CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 28 octubre 2005 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha escrito Benedicto XVI con motivo de la 92 Jornada Mundial del Emigrante y Refugiado, que se celebrará el 15 de enero de 2006.
«Migraciones: signo de los tiempos»
Queridos hermanos y hermanas:
Hace cuarenta años se concluía el Concilio Ecuménico Vaticano II, cuya rica enseñanza abarca numerosos campos de la vida eclesial. En particular, la Constitución pastoral «Gaudium et spes» realizó un atento análisis de la compleja realidad del mundo contemporáneo, buscando los modos más adecuados para llevar a los hombres de hoy el mensaje evangélico. Con ese fin, acogiendo la invitación del Beato Juan XXIII, los Padres conciliares se esforzaron por escrutar los signos de los tiempos, interpretándolos a la luz del Evangelio, para brindar a las nuevas generaciones la posibilidad de responder adecuadamente a los interrogantes perennes sobre el sentido de la vida presente y futura, y sobre el planteamiento correcto de las relaciones sociales (Cf. «Gaudium et spes», n. 4). Entre los signos de los tiempos reconocibles hoy se pueden incluir seguramente las migraciones, un fenómeno que a lo largo del siglo recién concluido asumió una configuración, por decirlo así, estructural, transformándose en una característica importante del mercado del trabajo a nivel mundial, como consecuencia, entre otras cosas, del fuerte impulso ejercido por la globalización. Naturalmente, en este «signo de los tiempos» confluyen diversos componentes. En efecto, comprende las migraciones internas y las internacionales, las forzadas y las voluntarias, las legales y las irregulares, también sujetas a la plaga del tráfico de seres humanos. Y no se puede olvidar la categoría de los estudiantes extranjeros, cuyo número aumenta cada año en el mundo.
Con respecto a los que emigran por motivos económicos, cabe destacar el reciente hecho de la «feminización» del fenómeno, es decir, la creciente presencia en él de la mujer. En efecto, en el pasado, quienes emigraban eran sobre todo los hombres, aunque no faltaban nunca las mujeres; sin embargo, entonces ellas emigraban sobre todo para acompañar a sus respectivos maridos o padres, o para reunirse con ellos donde se encontraban ya. Hoy, aun siendo todavía numerosas esas situaciones, la emigración femenina tiende a ser cada vez más autónoma: la mujer cruza por sí misma los confines de su patria en busca de un empleo en el País de destino. Más aún, en ocasiones, la mujer emigrante se ha convertido en la principal fuente de ingresos para su familia. De hecho, la presencia femenina se da sobre todo en los sectores que ofrecen salarios bajos. Por eso, si los trabajadores emigrantes son particularmente vulnerables, entre ellos las mujeres lo son más aún. Los ámbitos de empleo más frecuentes para las mujeres son, además de los quehaceres domésticos, la asistencia a los ancianos, la atención a las personas enfermas y los servicios relacionados con el hospedaje en hoteles. En estos campos los cristianos están llamados a manifestar su compromiso en favor del trato justo a la mujer emigrante, del respeto a su feminidad y del reconocimiento de sus derechos iguales.
No se puede por menos de mencionar, en este contexto, el tráfico de seres humanos, sobre todo de mujeres, que prospera donde son escasas las oportunidades de mejorar la propia condición de vida, o simplemente de sobrevivir. Al traficante le resulta fácil ofrecer sus «servicios» a las víctimas, que con frecuencia no albergan ni la más mínima sospecha de lo que deberán afrontar luego. En algunos casos, hay mujeres y muchachas que son destinadas a ser explotadas, en el trabajo, casi como esclavas, y a veces incluso en la industria del sexo. Al no poder profundizar aquí el análisis de las consecuencias de esa migración, hago mía la condena que expresó Juan Pablo II contra «la difundida cultura hedonista y comercial que promueve la explotación sistemática de la sexualidad» (Carta a las Mujeres, 29 de junio de 1995, n. 5). Aquí se halla todo un programa de redención y liberación, del que los cristianos no pueden desentenderse.
Por lo que atañe a la otra categoría de emigrantes, la de los que piden asilo y de los refugiados, quisiera destacar que en general se suele afrontar el problema constituido por su ingreso, sin interrogarse también acerca de las razones que los han impulsado a huir de su País de origen. La Iglesia contempla este mundo de sufrimiento y de violencia con los ojos de Jesús, que se conmovía ante el espectáculo de las muchedumbres que andaban errantes como ovejas sin pastor (cf. Mt 9, 36). Esperanza, valentía, amor y también «creatividad de la caridad» (carta apostólica «Novo millennio ineunte», 50) deben impulsar el necesario compromiso, humano y cristiano, para socorrer a estos hermanos y hermanas en sus sufrimientos. Sus Iglesias de origen deben manifestarles su solicitud con el envío de agentes pastorales de su misma lengua y cultura, en diálogo de caridad con las Iglesias particulares de acogida.
Por último, a la luz de los actuales «signos de los tiempos», merece particular atención el fenómeno de los estudiantes extranjeros. Su número, también gracias a los «intercambios» entre las diversas Universidades, especialmente en Europa, registra un aumento constante, con los consiguientes problemas, también pastorales, que la Iglesia no puede descuidar. Esto vale de modo especial para los estudiantes procedentes de los Países en vías de desarrollo, para los cuales la experiencia universitaria puede constituir una ocasión extraordinaria de enriquecimiento espiritual.
A la vez que invoco la asistencia divina para quienes, impulsados por el deseo de contribuir a la promoción de un futuro de justicia y paz en el mundo, trabajan con empeño en el campo de la pastoral al servicio de la movilidad humana, envío a todos, como prenda de afecto, una especial Bendición Apostólica.
Vaticano, 18 de octubre de 2005
BENEDICTUS PP. XVI
[Traducción distribuida por la Sala de Prensa de la Santa Sede]