Audiencia del Papa a los misioneros de san Carlos Borromeo

El pasado sábado en el Palacio Apostólico

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ROMA, lunes 14 de febrero de 2011 (ZENIT.org).- A continuación ofrecemos el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió a los participantes de la Asamblea General de la Fraternidad sacerdotal de los misioneros de san Carlos Borromeo, con motivo de la celebración del 25 aniversario de la fundación de la comunidad, en la Sala Clementina del Palacio Apostólico, el pasado sábado.

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Queridos hermanos y amigos,

os recibo con gran alegría a vosotros, sacerdotes y seminaristas de la Fraternidad de san Carlos, que habéis venido aquí a celebrar el 25º aniversario de su nacimiento. Saludo y agradezco al fundador y superior general, monseñor Massimo Camisasca, su consejo, y a todos vosotros, parientes y amigos, que formáis parte de esta comunidad. En particular, saludo al arzobispo de la Madre de Dios de Moscú, monseñor Paolo Pezzi y a don Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación, que constituyen simbólicamente los frutos y la raíz de la obra de la Fraternidad de san Carlos. Este momento me trae a la memoria la larga amistad con monseñor Luigi Giussani y testifica la fecundidad de su carisma.

En esta ocasión, querría responder a dos preguntas que nuestro encuentro me sugiere: ¿cuál es el lugar del sacerdote ordenado en la vida de la Iglesia? ¿Cuál es el lugar de la vida común en la experiencia sacerdotal?

Vuestro nacimiento del movimiento Comunión y Liberación y vuestra referencia vital a la experiencia eclesial que esto supone, ponen delante de nuestros ojos una verdad que se ha ido reafirmando con particular claridad desde el s.XIX en adelante y que ha encontrado una significativa expresión en la teología del Concilio Vaticano II. Me refiero al hecho de que el sacerdocio cristiano no es un fin en sí mismo. Ha sido querido por Jesús en función del nacimiento y vida de la Iglesia. Cada sacerdote, por tanto, puede decir a los fieles parafraseando a san Agustín: Vobiscum christianus, pro vobis sacerdos. La gloria y la alegría del sacerdocio consiste en servir a Cristo y a su Cuerpo Místico. Esto da a lugar a una vocación bellísima y particular en el interior de la Iglesia, que hace presente a Cristo, porque participa del único y eterno Sacerdocio de Cristo. La presencia de vocaciones sacerdotales es un signo seguro de la verdad y de la vitalidad de una comunidad cristiana. Dios, de hecho, llama siempre, también al sacerdocio; no hay un crecimiento verdadero y fecundo en la Iglesia sin una auténtica presencia sacerdotal que la sostenga y la alimente. Por tanto estoy agradecido a todos los que dedican sus energías a la formación de sacerdotes y a la reforma de la vida sacerdotal. Como sucede para toda la Iglesia, también el sacerdocio tiene la necesidad de renovarse continuamente, encontrando en la vida de Jesús las formas más esenciales del propio ser.

Los diversos caminos para esta renovación no pueden dejar de lado algunos elementos irrenunciables. Antes que nada una educación profunda en la meditación y en la oración, vividas como un diálogo con el Señor resucitado presente en su Iglesia. En segundo lugar, un estudio de la teología que permita encontrar la verdad cristiana en la forma de una síntesis ligada a la vida de la persona y de la comunidad: sólo una mirada sabia puede, de hecho, valorar la fuerza que la fe posee para iluminar la vida y al mundo, guiándolos continuamente a Cristo, Creador y Salvador.

La Fraternidad de san Carlos ha destacado, durante el transcurso breve de su historia, el valor de la vida en común. Yo también he hablado muchas veces en mis intervenciones y después de mi llamada al trono de Pedro. “Es importante que los sacerdotes no vivan aislados en cualquier parte, sino que estén juntos en pequeñas comunidades, que se sostengan unos a otros y que hagan así experiencia de estar unidos en su servicio a Cristo y en la renuncia por el Reino de los Cielos, y que tengan así mayor conciencia de ello” (Luz del mundo, Ciudad del Vaticano, 2010, 208). Las cosas más urgentes están a nuestra vista en este momento. Pienso por ejemplo, en la carencia de sacerdotes. La vida en común no es antes que nada, un estrategia para responder a esta necesidad. No es, ni siquiera, en sí misma, sólo una forma de ayuda frente a la soledad y a la debilidad del hombre. Todo esto puede existir, ciertamente, pero sólo si se concibe la vida fraterna como camino para sumergirse en la realidad de la comunión. La vida en común es, de hecho, expresión del don de Cristo que es la Iglesia, y está prefigurada en la comunidad apostólica, que ha dado lugar a los presbíteros. Ningún sacerdote administra algo suyo, sino que participa con otros hermanos en un don sacramental que viene directamente de Jesús.

La vida en común, por este motivo, expresa una ayuda que Cristo da a nuestra existencia, llamándonos a través de la presencia de los hermanos, a una configuración cada vez más profunda a su persona. Vivir con otros significa aceptar la necesidad de la propia y contínua conversión y sobre todo descubrir la belleza de este camino, la alegría de la humildad, de la penitencia, y también de la conversación, del perdón mutuo, de sostenerse mutuamente. Ecce quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum (Sal 133,1).

Nadie puede asumir la fuerza regenerante de la vida en común sin la oración, sin mirar la experiencia y enseñanzas de los santos, en concreto en las de los Padres de la Iglesia, sin una vida sacramental vivida con fidelidad. Si no se entra en el diálogo eterno que el Hijo mantiene con el Padre en el Espíritu Santo, no es posible una auténtica vida en común. Es imprescindible estar con Jesús para poder estar con los demás. Este es el corazón de la misión. En compañía de Cristo y de los hermanos, cualquier sacerdote puede encontrar las energías necesarias para poder atender a los hombres, para hacerse cargo de las necesidades espirituales y materiales con las que se encuentra, para enseñar con palabras siempre nuevas, que vienen del amor, las verdades eternas de la fe de las que también tienen sed nuestros contemporáneos

Queridos hermanos y amigos, ¡continuad yendo por todo el mundo para llevar a todos la comunión que nace del corazón de Cristo! ¡La experiencia de los Apóstoles con Jesús sea siempre el faro que ilumine vuestra vida sacerdotal! Animándoos a continuar en el camino marcado en estos años, con gusto imparto mi bendición a todos los sacerdotes y seminaristas de la Fraternidad de san Carlos, a los Misioneros de san Carlos, a sus familiares y amigos.

[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez</i>

©Copyright 2011 Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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