OVIEDO, jueves, 7 de abril de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos la meditación que ha escrito monseñor Jesús Sanz Montes, OFM, arzobispo de Oviedo, administrador apostólico de Huesca y Jaca, sobre el Evangelio de este segundo domingo de Pascua, 11 de abril (Juan 20,19-31).
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Era la mañana de pascua. Aquellos primeros discípulos estaban encerrados a cal y canto, llenos de miedo. Jesús se presenta en medio de ellos: Yo en persona desde estas señales de muerte. Yo os saludo con mi Vida.
«Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor». Era salir de una pesadilla y ver con sus ojos el milagro de las promesas de su Maestro cumplidas; recibir su paz en medio de todas las tormentas que les apenaban, interiores y colectivas. Cuando llegó Tomás, el que faltaba, rápidamente le dieron la gran noticia: «Hemos visto al Señor». Pero era insuficiente para quien también había visto el proceso del Señor. No era fácil borrar de su recuerdo ese pánico que hizo esconderse a sus compañeros. Por eso su reto: yo he visto cómo Él ha muerto. Si decís que ha estado aquí, yo creeré si palpo vuestra evidencia.
La condescendencia de Dios hacia todas las durezas de los hombres, está representada en la respuesta que Tomás recibe por parte de Jesús, cuando al volver allí ocho días después, le dice que toque lo que le parecía imposible. Es el perfecto tipo de agnóstico, tan corriente hoy en día: no niego que esto haya sucedido, pero si no lo veo y no lo palpo, no creo. Y a este agnosticismo Jesús lo llamará sencillamente incredulidad: «Trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». La hermosa respuesta de Tomás es la que algunos creyentes recitamos interiormente tras la consagración de la Eucaristía: «Señor mío y Dios mío», dando fe a la Presencia real de Jesucristo, que los sentidos nos hurtan en la apariencia del pan y del vino.
Hoy quienes creemos en la Resurrección de Jesús tenemos que prolongar aquél diálogo entre Jesús y sus discípulos: anunciar la vida en los estigmas de la muerte en todas sus formas.
Somos los testigos de que aquello que aconteció en Jesús, también nos ha sucedido a nosotros: el odio, la oscuridad, la violencia, el miedo, el rencor, la muerte… es decir, el pecado, no tienen ya la última palabra. Cristo ha resucitado y en Él han sido muertas todas nuestras muertes. De esto somos testigos. A pesar de todas las cicatrices de un mundo caduco, insolidario, violento, que mancha la dignidad del hombre y no da gloria a Dios, nosotros decimos: Hemos visto al Señor. Ojalá que nuestra generación se llene de alegría como aquellos discípulos, y como Tomás diga también: Señor mío y Dios mío.