CIUDAD DEL VATICANO, 23 de octubre de 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en misa de canonización de los beatos Jozef Bilczewski (1860-1923), obispo; Gaetano Catanoso (1879-1963), fundador de la Congregación de las Hermanas Verónicas del Santo Rostro; Zygmunt Gorazdowski (1845-1920), presbítero, fundador de la Congregación de las Hermanas de San José; Alberto Hurtado Cruchaga (1901-1952), presbítero, de la Compañía de Jesús; Felice de Nicosia (1715-1787), religioso, de la Orden Franciscana de los Frailes Menores Capuchinos.

La misa clausuraba el Sínodo de los obispos sobre la Eucaristía y el Año dedicado por Juan Pablo II a este sacramento.


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¡Venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio!
¡Queridos hermanos y hermanas!

En este XXX Domingo del tiempo ordinario, nuestra Celebración eucarística se enriquece con diferentes motivos de agradecimiento y de súplica a Dios. Se concluyen contemporáneamente el Año de la Eucaristía y la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, dedicada precisamente al misterio eucarístico en la vida y en la misión de la Iglesia, mientras serán proclamados santos, dentro de poco, cinco beatos: el obispo Jozef Bilczewski, los presbíteros Gaetano Catanoso, Zygmunt Gorazdowski y Alberto Hurtado Cruchaga, y el religioso Capuchino Felice de Nicosia. Además, hoy es la Jornada Misionera Mundial, cita anual que despierta en la comunidad eclesial el entusiasmo por la misión. Con alegría dirijo mi saludo a todos los presentes, a los Padres Sinodales en primer lugar, y luego a los peregrinos que han venido de distintas naciones, junto a sus Pastores, para festejar a los nuevos Santos. La liturgia de hoy nos invita a contemplar la Eucaristía como fuente de santidad y alimento espiritual para nuestra misión en el mundo: este precioso «don y misterio» nos manifiesta y comunica la plenitud del amor de Dios.

La Palabra del Señor, escuchada hace poco en el Evangelio, nos ha recordado que en el amor se resume toda la ley divina. El doble mandamiento del amor de Dios y del prójimo encierra los dos aspectos de un único dinamismo del corazón y de la vida. Jesús lleva así a cumplimiento la revelación antigua, no agregando un mandamiento inédito, sino cumpliendo en sí mismo y en su propia acción salvífica la síntesis viviente de las dos grandes palabras de la antigua Alianza: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...» y «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Cf. Dt 6,5; Lv 19,18). En la Eucaristía nosotros contemplamos el Sacramento de esta síntesis viviente de la ley: Cristo nos entrega en sí mismo la plena realización del amor por Dios y del amor por los hermanos. Y su amor Él nos lo comunica cuando nos alimentamos de su Cuerpo y de su Sangre. Entonces puede cumplirse en nosotros lo que san Pablo escribe a los Tesalonicenses en la segunda Lectura de hoy: «Os convertisteis a Dios, tras haber abandonado los ídolos, para servir a Dios vivo y verdadero» (1 Ts 1,9). Esta conversión es el principio del camino de santidad que el cristiano está llamado a realizar en la propia existencia. El santo es aquel que está tan fascinado por la belleza de Dios y por su perfecta verdad que queda progresivamente transformado. Por esta belleza y verdad está dispuesto a renunciar a todo, incluso a sí mismo. Le es suficiente el amor de Dios, que experimenta en el servicio humilde y desinteresado del prójimo, especialmente de aquellos que no tienen la capacidad de corresponder. Desde esta perspectiva, ¡qué providencial es el hecho de que hoy la Iglesia dé a conocer a todos sus miembros cinco nuevos Santos que, nutridos por Cristo Pan vivo, se convirtieron al amor y en él han infundido toda su existencia! En diferentes situaciones y con diversos carismas, amaron al Señor con todo el corazón y al prójimo como a sí mismos de forma que convirtieron «en modelo para todos los creyentes» (1 Ts 1,6-7).

El santo Jozef Bilczewski fue un hombre de oración. La santa misa, la Liturgia de las Horas, la meditación, el rosario y las demás prácticas de piedad marcaban sus jornadas. Un tiempo particularmente amplio lo dedicaba a la adoración eucarística.

También el santo Zygmunt Gorazdowski se hizo famoso por la devoción basada en la celebración y en la adoración eucarística. El vivir la ofrenda de Cristo lo condujo a los enfermos, los pobres y los necesitados.

El profundo conocimiento de la teología, la fe y la devoción eucarística de Jozef Bilczewski han hecho de él un ejemplo para los sacerdotes y un testigo para todos los fieles.

Zygmunt Gorazdowski, al fundar la Asociación de los sacerdotes, la Congregación de las Hermanas de San José y muchas otras instituciones caritativas, se dejó siempre guiar por el espíritu de comunión, que plenamente se revela en la Eucaristía.

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón... y a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,37.39). Éste sería el programa de vida de San Alberto Hurtado, que quiso identificarse con el Señor y amar con su mismo amor a los pobres. La formación recibida en la Compañía de Jesús, consolidada por la oración y la adoración de la Eucaristía, le llevó a dejarse conquistar por Cristo, siendo un verdadero contemplativo en la acción. En el amor y entrega total a la voluntad de Dios encontraba la fuerza para el apostolado. Fundó El Hogar de Cristo para los más necesitados y los sin techo, ofreciéndoles un ambiente familiar lleno de calor humano. En su ministerio sacerdotal destacaba por su sencillez y disponibilidad hacia los demás, siendo una imagen viva del Maestro, «manso y humilde de corazón». Al final de sus días, entre los fuertes dolores de la enfermedad, aún tenía fuerzas para repetir: «Contento, Señor, contento», expresando así la alegría con la que siempre vivió.

