evangelizar y los testimonios de renovado fervor despiertan poco a poco la fe en zonas profundamente descristianizadas. Saludamos con afecto y alentamos a los que aún sufren persecución. Pedimos también que donde los cristianos son minoría puedan celebrar el Día del Señor con toda libertad.

Retos para una renovación eucarística

12. La vida de nuestras Iglesias está marcada también por sombras y problemas que no hemos eludido. Pensamos ante todo en la pérdida del sentido del pecado y en la crisis persistente de la práctica del sacramento de la penitencia. Es importante que se redescubra su sentido profundo: es una conversión y un remedio precioso dado por Cristo resucitado para la remisión de los pecados (cf. Jn 20, 23) y el crecimiento en el amor a Dios y a nuestros hermanos.

Es interesante subrayar que un número creciente de jóvenes, habiendo recibido una catequesis adecuada, practican la confesión personal de los pecados y muestran una sensibilidad a la reconciliación requerida para recibir dignamente la santa comunión.

13. Por otro lado, la falta de sacerdotes para celebrar la Eucaristía del domingo nos preocupa enormemente y nos invita a rezar y a promover más activamente las vocaciones sacerdotales. Algunos sacerdotes se ven obligados a multiplicar las celebraciones y los desplazamientos de un lugar a otro para responder lo mejor posible a las necesidades de los fieles, al precio de grandes fatigas. Merecen nuestra estima y solidaridad. Nuestro agradecimiento se dirige también a los numerosos misioneros cuyo entusiasmo en el anuncio del Evangelio permite seguir siendo fieles al mandato del Señor de ir al mundo entero y bautizar en su Nombre (cf. Mt 28, 19).

14. Por otro lado, estamos preocupados porque la falta del sacerdote impide la celebración de la Misa, el Día del Señor. En los distintos continentes que padecen esa falta de sacerdotes existen diferentes formas de celebraciones dominicales. Por otra parte, la práctica de la «comunión espiritual», muy apreciada por la tradición católica, ciertamente se podría y debería promover y explicar mejor, tanto para ayudar a los fieles a mejorar la comunión sacramental, como para dar un verdadero consuelo a los que, por diversas razones, no pueden recibir la comunión del Cuerpo y Sangre de Cristo. Creemos que esta práctica ayudaría a las personas solas, en particular a discapacitados, ancianos, prisioneros y refugiados.

15. Conocemos la tristeza de los que no pueden recibir la comunión sacramental por causa de una situación familiar no conforme con el mandamiento del Señor (cf. Mt 19, 3-9). Algunas personas divorciadas y vueltas a casar aceptan con dolor no poder comulgar sacramentalmente y lo ofrecen a Dios. Otras no entienden esta restricción y viven una gran frustración interior. Aunque no estemos de acuerdo con su elección (cf. Catecismo de la Iglesia Católica 2384), reafirmamos que no son excluidos de la vida de la Iglesia. Les pedimos que participen en la Misa dominical y escuchen frecuentemente la Palabra de Dios para que alimente su vida de fe, de caridad y de conversión. Deseamos decirles que estamos cercanos a ellos con la oración y la solicitud pastoral. Juntos pedimos al Señor obedecer fielmente a su voluntad.

16. Hemos constatado también en ciertos ambientes una disminución del sentido de lo sagrado que afecta no sólo a la participación activa y fructuosa de los fieles en la Misa, sino también a la manera de celebrar y a la cualidad del testimonio de vida que los cristianos están llamados a dar. Tratemos de reavivar, a través de la Sagrada Eucaristía, el sentido y el gozo de pertenecer a la comunidad católica, ya que en ciertos países se multiplican los abandonos. La descristianización reclama una mejor formación a la vida cristiana en las familias, para que la práctica de los sacramentos se renueve y manifieste realmente el contenido de la fe. Invitamos pues a los padres, pastores y catequistas a movilizarse en un gran trabajo de evangelización y de educación a la fe al inicio de este nuevo milenio.

17. Ante el Señor de la historia y ante el futuro del mundo, los pobres de siempre y los nuevos, las víctimas de injusticias, cada vez más numerosas, y todos los olvidados de la tierra nos interpelan, nos recuerdan a Cristo en agonía hasta el final de los tiempos. Estos sufri
mientos no pueden ser extraños a la celebración del misterio eucarístico, que compromete a todos nosotros a obrar por la justicia y la transformación del mundo de manera activa y consciente, a partir de la enseñanza social de la Iglesia que promueve la centralidad y dignidad de la persona.

