CIUDAD DEL VATICANO, martes, 2 mayo 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció este lunes, 1 de mayo, Benedicto XVI, después de haber rezar el Rosario en el Santuario de la Virgen del Amor Divino en Castel di Leva, cerca de Roma.
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Queridos hermanos y hermanas:
Para mí es motivo de consuelo estar hoy con vosotros para rezar el santo Rosario, en este Santuario de la Virgen del Amor Divino, en el que se expresa el devoto cariño por la Virgen María, arraigado en el espíritu y en la historia del pueblo de Roma. Suscita una alegría particular el pensamiento de renovar así la experiencia de mi querido predecesor, Juan Pablo II, que hace exactamente 27 años, en el primer día del mes de mayo de 1979, realizó su primera visita como pontífice a este santuario.
Saludo con afecto al rector, monseñor Pasquale Silla, y le doy las gracias por las cálidas palabras que me ha dirigido. Saludo con él a los demás sacerdotes Oblatos Hijos de la Virgen del Amor Divino y a las Hermanas Hijas de la Virgen del Amor Divino, que se dedican con alegría y generosidad al servicio del Santuario y de todas sus multiformes obras de bien. Saludo al cardenal vicario Camillo Ruini y al obispo auxiliar del sector Sur, monseñor Paolo Schiavon, y a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, que sois tan numerosos.
Hemos rezado el santo Rosario, recorriendo los cinco misterios «gozosos», que pasan ante los ojos de nuestro corazón los inicios de nuestra salvación, desde la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo, en el seno de la Virgen María, hasta encontrarle, cuando ya tenía doce años, en el Templo de Jerusalén, mientras escuchaba e interrogaba a los doctores. Hemos repetido las palabras del ángel: «Alégrate, María, llena de gracia, el Señor está contigo», así como las expresiones con las que Isabel acogió a la Virgen, que inmediatamente había ido para ayudarle y ponerse a su servicio. «Bendita tú eres entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre». Hemos contemplado la fe dócil de María, que se fía sin reservas de Dios y se pone totalmente en sus manos. Nos hemos sentido también nosotros, con los pastores, cerca del Niño Jesús, que yace en un pesebre y hemos reconocido y adorado en Él al Hijo eterno de Dios, que por amor se hizo nuestro hermano, y de este modo, nuestro único salvador.
También nosotros hemos entrado con María y José en el Templo para ofrecer el Niño a Dios y cumplir con el rito de la purificación: y se nos han anticipado, con las palabras del anciano Simeón, la salvación, la contradicción y la cruz, y esa espada que, bajo la cruz del Hijo, atravesará el alma de la Madre y, de este modo, hará que no sólo sea madre de Dios, sino también nuestra madre común
Queridos hermanos y hermanas: en este santuario veneramos a María santísima con el título de la Virgen del Amor Divino. De este modo puede verse con toda su luz el lazo que une a María con el Espíritu Santo, desde el inicio de su existencia, cuando en su concepción el Espíritu, el Amor eterno del Padre y del Hijo, habitó en ella y la preservó de toda sombra de pecado; después, cuando el mismo Espíritu hizo nacer en su seno al Hijo de Dios; y luego, durante toda su vida, a través de la cual, con la gracia del Espíritu, se realizó en plenitud la palabra de María: «He aquí la esclava del Señor»; y finalmente, cuando con la potencia del Espíritu Santo, tuvo lugar la asunción de María al Cielo con toda su humanidad concreta junto al Hijo en la gloria de Dios Padre
«María –he escrito en la encíclica «Deus caritas est»– es una mujer que ama… Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama» (n. 41). Sí, queridos hermanos y hermanas, María es el fruto del signo del amor que Dios tiene por nosotros, de su ternura y de su misericordia. Por este motivo, junto a nuestros hermanos en la fe de todos los tiempos y lugares, nos dirigimos a ella en nuestras necesidades y esperanzas, en las vicisitudes alegres y dolorosas de la vida. Mi pensamiento se dirige en este momento con profundo sentimiento a la familia de la isla de Isquia, golpeada por la tragedia de ayer.
Con el mes de mayo aumenta el número de quienes, desde las parroquias de Roma pero también de otras localidades, vienen aquí en peregrinación para rezar y también para disfrutar de la belleza y de la serenidad reconfortante de estos lugares. Desde aquí, desde este santuario del Amor Divino, esperamos por tanto una fuerte ayuda y consuelo espiritual para la diócesis de Roma, para mí, su obispo, y para los demás obispos que colaboran conmigo, para los sacerdotes, para las familias, para las vocaciones, para los pobres, los que sufren, los enfermos, los niños, y para los ancianos, para toda la querida nación italiana.
Esperamos en especial la energía interior para cumplir con el voto hecho por los romanos el 4 de junio de 1944, cuando pidieron solemnemente a la Virgen del Amor Divino que esta ciudad fuera preservada de los horrores de la guerra y fueron escuchados: es decir, el voto y la promesa de corregir y mejorar la propia conducta moral para que sea más conforme con la del Señor Jesús. También hoy hay necesidad de conversión a Dios, a Dios amor, para que el mundo quede liberado de las guerras y del terrorismo. Nos lo recuerdan, por desgracia, las víctimas, como los militares caídos el jueves pasado en Nasiriya, en Irak, a quienes encomendamos a la materna intercesión de María, Reina de la paz.
Queridos hermanos y hermanas: desde este santuario de la Virgen del Amor Divino renuevo, por tanto, la invitación que formulé en la encíclica «Deus caritas est» (n. 39): vivamos el amor y de este modo hagamos que entre la luz de Dios en el mundo. ¡Amén!
[Traducción del original italiano realizada por Zenit
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