CIUDAD DEL VATICANO, domingo 21 de marzo de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito Giovanni Maria Vian, director de «L’Osservatore Romano», para comentar la carta pastoral de Benedicto XVI a los católicos irlandeses, publicada este sábado.
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Ante la situación grave y vergonzosa que está viviendo la Iglesia en Irlanda desde ha ya demasiados años, Benedicto XVI ha tomado la decisión de dirigir a los católicos de ese país una carta que no tiene precedentes por su valentía: un documento evangélico para responder al inusitado oscurecimiento de la luz del Evangelio, que el Papa ha querido publicar tras haberse reunido con los obispos irlandeses convocados a Roma.
Al declarar su profunda preocupación, Benedicto XVI afirma que comparte la consternación y la desazón, así como el sentimiento de traición que experimentan muchos católicos por actos pecaminosos y criminales y por la manera en que éstos han sido afrontados por las autoridades de la Iglesia en el país.
La amargura y la severidad del escrito papal evocan la carta, perdida, que el apóstol Pablo recuerda que había escrito a los Corintios, «con el corazón angustiado y entre muchas lágrimas», no para aumentar la tristeza de su comunidad sino para apoyarla con su amor. De este modo, el documento dirigido a los católicos de Irlanda ha sido escrito para que no quede escondido el mal cometido, ante Dios y ante los hombres, y sobre todo para mirar hacia adelante. Ante todo para que la horrenda culpa de los abusos perpetrados contra menores sea reparada según la justicia y el Evangelio.
Para ello, los católicos irlandeses tienen que recordar su grande y con frecuencia heroica historia cristiana, de la cual, en las últimas décadas, la Iglesia en el país no ha sabido ser digna, descuidando el patrimonio de la tradición y malentendiendo la renovación promovida por el Vaticano II. En particular, no se ha observado el Derecho Canónico, que está al servicio del Evangelio y de la persona humana, con consecuencias desastrosas para la admisión de candidatos al sacerdocio y para la formación de los eclesiásticos, cubriendo las faltas para evitar escándalos.
El diagnóstico lúcido y severo de la carta es totalmente coherente con la actuación de casi treinta años del cardenal Joseph Ratzinger, resumida en su exclamación compuesta en el Vía Crucis del 25 de marzo de 2005, pocos días antes de la muerte de Juan Pablo II: «¡Cuánta porquería hay en la Iglesia, y precisamente entre aquellos que, en el sacerdocio, deberían pertenecer completamente a Él!». Y está en coherencia con lo que el Papa ha hecho desde el día de su elección, también en el caso de Irlanda: ya el 28 de octubre de 2006 exhortó a los obispos del país a «establecer la verdad de lo que ha acaecido en el pasado, tomar todas las medidas adecuadas para evitar que se repita en el futuro, asegurar que los principios de justicia sean plenamente respetados, y sobre todo, ofrecer curación a las víctimas y a todos los que han quedado golpeados por estos crímenes abominables».
A quien ha sufrido abusos, el Papa dirige «con humildad» palabras claras e impactantes, declarando una vez más vergüenza y remordimiento, consciente de que para algunas víctimas ahora es «difícil incluso entrar en una iglesia», pero les asegura que podrán quedar curadas precisamente por las heridas de Cristo. Y a los jóvenes les recomienda que pongan la mirada fija en Jesús, «pues él no traicionará nunca vuestra confianza». Confianza traicionada, sin embargo, por los culpables, que tendrán que responder ante Dios y ante los tribunales. A éstos, y a los obispos que han fallado en su misión, la carta dirige expresiones muy severas para contribuir a un proceso, que será largo, de penitencia y curación. Con la mirada puesta en el único Señor que puede hacer nuevas todas las cosas.