CIUDAD DEL VATICANO, martes, 10 enero 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI pronunciada en la audiencia general del miércoles 4 de enero de 2006, dedicada a comentar el «Himno a Cristo» del primer capítulo de la carta de san Pablo a los Colosenses.

Damos gracias a Dios Padre,
que nos ha hecho capaces de compartir
la herencia del pueblo santo en la luz.

El nos ha sacado del dominio de las tinieblas,
y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido,
por cuya sangre hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.

El es imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura;
porque por medio de El
fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades;
todo fue creado por El y para El.

El es anterior a todo, y todo se mantiene en El.
El es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
El es el principio, el primogénito de entre los muertos,
y así es el primero en todo.

Porque en El quiso Dios que residiera toda la plenitud.
Y por El quiso reconciliar consigo todos los seres:
los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz.


Queridos hermanos y hermanas:

1. En esta primera audiencia general del nuevo año vamos a meditar el célebre himno cristológico que se encuentra en la carta a los Colosenses: es casi el solemne pórtico de entrada de este rico escrito paulino, y es también un pórtico de entrada de este año. El himno propuesto a nuestra reflexión, es introducido con una amplia fórmula de acción de gracias (cf. vv. 3. 12-14), que nos ayuda a crear el clima espiritual para vivir bien estos primeros días del año 2006, así como nuestro camino a lo largo de todo el año nuevo (cf. vv. 15-20).

La alabanza del Apóstol, al igual que la nuestra, se eleva a "Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo" (v. 3), fuente de la salvación, que se describe primero de forma negativa como "liberación del dominio de las tinieblas" (v. 13), es decir, como "redención y perdón de los pecados" (v. 14), y luego de forma positiva como "participación en la herencia del pueblo santo en la luz" (v. 12) y como ingreso en "el reino de su Hijo querido" (v. 13).

2. En este punto comienza el grande y denso himno, que tiene como centro a Cristo, del cual se exaltan el primado y la obra tanto en la creación como en la historia de la redención (cf. vv. 15-20). Así pues, son dos los movimientos del canto. En el primero se presenta a Cristo como "primogénito de toda criatura" (v. 15). En efecto, él es la "imagen de Dios invisible", y esta expresión encierra toda la carga que tiene el "icono" en la cultura de Oriente: más que la semejanza, se subraya la intimidad profunda con el sujeto representado.

Cristo vuelve a proponer en medio de nosotros de modo visible al "Dios invisible" —en él vemos el rostro de Dios— a través de la naturaleza común que los une. Por esta altísima dignidad suya, Cristo "es anterior a todo", no sólo por ser eterno, sino también y sobre todo con su obra creadora y providente: "Por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles (...). Todo se mantiene en él" (vv. 16-17). Más aún, todas las cosas fueron creadas también "por él y para él" (v. 16).

Así san Pablo nos indica una verdad muy importante: la historia tiene una meta, una dirección. La historia va hacia la humanidad unida en Cristo, va hacia el hombre perfecto, hacia el humanismo perfecto. Con otras palabras, san Pablo nos dice: sí, hay progreso en la historia. Si queremos, hay una evolución de la historia. Progreso es todo lo que nos acerca a Cristo y así nos acerca a la humanidad unida, al verdadero humanismo. Estas indicaciones implican también un imperativo para nosotros: trabajar por el progreso, que queremos todos. Podemos hacerlo trabajando por el acercamiento de los hombres a Cristo; podemos hacerlo configurándonos personalmente con Cristo, yendo así en la línea del verdadero progreso.

3. El segundo movimiento del himno (cf. Col 1, 18-20) está dominado por la figura de Cristo salvador dentro de la historia de la salvación. Su obra se revela ante todo al ser "la cabeza del cuerpo, de la Iglesia" (v. 18): este es el horizonte salvífico privilegiado en el que se manifiestan en plenitud la liberación y la redención, la comunión vital que existe entre la cabeza y los miembros del cuerpo, es decir, entre Cristo y los cristianos. La mirada del Apóstol se dirige hasta la última meta hacia la que, como hemos dicho, converge la historia: Cristo es el "primogénito de entre los muertos" (v. 18), es aquel que abre las puertas a la vida eterna, arrancándonos del límite de la muerte y del mal.

En efecto, este es el "pleroma", la "plenitud" de vida y de gracia que reside en Cristo mismo, que a nosotros se nos dona y comunica (cf. v. 19). Con esta presencia vital, que nos hace partícipes de la divinidad, somos transformados interiormente, reconciliados, pacificados: esta es una armonía de todo el ser redimido, en el que Dios será "todo en todos" (1 Co 15, 28). Y vivir como cristianos significa dejarse transformar interiormente hacia la forma de Cristo. Así se realiza la reconciliación, la pacificación.

4. A este grandioso misterio de la Redención le dedicamos ahora una mirada contemplativa y lo hacemos con las palabras de san Proclo de Constantinopla, que murió en el año 446. En su primera homilía sobre la Madre de Dios, María, presenta el misterio de la Redención como consecuencia de la Encarnación.

En efecto —dice san Proclo—, Dios se hizo hombre para salvarnos y así arrancarnos del poder de las tinieblas, a fin de llevarnos al reino de su Hijo querido, como recuerda este himno de la carta a los Colosenses. "El que nos ha redimido no es un simple hombre —comenta san Proclo—, pues todo el género humano era esclavo del pecado; pero tampoco era un Dios sin naturaleza humana, pues tenía un cuerpo. Si no se hubiera revestido de mí, no me habría salvado. Al encarnarse en el seno de la Virgen, se vistió de condenado. Allí se produjo el admirable intercambio: dio el espíritu y tomó la carne" (8: Testi mariani del primo millennio, I, Roma 1988, p. 561).

Por consiguiente, estamos ante la obra de Dios, que ha realizado la Redención precisamente por ser también hombre. Es el Hijo de Dios, salvador, pero a la vez es también nuestro hermano, y con esta cercanía nos comunica el don divino. Es realmente el Dios con nosotros. Amén.

[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede. Al final de la audiencia, el Papa saludo a los peregrinos en diferentes idiomas. Este fue su saludo en castellano].

Queridos hermanos y hermanas:

En la primera Audiencia del nuevo año meditamos el himno cristológico de la Carta a los Colosenses, que proclama el misterio de Cristo. En un primer momento es presentado como el primogénito de toda criatura, "porque todo fue creado por él y para él", y como la imagen visible de Dios invisible.

En un segundo momento aparece la figura de Cristo, dentro de la historia de la salvación, como cabeza del cuerpo: de la Iglesia; y por esta comunión de vida entre la cabeza y los miembros del cuerpo, los hace partícipes de la divinidad y los transforma interiormente. Esta obra de la salvación la ha realizado Dios precisamente porque se ha hecho hombre. Como afirma San Proclo de Constantinopla: «El que nos ha redimido no es un simple hombre... pero tampoco un Dios sin naturaleza humana... Puesto que, si no se hubiese revestido de mí, no me habría salvado. Aparecido en el seno de la Virgen, Él se vistió como condenado. Entonces tuvo lugar el tremendo intercambio, dio el espíritu y tomó la carne».

Saludo con afecto a los visitantes de lengua española, en particular a l a Comunidad Juvenil de Monterrey (México). Os invito a dar gracias a Dios porque nos envió a su Hijo, el cual, al hacerse hombre, se convirtió en nuestro salvador y nuestro hermano.

¡Feliz Año Nuevo!