ROMA, viernes, 8 junio 2007 (ZENIT.org).- Más de 3.000 delegados de varios países se han reunido del 11 al 13 de mayo en Varsovia, Polonia, con motivo del cuarto encuentro del Congreso Mundial de las Familias (WCF, por sus siglas en inglés).
El WCF se describe a sí mismo como una «una red internacional pro familia de organizaciones, de expertos, de líderes y de personas de buena voluntad».
El primer día, Roman Giertych, ministro de educación y viceprimer ministro de Polonia, declaró a los participantes: «La familia es vida. Sin la familia, no hay estado. No hay gobierno. No hay nada».
Una nota de prensa el 11 de febrero de los organizadores de la conferencia también informaba de los comentarios similares hechos por la representante de Estados Unidos, Ellen Sauerbrey, asistente de la secretaría de estado para población, refugiados e inmigración: «Como ustedes saben», declaró, «la familia es la institución humana más antigua, la primera y más duradera comunidad de individuos que trabajan junto por el bien común».
Durante los días siguientes, el WCF examinó temas que iban, desde el impacto de los medios en la familia, hasta las dificultades que causa la pornografía, o el desafío de la anticoncepción y la eutanasia.
El cardenal Alfonso López Trujillo, presidente del Pontificio Consejo para la Familia, preparó un texto para el encuentro que fue leído por el padre Grzegorz Kaszak. «La vocación al matrimonio está inscrita en la misma naturaleza del hombre y de la mujer», afirmaba el texto.
El matrimonio en Norteamérica
El libro publicado por Kay Hymowitz a finales del año pasado aporta un punto de vista útil sobre los efectos negativos cuando fallan el matrimonio y la familia. En «Marriage and Caste in America», Hymowitz, profesora en el Instituto Manhattan de Nueva York, sostiene que las rupturas matrimoniales han agudizado las diferencias sociales.
La combinación de los divorcios y los nacimientos fuera del matrimonio está dando lugar a una nación de familias separadas y desiguales. Estas desigualdades, advertía Hymowitz, están poniendo en riesgo a un gran número de niños que comenzarán su vida con graves desventajas.
La maternidad en soltería se da sobre todo entre mujeres jóvenes que sólo han acabado el instituto. El libro cita estudios que muestran que, a mediados del siglo XX, casi todas las mujeres, sin importar su nivel de estudios, se casaban antes de convertirse en madres. El nivel de divorcios también era muy bajo.
En las décadas posteriores a los sesenta, la incidencia del divorcio y de los nacimientos fuera del matrimonio se volvió mucho más alta entre las mujeres con menos estudios. Al finalizar el siglo, sólo cerca de un 10% de las madres con estudios universitarios vivían sin sus maridos. El nivel de madre con sólo de nueve a catorce años de educación era del 36%.
En el 2004 la proporción de niños nacidos de madres solteras alcanzó el 33% de todos los nacimientos. La gran mayoría de estos niños llegaron a un hogar con una madre con pocos estudios y pobre.
Pobreza y pocos estudios
Según Hymowitz, el elevado número de madres solteras puede fácilmente explicar el persistente alto nivel de pobreza entre los niños en Estados Unidos. No menos del 36% de los hogares con una madre soltera al frente están por debajo del nivel de pobreza, en comparación con el 6% de las parejas casadas.
La pobreza no es el único problema al que se enfrentan los hijos de madres solteras. También tienen peores notas y menos estudios que los niños que crecen con padres casados. Esto sigue siendo verdad incluso si se tienen en cuenta las diferencias de raza, familia, entorno y coeficiente intelectual. No es de extrañar que, ya adultos, los niños que crecieron sin ambos padres también ganen menos y logren peores puestos de trabajo.
Esto conduce a una situación, continuaba Hymowitz, donde las desigualdades sociales y económicas de la maternidad en soltería se perpetúan en la siguiente generación.