«No podemos engañarnos: es por el amor mutuo y, en particular, por la solicitud que manifestaremos a los que están en necesidad por lo que seremos reconocido como verdaderos discípulos de Cristo (cf. Jn 13, 35; Mt 25, 31-46). Este es el criterio que probará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas» (Mane nobiscum Domine 28).

Seréis mis testigos

18. «Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). San Juan revela el sentido de la Institución de la Santísima Eucaristía por medio de la narración del lavatorio de los pies (cf. Jn 13, 1-20). Jesús se abaja a lavar los pies de sus discípulos como signo de su Amor supremo. Este gesto profético anticipa su abajamiento del día siguiente en la muerte de la cruz, que redime el pecado del mundo y lava nuestras almas de toda mancha. La Sagrada Eucaristía es el don del Amor, un encuentro con Dios que nos ama y una fuente que mana vida eterna. Obispos, sacerdotes y diáconos somos los primeros testigos y servidores de este Amor

19. Queridos sacerdotes, hemos pensado mucho en vosotros en estos días. Conocemos vuestra generosidad y vuestros retos. En comunión con nosotros vuestros obispos lleváis el peso del servicio pastoral cotidiano al lado del pueblo de Dios. Anunciáis la Palabra de Dios procurando introducir a los fieles en el misterio eucarístico. ¡Qué espléndida gracia la de vuestro ministerio! Rezamos con vosotros y por vosotros para que juntos seamos fieles al amor del Señor; os pedimos ser, con nosotros y siguiendo el ejemplo del Santo Padre Benedicto XVI, «humildes obreros de la viña del Señor», con una vida sacerdotal coherente. Que la paz de Cristo que dais a los pecadores arrepentidos y a las asambleas eucarísticas, resplandezca sobre vosotros y sobre las comunidades que viven de vuestro testimonio.

Con gratitud recordamos el empeño de los diáconos permanentes, de los catequistas, de los agentes de pastoral y de numerosos laicos que activamente trabajan en favor de la comunidad. ¡Pueda vuestro servicio ser siempre fecundo y generoso, apoyados por una plena comunión de intenciones y de acción con los Pastores de la comunidad!

20. Amados hermanos y hermanas, cualquiera que sea el estado de vida en el que somos llamados a vivir nuestra vocación bautismal, revistámonos de los sentimientos de Cristo Jesús (cf. Fil 2, 2) y compitamos en humildad los unos con los otros a ejemplo de Jesucristo. Nuestra caridad mutua no es solamente una imitación del Señor, es una prueba viva de su presencia activa en medio de nosotros. Saludamos y damos las gracias a todas las personas consagradas, porción escogida de la viña del Señor, que testimonian gratuitamente la Buena Nueva del Esposo que viene (cf. Ap 22, 17-20). Vuestro testimonio eucarístico de seguimiento de Cristo es un grito de amor en la noche del mundo, un eco del Stabat Mater y del Magnificat. Que la Mujer eucarística por excelencia, coronada de estrellas e inmensamente fecunda, la Virgen de la Asunción y de la Inmaculada Concepción, os mantenga en el servicio de Dios y de los pobres, en la alegría de Pascua, para la esperanza del mundo.

21. Queridos jóvenes, el Santo Padre Benedicto XVI os ha dicho e insistido que no perdéis nada dándoos a Cristo. Repetimos sus palabras fuertes y serenas de la Misa de comienzo de su ministerio que os orientan hacia la verdadera felicidad, respetando por completo vuestra libertad: «¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida». Confiamos en vuestras capacidades y en vuestro deseo de desarrollar los valores positivos del mundo y de cambiar lo que es injusto y violento. Contad con nuestro apoyo y nuestra oración para que juntos nos enfrentemos con el reto de construir el futuro con Cristo. Sois los «centinelas de la aurora» y los «exploradores del futuro». No dejéis de beber en la fuente de la fuerza divina de la Sagrada Eucaristía para realizar las transformaciones necesarias.

A los jóvenes seminaristas que se preparan para el ministerio sacerdotal y que comparten con su generación las mismas esperanzas para el futuro, les deseamos que su vida de formación esté impregnada de una auténtica espiritualidad eucarística.