San Gaetano Catanoso fue cultor y apóstol del Santo Rostro de Cristo. «El Santo Rostro -afirmaba- es mi vida. Es él mi fuerza». Con una feliz intuición conjugó esta devoción con la piedad eucarística. Así se expresaba: «Si queremos adorar el Rostro real de Jesús... nosotros lo encontramos en la divina Eucaristía, en el Cuerpo y Sangre de Jesucristo se esconde bajo el blanco velo de la Hostia el Rostro de Nuestro Señor». La misa cotidiana y la frecuente adoración del Sacramento del altar fueron el alma de su sacerdocio: con ardiente e incansable caridad pastoral él se dedicó a la predicación, a la catequesis, al ministerio de las Confesiones, a los pobres, a los enfermos, al cuidado de las vocaciones sacerdotales. A las Hermanas Verónicas del Santo Rostro, que él fundó, les transmitió el Espíritu de caridad, de humildad y de sacrificio, que animó toda su existencia.

A San Felice de Nicosia le agradaba repetir en todas las circunstancias, alegres o tristes: «Que sea por el amor de Dios». Podemos de esta manera comprender bien lo intensa y concreta que fue en él la experiencia del amor de Dios revelado a los hombres en Cristo. Este humilde fraile capuchino, ilustre hijo de la tierra de Sicilia, austero y penitente, fiel a las más genuinas expresiones de la tradición franciscana, fue gradualmente modelado y transformado por el amor de Dios, vivido y actualizado en el amor al prójimo. El Hermano Felice nos ayuda a descubrir el valor de las pequeñas cosas que enriquecen la vida, y nos enseña a descubrir el sentido de la familia y del servicio a los hermanos, mostrándonos que la alegría verdadera y duradera, a la que aspira todo ser humano, es fruto del amor.

Queridos y venerados Padres Sinodales, durante tres semanas hemos vivido juntos un clima de renovado fervor eucarístico. Quisiera ahora, con vosotros y en nombre de todo el Episcopado, enviar un fraterno saludo a los Obispos de la Iglesia en China. Con sentida pena hemos vivido la falta de sus representantes. Quiero también asegurarles a todos los Prelados chinos que, con la oración, estamos junto a ellos y a sus sacerdotes y fieles. El sufrido camino de las comunidades, confiadas a su cuidado pastoral, está presente en nuestro corazón: aquel no quedará sin dar fruto, porque es una participación en el Misterio pascual, para gloria del Padre. Los trabajos sinodales nos han permitido profundizar en los aspectos salientes de este misterio dado a la Iglesia desde el principio. La contemplación de la Eucaristía debe animar a todos los miembros de la Iglesia, en primer lugar a los sacerdotes, ministros de la Eucaristía, a reavivar su compromiso de fidelidad. Sobre el misterio eucarístico, celebrado y adorado, se funda el celibato que los presbíteros han recibido como don precioso y signo del amor indiviso hacia Dios y hacia el prójimo. También para los laicos la espiritualidad eucarística debe ser el motor interior de toda actividad y ninguna dicotomía es admisible entre la fe y la vida en su misión de animación cristiana del mundo. Mientras se concluye el Año de la Eucaristía, ¿cómo no dar gracias a Dios por tantos dones concedidos a la Iglesia en este tiempo? ¿Y cómo no retomar la invitación del Papa Juan Pablo II para «partir desde Cristo»? Como los discípulos de Emaús que, con el corazón ardiente por la palabra del resucitado e iluminados por su viva presencia reconocida en el partir el pan, sin tardanza regresaron a Jerusalén y se convirtieron en anunciadores de la resurrección de Cristo, también nosotros volvemos a emprender el camino, animados por el vivo deseo de testimoniar el misterio de este amor que da esperanza al mundo.

En este perspectiva eucarística se ubica precisamente la actual Jornada Misionera Mundial, a la que el venerado Siervo de Dios Juan Pablo II le había dado como tema de reflexión: «Misión: Pan partido para la vida del mundo». La comunidad eclesial cuando celebra la Eucaristía, especialmente en el día del señor, toma siempre mayor conciencia de que el sacrificio de Cristo es «para todos» (Mt 26,28) y la Eucaristía impulsa al cristiano a ser «pan partido» para los demás, a comprometernos por un mundo más justo y fraterno. Aún hoy, frente a las multitudes, Cristo continúa exhortando a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer» (Mt 14,16) y, en su nombre, los misioneros anuncian y testimonian el Evangelio, a veces también con el sacrificio de la vida. Queridos amigos, todos debemos partir desde la Eucaristía. Que nos ayude María, Mujer eucarística, a estar enamorados; que nos ayude a «permanecer» en el amor de Cristo, para ser por Él íntimamente renovados. Dóciles a la acción del Espíritu y atentos a las necesidades de los hombres, la Iglesia será entonces, y cada vez más, faro de luz, de verdadera alegría y de esperanza, cumpliendo plenamente su misión de «signo e instrumento de unidad para todo el género humano» («Lumen gentium»,1).

[Texto original en varios idiomas (italiano, polaco, ucraniano y castellano); traducción distribuida por la Secretaría General del Sínodo de los Obispos]