Estos problemas no se pueden resolver sólo a través de mejores programas sociales, sostenía Hymowitz. Apuntaba que cuando una madre divorciada se vuelve a casar, sus hijos se parecen más a los de una familia con un solo progenitor que a los de las familias intactas. Además, los niños de parejas que cohabitan tienden a gozar de menos ventajas que los de las parejas casadas.
Hymowitz sostiene que el matrimonio tradicional, y el criar a los hijos dentro del matrimonio, ordenan la sociedad de una forma que todavía nos esforzamos por entender. A los hijos de parejas casadas se les da no sólo una mayor seguridad y orden en sus vidas, sino que también crecen tendiendo a reproducir esta misma estructura familiar para sí mismos.
Hymowitz dedica luego una parte sustancial de su libro a examinar lo ocurrido con las familias de color, donde la tendencia a la maternidad en soltería comenzó mucho antes. Y a mediados de los años sesenta, críticos como Daniel P. Moynihan advirtieron que la mala situación de las familias negras era parte de la razón por la que no lograban la igualdad económica con los blancos. No obstante, voces como la Moynihan fueron en gran parte ignoradas y ahora corremos el riesgo de producir en la sociedad otra casta carente de igualdad, la de los hijos de madres solteras, sostenía Hymowitz.
Algunos de los intentos de hacer frente al aumento de madres solteras, advierte el libro, como la distribución creciente de anticonceptivos y los programas sociales, sólo tratan los síntomas del fenómeno. Las familias sólidas que aportan mucha supervisión paternal, junto con fuerte valores culturales y morales, son con mucho más eficaces a la hora de respaldar a los adolescentes para que eviten convertirse en padres en una edad en la que deberían concentrarse en su educación.
En la conclusión del libro Hymowitz apunta señales de esperanza. En los últimos años, ha descendido el índice de divorcios, de hijos ilegítimos y de embarazos adolescentes. De igual forma, los valores familiares y el matrimonio parecen gozar de un apoyo creciente. Además, la idea de que a los hijos en familias con los dos padres casados les va mejor está siendo aceptada incluso por algunas élites culturales y sociales, que antes no habrían sostenido tal afirmación.
Sin ser excesivamente optimista, Hymowitz opinaba que algunos adolescentes podrían estar redescubriendo la responsabilidad personal y los valores familiares. El peligro, sin embargo, es que esto se restringe sólo a una parte de la sociedad, los hijos que son suficientemente afortunados como para contar con los dos padres. El futuro de aquellos que crecen en la situación mucho más precaria de las familias divorciadas o de las madres solteras es mucho menos prometedor.
Un credo
En medio de los debates sobre el futuro de la familia, el encuentro de Polonia del Congreso Mundial de la Familia se cerró con la «Declaración de Varsovia», que una nota de prensa de los organizadores el 18 de mayo describía como «una credo pro familia para el siglo XXI».
«La familia natural, creación de Dios, es la comunidad humana fundamental, basada en el matrimonio para toda la vida entre un hombre y una mujer, en la que se conciben, nacen y crecen nuevo individuos», indicaba el texto de la declaración.
La declaración afirmaba que es la familia la que enseña qué significa la fidelidad en el amor, además del respeto por la vida de todo ser humano. Es también a través de una auténtica vida familiar que se genera una comunidad moral, esencial para el crecimiento de las generaciones más jóvenes.
La declaración agradecía específicamente la defensa de la familia hecha por el Papa Juan Pablo II y por su sucesor, Benedicto XVI.
La parte final del texto pedía a las iglesias «que proclamaran la verdad sobre la vida, el matrimonio y la famili
a, considerando esta última como la primera comunidad de fe y la escuela de todas las vocaciones».
La declaración también hacía un llamamiento a las instituciones políticas, académicas y a los profesionales de la salud para que apoyaran la familia. «Pedimos a todas las personas de buena voluntad que estén con las familias y las ayuden a restaurar la esperanza y a aportar ayuda concreta cuando surjan dificultades», afirmaba el texto.
Por el padre John Flynn, L. C.