22. Queridos esposos cristianos y familias, vuestra vocación a la santidad, como iglesia doméstica, se alimenta en la Mesa de la Eucaristía. En el sacramento del matrimonio vuestra fe transforma la unión conyugal en un templo del Espíritu Santo, en fuente fecunda de nueva vida que engendra los hijos, fruto de vuestro amor. Hemos hablado a menudo de vosotros en el Sínodo, porque somos conscientes de las fragilidades y de las incertidumbres del mundo presente. No os desaniméis en el esfuerzo por educar vuestros hijos en la fe. Sois el semillero de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. No olvidéis que Cristo habita en vuestra unión y la bendice con todas las gracias que necesitáis para vivir santamente vuestra vocación. Os animamos a conservar la costumbre de participar en familia en la Eucaristía dominical. Alegráis así el corazón de Jesús que dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí» (Mc 10, 14).

23. Deseamos dirigir una palabra especial a todos los que sufren, especialmente a los enfermos y discapacitados que están unidos al sacrificio de Cristo por su sufrimiento (cf. Rm 12, 2). Por el dolor que sentís en vuestro cuerpo y en vuestro corazón participáis de manera singular en el sacrificio de la Eucaristía, como testigos privilegiados del amor que de ella deriva. Estamos seguros de que en el momento en el que experimentamos la debilidad y nuestros propios límites, la fuerza de la Eucaristía puede ser una gran ayuda. Unidos al misterio pascual de Cristo, encontramos la respuesta a las cuestiones candentes del sufrimiento y de la muerte, sobre todo cuando la enfermedad toca a niños inocentes. Nos sentimos cercanos a todos vosotros pero especialmente a los moribundos que reciben el Cuerpo de Cristo como viático para su último paso al Reino.

Que todos sean uno

24. El Santo Padre Benedicto XVI ha reiterado el compromiso solemne de la Iglesia con la causa ecuménica. Todos somos responsables de esta unidad (cf. Jn 17, 21), pues somos miembros de la familia de Dios por nuestro bautismo, hemos recibido la misma gracia y dignidad fundamental y compartimos el inestimable don sacramental de la vida divina. Todos sentimos el dolor de la separación que impide la celebración común de la Santa Eucarístia. Queremos intensificar en las comunidades la oración por la unidad, el intercambio de dones entre las Iglesias y las comunidades eclesiales, así como los contactos respetuosos y fraternos entre todos, para conocernos mejor y amarnos, respetando y apreciando nuestras diferencias y nuestros valores comúnes. Normas precisas de la Iglesia determinan cómo hay que conducirse respecto a la comunión eucarística de los hermanos y hermanas que no están todavía en plena comunión con nosotros. Una sana disciplina impide la confusión y los gestos precipitados que pueden obstaculizar aún más la verdadera comunión.

25. Como cristianos nos reconocemos muy cercanos a todos los otros descendientes de Abraham: a los judíos, herederos de la primera Alianza, y a los musulmanes. Al celebrar la sagrada Eucaristía, nos consideramos también, como dice San Agustín, «sacramento de la humanidad» (De civ. Dei, 16), voz de todas las oraciones y súplicas que suben de la tierra hacia Dios.

Conclusión: una paz llena de esperanza

Amados hermanos y hermanas
,
26. Damos gracias a Dios por esta XI Asamblea Sinodal, que nos ha hecho volver a la fuente del misterio de la Iglesia, cuarenta años después del Concilio Vaticano II. Terminamos así felizmente el Año de la Eucaristía, confirmados en la unidad y renovados en el entusiasmo apostólico y misionero.

A comienzos del siglo cuarto, el culto cristiano aún estaba prohibido por las autoridades imperiales. Los cristianos del norte de África, vinculados con fuerza a la celebración del Día del Señor, desafiaron la prohibición. Murieron mártires declarando que no podían vivir sin la celebración dominical de la Eucaristía. Los 49 mártires de Abitinia, unidos a tantos santos y beatos que han hecho de la Eucaristía el centro de sus vidas, interceden por nosotros al inicio del nuevo milenio. Nos enseñan la fidelidad al encuentro de la Nueva Alianza con Cristo resucitado.

Al final de este Sínodo, experimentamos la paz llena de esperanza que los discípulos de Emaús, con el corazón encendido, recibieron del Señor resucitado. Se levantaron y volvieron apresuradamente a Jerusalén para compartir su alegría con sus hermanos y hermanas en la fe. Os deseamos que vayáis alegremente a su encuentro en la Santa Eucaristía y que experimentéis la verdad de su palabra: «Y yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

¡Queridos hermanos y hermanas, la Paz esté con vosotros!
[Traducción realizada por la Santa Sede]

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ZENIT Staff

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